Las Maravillas Del Cielo/II

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Las Maravillas Del Cielo
de Roque Gálvez y Encinar
Capítulo II.



CAPÍTULO II.


—Nada hay, queridos niños, más hermoso que el espectáculo que ofrece el firmamento en una noche despejada y serena. La viva y espléndida claridad del día es, sin duda, muy bella; pero en él la luz de un astro ofusca la de todos los demás, mientras en la noche se ven brillar miles de luceros, cuyo resplandor, en vez de fatigar la vista, la impresiona dulcemente; no fulgura un sol único, sino un ejército de soles, y la mirada encuentra por todas partes grupos de hermosas estrellas, que parecen antorchas encendidas en la profundidad del infinito, ó flores luminosas que no se apagan jamás y que alumbran mágicamente la azul extensión del cielo. Bien ha podido decir un poeta que la noche es el estado" natural del universo, pues lo que llamamos el día no es otra cosa que la aproximación á una estrella que, por su cercanía, inunda nuestro globo en oleadas de luz.

Se ha dicho, con más ingenio que propiedad, que el azulado firmamento que nos circunda, y á que con tanta complacencia dirigimos nuestros ojos, ni es cielo, ni es azul, y añadía el autor de esta frase: «¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!» Pues bien: esa belleza no es una ilusión; el cielo existe, y no solamente existe, sino que lo abarca y rodea todo, y los mundos flotan en su inmenso seno como los infusorios fosforecentes entre el oleaje del mar. Un sol, por grande que sea, no es, en comparación del firmamento, sino un grano de arena perdido en la inmensidad.

Está rodeado el mundo que habitamos de una envoltura gaseosa, constituída por el aire que respiran nuestros pulmones y que vivifica nuestra sangre. Esa envoltura gaseosa recibe el nombre de atmósfera, y circunda nuestro globo, presentando un espesor ó altura que algunos limitan á 80 kilómetros, mientras otros lo hacen subir nada menos que á 10.000. En ambas opiniones hay manifiesta exageración; pero no cabe duda de que la atmósfera es mucho más elevada de lo que se ha venido creyendo hasta hace algunos años. Ahora bien: esa atmósfera, á través de la cual vemos el Sol, la Luna y las estrellas, no es el cielo, sino que forma parte de la tierra que habitamos; pero es, por decirlo así, la antesala del cielo, pues cualquiera que sea su elevación, siempre resulta que su última capa está en contacto directo con la extensión infinita en que giran los astros.

Aspecto del cielo en una noche serena.
En cuanto al color azul que la atmósfera presenta, se sabe que procede de la descomposición que experimenta la luz al ser reflejada por el vapor de agua, que se halla siempre en gran cantidad en el aire. Los colores de todos los cuerpos obedecen á causas parecidas, esto es, á la especial

agrupación y disposición de sus moléculas, en virtud de la cual absorben ciertos rayos luminosos y reflejan otro ú otros; de modo que negar el azul del cielo porque se deba á un reflejo de la luz, es lo mismo que negar los colores de todas las cosas.

Los antiguos confundían la atmósfera con el cielo, y creían que las estrellas estaban fijas en una especie de bóveda de cristal, como lámparas alimentadas por un fuego inextinguible. La ciencia ha desvanecido esta ilusión, como otras muchas; pero ¿debemos sentirlo? No, porque todas las bellezas imaginadas por el hombre distan de ser tan perfectas como la realidad. En vano creará la fantasía paraísos deliciosos; una flor natural vale más que todas las combinaciones vistosas de terciopelo, seda y papel pintado que, imitándola, puedan confeccionarse en los talleres. Los antiguos desconocían la forma y las dimensiones de nuestro planeta, y forjaron una porción de teorías extrañas para suplir ese desconocimiento: pues bien; todas esas ficciones han resultado mezquinas, comparadas con la realidad. En la astronomía es donde más se observa esta desproporción entre lo soñado y lo cierto. Tendríamos ocupación para muchos días si hubiera de expresaros las principales hipótesis que se han forjado en otros tiempos para explicar la naturaleza y relaciones de los astros, ya suponiendo que la Tierra era el centro del universo, y que el Sol, la Luna y las estrellas giraban á su alrededor, ya dando por cierta la existencia de siete cielos, colocados, como pensaban los árabes, uno sobre otro, y llenos de jardines y palacios; ya, en fin, sosteniendo con mucha seriedad que el Sol y la Luna eran poco mayores que naranjas y estaban creados única y exclusivamente para nuestra comodidad y recreo.

No prestéis nunca atención á los que os hablen mal de la realidad y os ensalcen las ilusiones que forja nuestra fantasía como superiores á todo lo que existe. Os halláis en una edad en que se tiene propensión á acoger como buenas dulces mentiras y á mirar con ceñudos ojos la verdad, que puede ser seria muchas veces y triste algunas, pero nunca es mala. Creed, hijos míos, á quien está ya cerca de ser anciano y tiene alguna experiencia; no hay belleza posible fuera de la verdad; el que da rienda suelta á su imaginación, está más expuesto á caer en lo grotesco que á remontarse á lo sublime, y el que tacha de imperfecto el mundo suponiendo que él lo haría mejor, está muy cerca de ser blasfemo, pues olvida que á la sabiduría y á la voluntad de Dios se debe todo cuanto existe.

He creído necesario haceros estas reflexiones porque algunas de las cosas que he de explicaros son tan opuestas á las ideas que sobre el firmamento y los astros se forjan los niños y en general todas las personas que se atienen sólo al testimonio de los sentidos, que vuestra primera impresión será de sorpresa y quizá alguna vez de disgusto, pues siempre es doloroso renunciar á las preocupaciones cuando han llegado á arraigarse en el espíritu. Tened en cuenta que al abandonar un error, por grato que parezca, y al adquirir el conocimiento de una verdad, salís siempre ganando en el cambio. Después de la primera impresión penosa viene la reflexión, y se llega á comprender que la antigua ilusión perdida era mucho menos bella de lo que creíamos.

Cuando oímos decir que la Tierra no está, quieta, ni es plana, ni constituye el centro del universo, sino que, por el contrario, es un astro apagado y redondo, mucho más pequeño que la mayor parte de los que vemos en la extensión celeste, y que además gira en derredor del Sol, ó como si dijéramos, forma parte de su escolta, parece como que nos sentimos humillados y empequeñecidos. Nos gustaba más la idea de que éramos los únicos seres racionales del universo, y de que el mundo que nos sirve de habitación era, no sólo el mejor de todos, sino el centro de todo lo creado. Pero esa impresión penosa no tiene fundamento serio; se reduce á una herida en la vanidad. Después viene la reflexión, y no podemos menos de confesarnos que el cielo, tal como nos lo revela la ciencia, poblado de mundos mucho mayores y más bellos que nuestro globo, es harto más grandioso y más sublime que el ideado antes por nuestra orgullosa fantasía. Al desengaño sigue bien pronto un sentimiento de admiración por la sabiduría y la grandeza del Creador de todo, que si nos ha dado una imaginación capaz de concebir ideas hermosas, ha hecho que la realidad deje muy atrás, por su magnificencia, á todos nuestros sueños y delirios.

Me he entretenido mucho en estas digresiones, y creo llegado el momento de que regresemos á casa, pues quizá vuestros padres estarán inquietos. Desde mañana entraré en materia y os agradeceré que me hagáis preguntas acerca de todos los puntos dudosos que encontréis en lo que os explique, pues así tendremos verdaderas conferencias. El respeto no debe confundirse nunca con el temor, y yo deseo que me habléis con la mayor confianza exponiéndome vuestras dudas y reparos.

Dicho esto, dieron la vuelta hacia casa, entreteniendo el camino en hacer consideraciones sobro lo explicado, y reunida ya la familia, conversaron todos agradablemente hasta que llego la hora de entregarse al descanso.