Las Maravillas Del Cielo/I

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​Las Maravillas Del Cielo​ de Roque Gálvez y Encinar
Capítulo I.


LAS MARAVILLAS DEL CIELO.


CAPÍTULO PRIMERO.



En una hermosa y serena noche del mes de Julio, paseaban por la playa de una linda ciudad del Norte de España dos niños, Adela y Luis, y un caballero de aspecto respetable y edad madura, que les dirigía la palabra y á quien escuchaban con gran atención é interés. Llamábase aquel señor D. Alberto de Velasco, y era tío de los dos hermanitos á quienes acompañaba en aquellos momentos. Hombre tan modesto como sabio, había alcanzado en España, y principalmente en el extranjero, alta reputación de matemático y astrónomo; sus obras, muy estimadas por los hombres de ciencia, le habían hecho ganar un puesto distinguido en el mundo del estudio; pero siempre había rehusado formar parte de corporaciones oficiales, pues amaba el saber por el saber, y además: tenía una más que regular fortuna, que le permitía vivir con entera independencia. Pasaba en el extranjero largas temporadas, y había visitado los mejores observatorios astronómicos del mundo, estando, á la sazón, agregado al de París, dotado del material suficiente para que una persona aplicada pudiese estudiar con verdadero fruto. La circunstancia de tener un hijo que se dedicaba con entusiasmo y lucimiento á la Medicina, y que deseaba ejercer en España esta noble profesión, le hizo volver á su país, y hubo de hospedarse en la linda casa que su hermano, abogado de profesión, habitaba en la capital de una de las más risueñas provincias del Cantábrico.

Queríanse entrañablemente D. Alberto y su hermano, y fué para uno y otro gran dicha volverse á ver después de larga ausencia. Si se añade á esto que Lázaro, el hijo de D. Alberto, simpatizó mucho con sus primitos Adela y Luis, á los que llevaba ocho ó diez años y á los que dio muy curiosas lecciones sobre las maravillas que en el mundo de lo invisible nos ha revelado el microscopio, y se tiene en cuenta también que, así estos jóvenes, como sus padres, eran de una educación esmerada y de un carácter apacible y dulce, fácilmente se comprenderá cuan agradable temporada pasaría aquella familia. El joven médico hubo de marchar á Madrid para dar validez académica en España á los últimos estudios que había hecho en el extranjero, y así Adela, juiciosa niña de once años, como Luis, que contaba trece y era sumamente aplicado, echaron muy de menos á su primo y lamentaron mucho su forzada ausencia. Propúsose entonces D. Alberto llenar cerca de sus sobrinitos el papel de profesor ameno y cariñoso que su hijo había desempeñado por algunos días, y resolvió darles algunas conferencias acerca de la ciencia astronómica, á que había consagrado todos los esfuerzos de su inteligencia desde que era aún muy joven. No se le ocultó que la tarea distaba de ser llana, porque no es lo mismo disertar ante sabios ó hacer exposición doctrinal desde una cátedra, que explicar un ramo del saber humano á niños de modo que lo comprendan y no se fastidien; pero contó con el buen deseo que sentía y con la afición que sus sobrinos mostraban al estudio. Como, por otra parte, no se proponía explicarles cuestiones abstrusas ó complicadas, sino generalidades fáciles de ser entendidas, todo se reducía á acomodar en lo posible su lenguaje á las condiciones de su pequeño auditorio, y dirigirse más bien á la imaginación, siempre viva en los niños, que á la razón fría y severa, propia sólo de las personas que han llegado á la mayor edad. Con arreglo, pues, á estas consideraciones, comenzó D. Alberto sus conferencias en la forma que indican las lecciones sucesivas.