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La vuelta al mundo en la Numancia/XXXI

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XXXI

Un día antes de llegar a Cádiz, dio Binondo al Oficial de mar esta enfadosa tabarra: «Sabrás, Diego querido, que en cuanto yo ponga el pie en tierra, me voy derecho a la casa de los santísimos Padres Franciscanos de las Misiones de África. Llegar y pedir al reverendo Prior que me admita de lego, será todo uno. Recibiré la santa instrucción frailesca, y acabaré mis días en la paz y santidad de la Orden seráfica, que me abrirá de par en par las puertas de la Gloria... Imítame, Diego; tómame por modelo, ya que no tienes familia ni nadie que mire por ti; decídete, y serás conmigo en el Paraíso». Nada le contestó Ansúrez: las ideas se le dispersaban, y las palabras no afluían a su boca.

Un día más. Ya estaban a la vista de Cádiz, cuando Fenelón fue a buscarle a la enfermería, y casi a viva fuerza le subió a cubierta para que participara del general regocijo, y viese el espectáculo sorprendente de la ciudad que sobre las aguas aparecía como ringlera de diamantes montados en plata. A medida que avanzaba la embarcación, los diamantes eran casas y torres, aquellas con cristales, estas con cimera de azulejos, en cuyas superficies jugueteaban los rayos del sol... ¡Cádiz! Para gran parte de los tripulantes de la Numancia era el hogar, el nido donde piaban la pájara y los polluelos... La emoción a todos embargaba, demudando el color de sus rostros y cortándoles el aliento... Pasadas las Puercas, se mandó empavesar... Los barcos fondeados en la bahía echaron al viento todas sus banderas. Acudieron multitud de lanchas y botes. La Numancia acortó el paso como el festejado viajero que, recibido por entusiasta gentío, tiene que apretar infinidad de manos y contestar a innúmeras salutaciones. Del mar circundante subía un clamor estruendoso de vítores; de la borda del barco descendía lluvia de voces alegres y de alaridos roncos. Empezó al instante, en forma de tiroteo nutrido entre la fragata y las embarcaciones menores, el reconocimiento y saludo de parientes. Sonaban en el aire como graneado fuego los nombres de padre, hijo, hermano... En medio de esta algazara, subió la Sanidad a bordo. ¡Oh rigor de una ley inhumana! Como la fragata venía de Río Janeiro, no hubo más remedio que imponerle cuarentena. La multitud de dentro y fuera del barco chisporroteó como las ascuas de un brasero cuando se vacía sobre ellas un jarro de agua.

En esto, Sacristá se acercó al buen Ansúrez que en la borda estaba mirando a los botes, sin ver nada en ellos, y echándole un brazo por encima del hombro, vertió en su oído este chorro de fuego: «Diego, ahí la tienes... ¿ves aquel bote que ahora se acerca por la popa de la falúa de Sanidad?... En él viene tu hija Mara: fíjate, majadero... Ahora está el bote abarloado con la lancha de Pepe... ¡Eh, dejad paso a ese bote!... Si no lo ves, es que te has quedado ciego».

Ciego estaba el hombre; pero no de ceguera propiamente dicha, sino de emoción, de algo más que emoción, de una turbulentísima sacudida y revuelo de su alma que quería salírsele por los ojos. El bote avanzó con dificultad por entre la escuadrilla de embarcaciones. En él venía, en pie, una mujer arrogantísima que en su mano agitaba un pañuelo... Tan pronto hacía señas con el blanco lienzo, tan pronto se lo llevaba a los ojos... «Es Mara -dijo Ansúrez con una voz tan baja que sólo pudo escucharla el cuello de su camisa-. Ella es; pero no verdadera, sino fi... sino figurada, como fan... como fantasma...». «Mara -gritó Sacristá-, aquí tienes a tu papaíto asustado de verte. Está bueno, aunque no lo parezca. Padece mal de tu ausencia... Acércate más; que te vea bien». Mara tenía un nudo en la garganta, y de sus labios no quería salir ninguna voz. Por fin, Ansúrez la reconoció por su hija corpórea y no fantástica. Pasaron segundos, y reconoció también a Belisario, que se puso en pie para saludarle con esta sencilla y familiar fórmula: «Diego, ¿qué tal? ¿Buen viaje?». El celtíbero recobró su aliento, y en el primer suspiro que lanzó se escaparon de su cuerpo todas las complejas enfermedades que traía. Estalló un vivo y cortado diálogo.

«Yo bueno... cansado no más de viaje tan largo. ¿Habéis venido por Panamá?».

-Sí, padre... Hace tres meses que estamos aquí esperándole a usted.

-Yo esperaba encontrar cartas, no vuestras personas.

-Escribimos a usted diez cartas -dijo Belisario.

-Y las mandamos a puntos diferentes, padre: una a las islas Marquesas, otra a Manila.

-Otra fue mandada a Zanzíbar, otra a Santa Elena, y qué sé yo... Cartas fueron a medio mundo.

-¿Os ha visto Mendaro?

-Sí: por él supimos que volvía usted a España. Nosotros pensábamos venir acá. Hemos anticipado el viaje.

-¿Y tu niño, Mara...?

-Está bueno... Verá usted qué gracioso... Ya le quiere a usted sin conocerle.

-¡Pues no le quiero yo poco!... Mara,¿vendréis a verme, desde un bote, mientras dure la cuarentena?

Afirmó Belisario que irían a visitarle diariamente. La cuarentena no sería larga, pues no tenían a bordo ningún caso de cólera... Mara se sentó. Sosegados los tres, hablaron largo rato de cosas pasadas y presentes; y en el curso de la entrañable conversación, repitió el celtíbero más de una vez este sagaz concepto: «Lo que yo he visto y aprendido es que cuando a uno se le pierde el alma, tiene que dar la vuelta al mundo para encontrarla».


FIN DE LA VUELTA AL MUNDO EN LA NUMANCIA


Madrid, Enero-Febrero-Marzo de 1906.