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La vuelta al mundo en la Numancia/XXIX

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XXIX

Los felices españoles de clase humilde que visitaban la isla un día y otro, contaban a Binondo las maravillas que habían visto, la frondosidad silvestre de los naranjales y cocoteros, la sencillez y gracia de las mujeres vestidas de un simple camisón, y tan amablemente abiertas de voluntad a los obsequios del hombre; y al oír una y otra vez estas extraordinarias cosas, el malayo se encerraba en grave silencio, que era sin duda la cavidad mental en que guardaba sus profundísimas abstracciones. De aquellas honduras no sacaba su pensamiento más que para mostrarlo al Capellán don José Moirón. Una tarde, cogiéndole solo, le dijo: «Por lo que cuentan estos perdidos, señor don José, los habitantes de Otaiti no conocen la vergüenza ni ninguna ley divina ni humana. El nombre de canacas me dice que estos naturales son los cananeos de que nos habla Nuestro Señor Jesucristo en su Biblia, o dígase Moisés, que es lo mismo. Por donde saco que esta isla es aquella tierra de Canaam de que habla no sé si el Evangelio o la Epístola».

Contestole el Capellán tapándole la boca, para que no salieran de ella más desatinos; pero el malayo prosiguió imperturbable: «Desde que llegamos aquí, me paso las horas pensando qué religión profesarán estos bárbaros, cómo serán sus templos y qué vitola tendrán sus sacerdotes. Nada han dicho los muchachos de la religión canaca o cananea, por lo que pienso será una indecente idolatría, como el adorar a la serpiente con pechos de mujer, o a un hombre desnudo con cabeza de cocodrilo. Por todo lo cual, señor don José, usted y yo no haríamos nada de más yéndonos a tierra para ver qué casta de religión profesan estos salvajes... y si resulta que es alguna secta idólatra y gentílica, de esas en que se adora la materia y el vicio, bien podríamos hacer algo por las almas de estos infelices, instruyéndolos y catequizándolos para sacarlos de sus errores lascivos y pestilentes, y traerlos a la verdad de nuestra fe cristiana y sacratísima. Habrá usted oído que andan las mujeres por esos campos pisando azahares, sin más vestido que un ropón para cubrir la desnudez de pechos y caderas. Tales costumbres disolutas y desvergonzadas significan que aquí no se mira más que al deleite, en el comer, en el emborracharse y en el danzar deshonesto... Bienaventurado sería usted si consiguiera iluminar con su predicación a esas almas descarriadas. Yo iría con usted de misionero coadjutor o suplente, y no haríamos pocos méritos para nuestra salvación particular».

Tímido y desconcertado, contestó el Capellán que él no tenía otra misión que la cura de almas de los tripulantes de la fragata, y que no quería meterse a convertir salvajes más o menos desnudos. Además, la Francia, protectora de Otaiti, cuidaría de cristianizar a los canacas, que para ello tenía personal nutrido de frailes y curas. Hecha esta declaración aconsejó a Binondo que pues sentía en sí fervor de catequista, fuese él solo a enseñar el Evangelio a los otaitanos. No desoyó el malayo este sabio consejo; aquella misma tarde se acicaló y compuso de rostro y vestido, y agarrando un grueso bastón en figura de báculo, se fue a tierra y se internó en la campiña de Papeeté. Divagando de un lado para otro, fue a parar al remanso del río en que se bañaban las canacas (de que tenía noticia por relación de sus amigos) y vio venir a las ninfas con sus holgadas túnicas, sueltas las cabelleras mojadas. Llegose a ellas risueño y melifluo, echándoles almibarados requiebros. Debieron las mozas de tomarlo por un mico vestido de marino español y con risotadas lo cogieron, lo zarandearon y se lo llevaron a una de las aldeas próximas... Se perdió de vista el pío Binondo... desapareció sin duda en el interior de una de aquellas frágiles casas de caña que parecían cestas.

Al anochecer, volvió el malayo a bordo hecho una lástima; su chaquetón de cabo de mar había perdido los dorados botones, y mayores averías que en la ropa tenía en su rostro plano, lleno de horribles arañazos y chichones... Entró en cubierta procurando ocultar con una mano su desventura; pero no le valió el tapujo. Sus amigos hicieron gran befa y chacota. La explicación que dio fue que, habiendo entrado en una casa de infieles canacas con idea de predicarles el Evangelio, al principio fue oído con atención y recogimiento. Mas de pronto aparecieron unos diablos negros y deformes que le clavaron sus garras en semejante parte (el rostro), y le estrujaron y le hicieron mil estropicios hasta dejarle en aquel estado lastimoso... Buscó el santo varón su bálsamo y consuelo en la piadosa lectura, principalmente en el Sermonario, cantera riquísima de donde extraía todas sus ideas y sus persuasivas formas de lenguaje.

Desde el feliz arribo a Otaiti túvose Fenelón por el hombre más dichoso del mundo. Su nacionalidad francesa le dio vara alta en aquel país sometido al protectorado imperial. A tierra bajaba diariamente vestido con rebuscada elegancia, luciendo llamativos chalecos y corbatas. No tardó en cautivar al Gobernador Comisario, dándose a conocer con el título y modales de calavera de buena familia, sometido a expiación por desvaríos amorosos, y a esto debió mayor prestigio y metimiento en la buena sociedad papeetana, compuesta del Comisario francés Conde de Roncière, del Ordenador de la Marina, del Cónsul inglés, y de media docena de comerciantes ingleses y americanos. De esta sociedad le fue muy fácil subir el único escalón que le faltaba para llegar al Real Palacio. La aspiración del francés se vio pronto satisfecha, y tuvo el honor de ser recibido y obsequiado por Su Majestad canaca, de quien mereció tan exquisitos agasajos, que sólo podía referirlos bajo palabra de secreto a los amigos de mayor confianza.

Solía el buen Ansúrez acompañarle a tierra; pero en las primeras calles de Papeeté se separaban, pues era el celtíbero más gustoso del libre campo que de la ciudad. En los espectáculos de la silvestre Naturaleza espaciaba sus melancolías, y el trato del pueblo sencillo y afable le resarcía de la desolación de su árida existencia sin afectos. Por las noches, de regreso a bordo, contábale Fenelón sus particulares sucesos del día, y el inocente Ansúrez se lo tragaba todo con crédula voracidad. «Hoy -decía el francés-, me ha dado Pomaré un rato malísimo... Es en extremo celosa... Figúrate que paseando solos, vimos pasar una canaca lindísima: yo la miré... no hice más que mirarla... Pomaré furibunda... creí que me arañaba... Hermosa y terrible es la mujer apasionada; yo adoro la pasión; pero la pasión salvaje puede ponerte, por ejemplo, entre las garras de una leona, y esto descompone un poco las más bellas aventuras». Otro día contaba incidentes más gratos: «Hoy me ha dicho Pomaré que no se separará de mí. Pretende que me quede en Otaiti de director de las Reales Máquinas... que son una lanchita de vapor, varios relojes y cajas de música, y un aparato por el estilo de lo que llamáis Tío vivo, para solazarse en el jardín...». Y alguna vez no faltaban regias gacetillas: «Hoy se ha puesto tan pesado ese gandul de Arii Faité, que he tenido que darle veinte francos para que fuese a emborracharse, mi palabra... Con unos gritos de la Reina y un empujón mío le echamos a la calle... Yo leo el pensamiento de Pomaré... Si Arii Faité reventara de delirium tremens, ya sé yo quién ocuparía su lugar en el trono».

La oficialidad apenas tenía tiempo para acudir a tantas invitaciones y festejos. En la casa del Comisario, Conde de Roncière, y en las del Cónsul inglés y de los opulentos ingleses Brander y Hort, menudeaban los banquetes, las soirées, asaltos, meriendas y conciertos. Para corresponder a tan amables agasajos, determinó el Comandante de la División dar un baile a bordo de la Numancia, y al punto se puso mano en los preparativos de la fiesta. Destinado el Alcázar a salón de baile, se le adornó con vaporosas gasas, percalinas vistosas y terciopelos ricos, añadiendo a los trapos las galas de la Naturaleza que mayormente habían de contribuir al bello conjunto, el ramaje verde, las palmas y palmitos, y profusión de flores de tropical fragancia y hermosura. Completaron el ornamento los pabellones y trofeos de guerra y mar, las banderas de Otaiti, Francia y España en fraternal enlace y combinación. La batería fue convertida en comedor para la espléndida cena, la toldilla de popa en salón de juego y descanso, y las cámaras de los Jefes en tocador para las señoras. La última mano de esta obra suntuaria fue un soberbio plan de iluminación interna y externa del barco. ¿Qué faltaba? Orquesta o banda militar. Como nada de esto tenía la fragata, se acudió al remedio de un piano traído de Papeeté.

Con tantas previsiones y el esmero en cuidar del conjunto y perfiles, resultó el baile tan original como fastuoso. En la fantástica nave, Marte y Neptuno se dieron cita con Venus, que llevaba de la mano a Terpsícore, tras de la cual entró también Baco, representado en la crasa persona augusta del Rey o Príncipe (que de ambos modos se le llamaba) Arii Faité. Concurrió toda la aristocracia europea y canaca, las hermosas señoras y señoritas de las familias francesas y británicas, las princesas reales Aimatá y Borabora, y por último, Su Majestad Pomaré IV, para la cual se arregló una espléndida falúa. Está de más decir que la Reina de Otaiti y sus damas, vestidas a la europea con huecos miriñaques, ostentando además cuantos faralaes y ringorrangos imponía la moda, dieron a la fiesta su mayor grandeza y hermosura. Amabilísima estuvo Su Majestad con todos, mostrando en su exquisito trato la dignidad afable de los soberanos europeos. Era una excelente Reina, un poco fondona ya, en el ocaso de su belleza morenita. Hablaba un francés aplatanado y ceceoso que hacía mucha gracia... Honró Arii Faité la cena, repitiendo cuatro veces de todos los manjares suculentos, y tanto él como el anciano Príncipe Paraitá, que había sido Regente en la menor edad de Pomaré IV, no se contuvieron en las libaciones alegres y copiosas. Al Rey consorte le retiró Fenelón oportunamente, llevándole a la falúa poco menos que a rastras. No se pudo hacer lo mismo con el respetable Paraitá, que desplegó hasta el amanecer su elocuencia en diferentes tonos, desde el sentimental al heroico. Discursos y brindis sin fin pronunció, primero en pie sobre las mesas, al fin debajo de ellas. El baile terminó con la noche. A la luz del alba se retiraron los invitados, tras de la Reina vagorosa, indo-europea y fantástica. Aquella fiesta entre civilizada y salvaje fue el último ensueño de los españoles en el Paraíso de Otaiti.