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La vuelta al mundo en la Numancia/XXX

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XXX

De las delicias de la isla, llamada con razón Cuna de Venus, se ausentaron los españoles con vivo desconsuelo. ¿Cuándo y dónde encontrarían un oasis, un paraíso semejante? El día de la salida, dijo Fenelón a su amigo Ansúrez: «No subo a cubierta; no quiero que me vean los espías de Pomaré. Me voy a escondidas... Prometí quedarme de director de las Reales Máquinas... Los ruegos, el llanto de Pomaré, me arrancaron una promesa que no puedo cumplir, mi palabra de honor...». De las inauditas hazañas amorosas que contó a su amigo, dedujo este que habían sucumbido a los encantos del francés la Reina y todas sus damas, no pocas señoritas de las colonias inglesa y francesa, y dos tercios o poco menos del sexo femenino de clase popular... Todo se lo creía el buen Ansúrez, que se hallaba en un estado psicológico propicio a la ingestión de mentiras. Sus facultades pendían de la esperanza de encontrar en Filipinas cartas de Mendaro y de Mara... Pero Dios había dejado de su mano al pobre celtíbero, porque la Numancia llegó a Manila después de un viaje de mil leguas, y en todo el mes que allí permaneció, no parecieron cartas, ni de ninguna parte llegaron noticias. Grande es el mundo, y en recorrerlo y darle la vuelta agota el hombre toda su paciencia; mas la de Ansúrez era un filón sin término, yacente en un profundo pozo. Cuando a sacar paciencia se ponía, sacaba esperanza. Si en Filipinas no habían parecido las cartas, en Java parecerían...

Pues llegaron a Batavia, capital de la bien regida colonia holandesa, y nada dijo el correo, por más que Ansúrez con maniática pesadez diariamente le interrogaba... ¡A la mar otra vez! Y la paciencia y la esperanza unidas se tragaron mil ochocientas leguas mal contadas entre Java y El Cabo, sin que tampoco en aquella extremidad procelosa del continente africano se encontrase ningún papel venido del Perú. Lo extraño era que Ansúrez alimentaba sin ningún fundamento la ilusión postal, pues no había dicho a Mendaro que escribiese a las más excéntricas regiones del globo.

¡Ánimo, y venga del fondo del pozo más paciencia, venga más esperanza! Ya estaban, como si dijéramos, a la puerta de casa, pues ¿qué suponían diez mil leguas después de lo que habían andado desde que salieron de Cádiz el 4 de Febrero de 1865? Al mar otra vez, Numancia, y no te arredres. Si cartas no hubo en Manila, ni en Batavia, ni en El Cabo, las habría en Río Janeiro... La distancia no era gran cosa: un agradable paseo de mil doscientas leguas mal contadas... Sucedió que al término de esta luenga travesía quedaron igualmente fallidas las esperanzas, aunque no agotada la paciencia que del hondísimo pozo sacaba el hombre desconsolado. ¿Pero en qué estaba Dios pensando? «Como lleguemos a Cádiz -se decía Ansúrez-, y no encuentre allí la escritura de mi hija, juro a Dios que no habrá quien me saque del ateísmo...». Lo que en Río hallaron fue el Cólera, amén de otras calamidades, entre ellas el peligro en que estuvo la Numancia de volver a Montevideo. Pero todo se arregló, y al fin la blindada salió para Cádiz con lento andar y resuello fatigoso, como caballero que a su castillo vuelve rendido del peso de sus armas. Del mismo modo Ansúrez se quebrantó de la fortaleza espiritual que le había sostenido en el viaje de regreso, y si no se le agotó el pozo de la paciencia, ya sacaba de él tan sólo heces turbias y corrompidas. A ratos no más le asistía la esperanza, y paralelamente a este descenso moral, se iba marcando en su constitución hercúlea la dolorosa ruina.

Al pasar la línea ecuatorial, sintió como un terror que a su nostalgia se unía, haciéndola más negra y pavorosa... Navegando hacia San Vicente, todos los afectos secundarios que endulzaban su existencia se debilitaban gradualmente, hasta llegar a extinguirse. A unos amigos apartó de su corazón con indiferencia, a otros con aborrecimiento... Y más allá de Puerto Grande, la ruina física y moral del buen celtíbero se cristalizó en un estado neurótico agudo, con depresión considerable de fuerzas que le obligó a encerrarse en la enfermería. A duras penas podía pasar algún alimento; repugnaba la compañía de los que fueron sus amigos... A la altura de las Islas Canarias, su pensamiento se descomponía en imágenes y ensueños, que se manifestaban sobre un fondo de blancura opalina. Soñó que, arrebatado de este mundo por la muerte, tomaba la vía del Cielo, donde creía se le deparaba su perdurable residencia. Pero en el Cielo no quisieron admitirle... Íbase luego caminito del Infierno, donde sin ninguna explicación le dieron con la puerta en los hocicos. «Pues no estoy poco tonto -decía-; a donde tengo que ir es al Purgatorio». Hacia allá tiraba, y le acontecía lo propio que en el Cielo y el Infierno: que ni por un Dios querían admitirle. Bien claro estaba que en el Limbo le tenían preparado su descanso. Pues, señor, en aquel lugar bobo encontraba la misma repulsa. «¡Ajo! -clamaba el hombre con desesperación en medio del espacio-. ¿Dónde meto yo mi pobre alma?».

Soñó esto muchas veces, en igual forma que aquí se cuenta. Añadíase luego al sueño descrito este otro no menos extravagante: Hallándose el alma de Ansúrez en medio del espacio sin saber dónde meterse, se le presentaba un fantasma de rostro macilento y plano, muy parecido al de Binondo, y le decía: «¿No me conoces? Soy el Ateísmo. Dame la mano; ven conmigo, y yo te llevaré a mi asilo de eterno descanso». No se determinaba Diego a seguir al fantasma. Solo en medio del vago espacio, sentía inmenso frío... creía ver a un ángel que a soplos iba apagando todas las estrellas.