Las cortinas
No lo puedo remediar, no está en mi mano, como dicen las viejas; pero la risa me retoza en el cuerpo cuando palpo costumbres que, no por rancias sino por ridículas, debían proscribirse de esta capital, emporio de la civilización peruana.
Y ya que en Domingo de Cuasimodo no tiene el diablo permiso para dar un verde por el mundo, bien puedo echar una cana al aire pidiéndole á mi péñola un artículo de carácter entre religioso y humorístico.
Y no digan que soy como aquel pícaro santero que pedía limosna para una estampa de Jesús Nazareno, y que después de hacer buena colecta de reales entre los devotos, sacaba una baraja y le decía al buen Jesús:
—En la cara te conozco que tú quieres que echemos una partidita de treintaiuna. ¿A cómo va á ser el juego? ¿A peseta? Bueno, como, tú quieras. Te doy cartas: un seis de oros, un tres de copas y una sota de espadas. ¡Hombre! tienes diecinueve. ¿Pides carta? Claro está... ¡Zas! El caballo de bastos. ¿Te plantas? Buen punto es veintinueve. Ahora me toca á mí. Seis de bastos, cinco de oros y caballo de copas. Pido carta. Rey de espadas. Hombre ¡qué casualidad! Treintaiuna.
Y de partida en partida concluía por ganarle al Cristo toda la colecta, diciéndole para mayor burla:—A ver si escarmientas, y te dejas de vicios que no son para ti.
Eso de adornar puertas y balcones con cortinas, cuando ha de pasar procesión por una calle, es costumbre que... ¡vamos! se me atraganta é indigesta.
Convengo en que se gaste el oro y el moro para levantar arcos triunfales, bajo los cuales deba pasar el Santísimo. En ello hay lujo y arte, á la vez que el sentimiento religioso paga tributo á la divinidad.
Nada digo de alfombrar las calles con flores, con tapices de los gobelinos, ó con barras de plata; como diz que se vió en los bienaventurados tiempos del virrey conde de Lemus. Eso revela opulencia, y bien se puede echar la casa por la ventana para dar lucimiento á la procesión.
Santo y bueno que nubes de incienso encapoten la atmósfera y nos asfixien; y hasta tolero que un cohete de arranque deje tuerto á un sacristán ó monaguillo.
Encintar las calles y hacer que flameen en ellas banderitas de madapolán ó de papel picado, tiene siquiera su lado pastoril y patriarcal, capaz de inspirar églogas é idilios á vates que yo me sé.
Pero con las cortinas, ya lo he dicho, no transijo, aunque me aspen como á san Bartolomé ó achicharren como á san Lorenzo.
En la época colonial, ciertas casas aristocráticas de Lima ostentaban cortinaje de terciopelo de Flandes recamado de oro. Pero ya se sabía que este adorno no tenía otro uso y que, concluída la fiesta, se guardaba hasta la inmediata. No es, pues, esta cortina la de mi crítica.
Conforme fuimos avanzando camino en la vida democrática, discurrimos que siendo Dios el primero de los republicanos (por mucho que el catecismo lo llame Rey, y no Presidente, de cielos y tierra) le cuadraban mal resabios y humillos aristocráticos, que eso y no otra cosa significaban los cortinajes ad hoc de terciopelo y brocato.
Y pensado y hecho, sin otra discusión, pobres y ricos, sacaron á lucir colchas y sobrecamas, más ó menos historiadas. Y cata resuelto el gran problema de la igualdad social.
La sola palabra cortina nos trae á las mientes algo de encubridora ó tapadora; pues no á humo de pajas, sino con mucho retintín, dicen las limeñas esta frase:—Niña, yo no soy cortina de nadie.—Y corte ested el vuelo á la imaginación que se siente asaltada por un tropel de pensamientos pecaminosos.
Dóime de calabazadas por explicarme el simbolismo de las cortinas como signo externo de devoción, y en puridad de verdad que, mientras más luz busco, más se me obscurece el horizonte. Será (y es lo seguro) que soy un gaznápiro y no sé de la misa la media.
Pero no me digan que colchas y sobrecamas, siquiera sean de crochet ó de raso de China, son muestra de cristiano respeto: porque á esa chilindrina respondo muy suelto de huesos, que la prenda precisamente es de lo más irrespetuoso que cabe, porque trae consigo recuerdos de dormitorio que no siempre son pulcros ni castos. Mía la cuenta si hay algo de más prosaico y churrigueresco.
Y prueba de esta verdad es que, un minuto después de pasada la procesión, las cortinas han desaparecido, como por encanto, y vuelto á la habitación de donde nunca debieron haber salido. Sin darse cuenta de ello, instintivamente, conoce la dueña de una casa que esa prenda ha estado fuera de su sitio y destino.
Prendas hay que no se hicieron para lucidas como cara de buena moza pegada á cuerpo de sílfide. En la última procesión, vimos cortinas tan abigarradas y zurcidas que, á gritos, se quejaban de que las hubiesen sacado á vergüenza pública, haciéndolas comidilla de epigramas y murmuraciones.
Francamente, que en buena ordenanza municipal debería empezarse decretando la jubilación ó cesantía de cortinas valetudinarias, para concluír más tarde en la abolición del adorno, que maldito si adorna, y que hace tanta falta en las procesiones como los gatos en misa.
A Dios lo que es digno de Dios... y á la cama la sobrecama.