Las cuitas de Werther/Libro segundo

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LIBRO SEGUNDO

20 de octubre de 1771.

Ayer llegamos. El Embajador se halla indispuesto, y se mantendrá algunos días de recogimiento. Con tal que no sea desatento, corriente. Voy, voy viendo que el destino me avasalla con arduos trances. Buen ánimo, sin embargo. Un temple apacible da vado a todo. ¡Temple apacible! Me mueve a risa el ver esa palabrilla salida de mi pluma. Un asomo de sangre sosegada me haría el viviente más bienaventurado del orbe. ¿Cómo? Al paso que otros, con sus escasillos alcances fachendean ufanísimos, ¿desconfio de mis facultades y mis prendas? ¡Dios mío!, ya que me favoreces con tales finezas, ¿por qué me despojas de la mitad y las repones en presunción y complacencia?

Paciencia y más paciencia; todo se irá mejorando. Te protesto que tienes mil razones, querido mio. Al engolf de continuo entre las gentes, y al cómo obran, cómo se entrometen, estoy más bien hallado conmigo. A la verdad, somos tan propensos a compararnos con todo, y a comparar todo con nuestro ser, que la dicha o la desventura estriban en los objetos con que nos enlazamos, y, por tanto, la soledad es de suyo expuestisima. Nuestra imaginación, propensa por naturaleza a remontarse, fomentada por los retablos fantásticos de la poesia, se fragua allá una jerarquía de esencias, siendo los infimos nosotros, y todo nos deslumbra como peregrino y consumado respecto a nuestra pequeñez, y esto es naturalisimo. Estamos palpando a menudo tantas carencias de cuanto vemos en poder ajeno, que brindamos, en cambio, con todo lo nuestro, con cierta complacencia ideal, y así la suma felicidad de los demás viene a ser parto nuestro.

Al contrario; si en medio de nuestras flaquezas y afanes, nos dedicamos en derechura a una empresa, con nuestras pausas y sesgos, resulta luego que nos aventajamos a cuantos navegan a vela y remo, y entonces se patentiza el poderío del individuo que toma la delantera a los demás.

26 de noviembre.

Empiezo a hallarme hasta cierto punto tolerablemente. Lo mejor es que abunda el quehacer, y con él, las gentes, cuyas figuras nuevas y variadas vienen a formar un teatrito vistoso para mi espiritu.

He venido a conocer al conde de C..., sujeto a quien debo venerar más por cada día; sujeto capacísimo, y no por esto menos afectuoso; antes, por los muchos objetos que abarca, se explaya su disposición para la intimidad y el cariño. Se interesó por mi desde que despaché con él un negocillo, y a las primeras palabras se hizo cargo de que nos entendiamos, y que podía explicarse conmigo cual no con todos. Celebraré hasta lo sumo su franqueza conmigo, por cuanto el júbilo más entrañable que cabe, es ver un corazón magnánimo, que se pone de manifiesto.

24 de diciembre.

El Embajador me da tantisimo enfado como me habia previsto; es el majadero más quisquilloso que se vió jamás. Meticuloso y detallista, todo lo desmenuza como una tía, y siempre desavenido consigo mismo, mal puede avenirse con los demás. Tengo mis despachaderas, y como sale la obra, asi queda; pero allí está él en acecho para devolverme el borrador y decirme: Está corriente, pero déle usted un repaso, y hallará expresiones más adecuadas y alguna particulilla más airosa.> Y yo me doy a todos los diablos. Nada de enlaces ni de conjunciones, y es enemigo mortal de toda inversión, aunque me salga de suyo. En no estando las cláusulas entonadas a su sonsonete, traido de los cabellos, ya no le caben en los cascos. Es un martirio el tener que habérselas con tales entes.

Hasta ahora la confianza con el conde C... es mi único resarcimiento. Dijome últimamente con muchas veras lo infinito que le incomodaban las pesadeces y nimiedades del Embajador. «Hay gentes puestas en atormentarse a sí mismas y a los demás; pero— dijo—es forzoso conformarse, como un viandante, cuando se le atraviesa un cerro; pues cierto que si el cerro no mediase, el camino sería más cómodo y más breve; pero él se atraviesa, y hay que tramontarlo..

Mi principal, tiene entendido que yo estoy en mejor lugar que su señoria para con el Conde; causa de enojo, que le induce a asir de la melena toda ocasión para zaherir en mi presencia al Conde; y como le contradigo cual corresponde, se agrava la indisposición. Ayer me alborotó afirmando que el Conde, en cuanto a negocios, tenía despachaderas y además escribía bien; pero que, en instrucción fundamental, escaseaba como todos los aficionados a las letras.

En esto puso un semblante como si dijese: allá va el saetazo; pero no me hizo mella, pues menosprecio a quien piensa y obra de tal modo. Sin descomedirme, le contrarresté con decorosa vehemencia. Dijele, que el Conde era sujeto apreciable por su carácter y su literatura. <A nadie—añadí—he conocido tan aventajado para explayar su entendimiento, abarcando un sinnúmero de objetos, sin que amaine su actividad para el trato general. Esto fué para él, como si le hablara en griego, y me prometi no tener que tragar más hiel con sus despropósitos.

La culpa recae sobre quien me ha enganchado para este yugo, cacareándome tanto la colocación.

¡Colocación! Si quien siembra patatas y acude al mercado por trigo no hace más que yo, quiero que me amarren por diez años más a la galera donde estoy bogando.

¡Qué charolada desdicha la de estas gentes inmundas que se están viendo de continuo; su mania de grandezas, el afán con que se acechan y fiscalizan para anteponerse un pasito en sus competencias; los arranques lastimosos y deplorables, mal encubiertos! Hay una dama, por ejemplo, que a todos habla de su nobleza y de sus haciendas, en términos de embaucar a los extraños, y es una necia que, con sus humos, de sangre azul y de heredades, sueña mil portentos; y luego, lo que enfada más, es el saber que es hija de un escribientecillo. No alcanzo el desconcierto humano, que tan torpemente se desborda.

A la verdad, amigo del alma, que por cada dia echamos de ver el desvarío de ajustar los demás a su propia medida, y como tengo tanto que hacer conmigo mismo, y es tan alborotado este pecho, dejo a los demás que sigan su camino, con tal que me dejen andar por el mio.

Lo que más me vuela, es la aciaga etiqueta de los conciudadanos. Me hago cargo, como cualquiera, de la necesidad de las jerarquias y de las ventajas que acarrean; pero que no atajen el camino por donde se me depare disfrutar algún logro, y allá cierta vislumbre de felicidades sobre la tierra. Trabé últimamente conocimiento con la señorita de B... en el paseo, de suyo amabilísima y de esclarecidas prendas, en medio de su vida empalagosa. Nos fué gustoso el coloquio, y, al despedirnos, le pedi permiso para visitarla. Se me brindó con tanto agrado, que estuve impacientísimo de que se rodease la oportunidad de verla. Es forastera y vive con una tia, cuya cara no me plugo. Le rendi mil atenciones, encaréme siempre con ella, y en una media hora, quedé enterado de lo mismo de que luego me informó la señorita, a saber: que la amada tía, en su desahuciada vejez, no tenía más arrimo, más potencias, ni más pensamiento que la jerarquía de sus antepasados, con los cuales se atrincheraba, sin más recreo que el mirar desde su encumbramiento a los rastreros plebeyos. Había sido hermosa en su mocedad; y, endiosada con su presunción, habia tenido a deporte el martirizar a algunos jovenzuelos; luego, en su madurez, había tenido que avenirse al mando de un oficial de graduación, y a tanta costa, con un mantenimiento regular, habia cargado con el Matusalén, ya difunto. Ahora se ve yertamente aislada, sin reparar en que lo estaria mucho más sin el arrimo de su preciosa sobrina.

8 de enero de 1772.

¿Qué vienen a ser los hombres cuya alma, clavada en la etiqueta, se desvela y afana años y años tras un asiento en la mesa hacia la cabecera? Y no porque dejen de llamarles otros intereses; antes redoblan su ahinco para descargarse de los enfadillos que le acarrean asuntos de la mayor entidad. La semana pasada se corrieron patines y quedó aguado el recreo.

Es un mentecato el que no ve que el lugar nada influye, y que quien ocupa el primero, por maravilla es el galán de la comedia. ¡Cuántos reyes se gobiernan por sus ministros, y cuántos ministros por sus secretarios! Y entonces, ¿cuál es el primero?

Aquel, a mi parecer, que los enseñorea a todos, y goza tal predominio sobre la caterva, que se vale de las facultades y alcances de tantos, para el cabal desempeño de sus intentos.

20 de enero.

Voy a escribirte, Carlota del alma, en la estancia de un cortijo, donde me estoy guareciendo de un aguacero furioso. Mientras yacia anidado en el destierro de D..., bajo forasteros, forasterisimos a mi corazón, no he podido disponer de un instante, y sobre todo de mi pecho, para escribirte; y al fin, en esta choza, en esta soledad, en esta estrechez, donde la nieve y el granizo a redobles se estrellan contra mi ventana, has sido tú mi primer pensamiento.

Al poner aquí el pie se me estampó esa imagen, con esos arranques, joh Carlota!, tan peregrinos, tan entrañables, ¡ay Dios mío!, el primer momento venturoso de este plazo.

Si vieses, idolatrada mía, en el raudal de mis trastornos, ¡qué vuelco el de mis potencias!, ni un instante de desahogo para mi pecho, ni una hora dichosa... nada, nada. Estoy como en una tienda de juguetes; miro gente y caballos que revolotean, y suelo preguntarme a mí mismo si será una ilusión óptica. Juego, y aun juegan conmigo a fuer de polichinela; voy a asir al vecino por el brazo de madera, y, trémulo, me retiro. Por la tarde estoy en ánimo de disfrutar la salida del sol, y me apoltrono en mi lecho; entre dia, cuento recrearme con la claridad de la luna, y permanezco en mi cuarto. Ni sé a derechas por qué me levanto y por qué me acuesto.

El alimento que vivifica mi esencia se apuró; el móvil que a deshora de la noche me tenia alborozado, volo; y el que por la madrugada me desvelaba, no asoma.

Una sola criatura de tu sexo he hallado aquí, una señorita de B..., como tú, querida Carlota, si cabe semejanza contigo. Si me tachases de cumplimentero, no andarías muy desacertada. De algún tiempo acá he parado en chusco, y no puedo ser de otro temple; soy agudo, y las damas andan diciendo que nadie sabe requebrar como yo—ni mentir, dirás tú, que es requisito cierto, como se deja entender—.

Hablo de la señorita B... Es despejada, y sus ojazos azules se enteran de todo. Su jerarquía le pesa, porque con nadie congenia. Se desentiende del bullicio, y allá ideamos largas horas con primores campesinos de acendrada dicha, y contigo. ¡Cuántas preciosas ausencias la deberás! Ya se las estás debiendo, puesto que se muestra gozosisima al oirme hablar... ya te quiere.

¡Si yo me postrase a esos pies en ese cuartito de placentera confianza, y que nuestros pequeñuelos del alma traveseasen en torno, y si alborotasen demasiado, los atraeria con un cuentecillo medroso para acallarlos!...

El sol se pone magnificamente, bañando la campiña nevada; tramontó la tempestad, y yo... tengo que enjaularme de nuevo... Adiós. ¿Se halla ahi Alberto? ¿Y en qué términos?... Perdóneme el Señor esta preguntilla.

8 de febrero.

Padecemos hace ocho días un temporal fierísimo; mas para mí es gloria. Desde que estoy acá no se ha engalanado el cielo con dia más apacible que cuando nadie me asalta y desencaja. En lloviendo, ventiscando, helando o deshelando; ¡hola!, digo para mí, no lo pasaré peor en casa que fuera, y entonces todo va de perlas. Asoma el sol con anuncios de serenidad... no puedo menos de prorrumpir: el cielo nos favorece, no faltarán visitas, ¿cómo es posible?

Mucho de saludos, risitas, recreo... todo majaderia, insensatez, bostezadero, por más que se charolen con otros dictados. Me les pondría mil veces de rodillas, para que no loqueasen así de temporal.

17 de febrero.

Me temo que el Embajador y yo vamos a descompadrar de remate, y muy pronto, por cuanto el hombre es absolutamente intolerable. Sus resabios en el despacho son tan sumamente ridículos, que no está en mi mano el dejar de contradecirle y entablar los negocios según mi método y mis alcances, aunque para él, como es de suponer, va muy a tuertas; sobre lo cual ha representado a—la Corte, y el Ministro me ha hecho una reconvención amistosa, pero, en fin, reconvención, y estaba en ánimo de pedir mi separación, cuando recibo de él una carta de intimidad (1), una carta, ante la cual, puesto de rodillas, he adorado su esclarecido y atinado entendimiento. ¡Cómo trata de moderar mi sensibilidad excesiva! ¡Cómo decanta y califica de denuedo juvenil, mis conceptos grandiosos de actividad, mi influjo para con los demás, mi arrebato en el despacho, procurando no desarraigar estos arranques, sino suavizarlos y entonarlos, para, poniéndolos en quicio, surtir un efecto poderoso! Así es que en estos ocho días me he fortalecido y concentrado en mi mismo. El sosiego del ánimo y contentamiento intimo es un logro apreciabilisimo... con tal, amigo del alma, que esta alhaja no fuese tan quebradiza como linda y costosa.

20 de febrero.

El Señor os bendiga, queridos mios, y os franquee tantos dias venturosos como a mí me faltan.

Te agradezco, Alberto, el haberme engañado. Estaba colgado del anuncio de tu desposorio venidero, y tenía dispuesto el desprender solemnemente el perfil de Carlota de la pared, a fin de sepultarlo con otros papeles. Están ustedes ahora emparejados, y el retrato permanece así. ¿Por qué no? Sé que estoy ahí entre ustedes, que por ti permanezco en salvo en el corazón de Carlota, donde ocupo el segundo (1) Por miramiento se han cercenado algunas cartas y alusiones más adelante, pues la curiosidad pública no podría descargarnos de la nota de inconsideración, en que, sin estas preocupaciones, pudiéramos incurrir.

lugar, y quiero y debo conservarlo. Sólo estando loco pudiera trascordarlo... Alberto, la aprensión sola, es para mí un infierno. Pásalo bien, Alberto; påsalo bien, ángel del cielo; pásalo bien, Carlota.

15 de marzo.

He padecido un sonrojo que, sin arbitrio, me arroja de aqui. Mis dientes rechinan, ¡qué diablura!, y a ver: ¿quién tiene la culpa, sino tú, que me espoleabas, zaherias y martirizabas, para agenciarme un destino que no me podía congeniar? Ya lo tengo, allá va... Y para que no me vengas diciendo que mis aprensiones desencajadas lo transfiguran todo, ahí tienes, mi dueño y señor, una relación lisa y sencillísima, cual un historiador pudiera delinearla.

Que el Conde de C... me aprecia y me particulariza, es muy notorio, y te lo he dicho repetidamente.

Disfruté su mesa ayer mismo, día en que, por la tarde, hubo tertulión de ambos sexos y de sangre azul, en lo cual no cai ni recapacité por cierto, que no es dado terciar por tales alturas a nosotros los subalternos. Adelante. Como con el Conde, paseamos luego por el salón, sobreviene el coronel B..., y se fué haciendo hora para la concurrencia. Dios sabe que nada se me puso por delante. Asoma la reverenda señora de S..., con su caballero esposo y su maciza y gansilla señorita, pechihundida y encotillada a los mil primores; enarcan al paso sus altaneras cejas, mirando a reojo, y como esta ralea me es de suyo tan entrañablemente contrapuesta, iba a despedirme, y estaba tan solo aguardando a que el Conde se desenzarzase de la faramalla cumplimentera, cuando entra mi señorita B... Como mi corazón se explaya siempre un tanto al verla, trato de quedarme, me coloco a su espalda, y tras un ratillo, echo de ver que me hablaba, no como solía, con soltura, sino con cierto empacho. Extrañé la novedad.

¿Si será una de la grey?, estuve pensando. Y desatinado, quise irme. Permanecí, no obstante, ya por estar propenso a sincerarla; no acababa de creerlo, esperaba de ella un agasajo, y... lo que quieras. Entretanto se fué cuajando la tertulia. El barón F..., de pontifical, con su gala de la coronación de Francisco I; el consejero áulice R..., echando el resto, y el titulado caballero S..., con su sorda consorte, etcétera; no olvidemos el mat pergeñado J..., que reviste el desfalco de sus antiguallas, mal paradas, con arrapiezos flamantes; se fué agolpando la garulla; hablé con algún conocido, y estuvieron todos muy lacónicos. Quedé enterado, y sólo hice alto en mi B... No adverti que las damas secreteaban al extremo del salón, que los hombres se arremolinaban, y que la señora de S... hablaba con el Conde (co:no me lo ha referido después la señorita B...), hasta que, al fin, el Conde, llamándome a una ventana, me dijo: «Ya está usted impuesto en nuestras peregrinas etiquetas; parece que la concurrencia ileva a mai la presencia de usted. Por mí, ni aun asomo...—V. E. habrá de perdonar; pues ya debiera yo haber caido en eso; y me consta que se me disimulará esta torpeza: queria hacer rato, despedirme, añadí, pero algún espíritu maligno me ha detenido. Y, sonriéndome, le hice mi acatamiento.

El Conde me estrechó la mano con un ahinco que lo decia todo. Fuime escurriendo pausadamente de la lustrosa concurrencia. Tomé un calesin, y me marché hacia M..., para contemplar, desde la cumbre, la puesta del sol, y leer alli, en mi Homero, el canto magnifico sobre el hospedaje del excelente mayoral, a Ulises. Con esto quedé entonado.

Acudi por la noche a cenar, y había algunos huéspedes en el comedor, quienes, para jugar al chaquete, habían recogido el mantel a una esquina de la mesa. Llegó el caballero Adelin, arrimó el sombrero, y al verme, vino flechado, y me dijo quedito:

— ¡Qué sonrojo has tenido!—¿Yo?—le dije—. El Conde te ha dado dimisorias de la tertulia. Así la llevara el diablo—insisti—. Tenía afán por respirar el ambiente libre.—Siempre es un consuelo—dijo—el tomarlo con frescura; lo que siento es que la especie anda ya volando por dondequiera... Entonces fué cuando empezó a remorderme el gusanillo.

Cuantos se iban sentando a la mesa, y me miraban, . estaba yo cavilando... éstos te clavan la vista por el asunto. La sangre se me volvia ponzoña.

No falta ahora quien, al verme entrar, se conduele, por cuanto oigo que mis émulos están en sus glorias cacareando: ahi está el hombre que se ladeaba con los más empinados, el que se finchaba tanto con sus alcances, y creia sobreponerse a todos los miramientos. Toda la consiguiente vocingleria. ¡Es para clavarse un cuchillo en el pecho! Hable quien quiera de tesón; vamos a ver cómo aguanta que la pilleria ande maldiciendo, considerándose en lugar preeminente. Cuando las hablillas son infundadascualquiera se hace el desentendido.

16 de marzo.

Todo me acosa. Me encuentro hoy con la señorita B... en la alameda; no puedo menos de hablarla, y de manifestarle, apenas se desvian las gentes, mi pesar, por su extrañeza consabida. «¡Oh Werther!—me dice con acento entrañable.—¿Conociendo mi corazón, puede usted interpretar asi mi trastorno?

¡Cuánto padecí por su causa, apenas le vi en el salón! Todo lo preví, y cien veces lo tuve en la punta de la lengua, para decirselo a usted. Sabia que la de S... y la de T..., antes se hubieran estrellado con sus intimos, que consintiesen en permanecer con usted. Sabia que el Conde no quería indisponerse con usted, y de ahí la corrección. Encubriendo mi asombro, ¿cómo, señorita?—dije—; y al punto, cuanto me habia informado anteayer Adelin, me corria como agua hirviendo por las venas.—«¡Cuánto estuve padeciendo!» —dijo la angelical muchacha, arrasándosele los ojos—. No era dueño de mí, y tuve impulsos de arrojarme a sus plantas.—Expliquese usted—exclamé—. Las lágrimas le bañaban las mejillas. Estaba fuera de mi. Se enjugó sin rebozo, y siguió: Está usted enterado acerca de mi tía; estaba presente, y ¡con qué ojos lo registraba todo! Werther, anoche le oi una plática, y hoy tempranito otra, sobre mi trato con usted, y he tenido que oir cómo le abominaban, le abatian, sin poder ni atreverse a sincerarle, sino a medias.

Un estoque era cada palabra suya, que me atravesaba las entrañas. No se hacía cargo que, fuera conmiseración conmigo el callarme todo eso, y sólo añadió cuanta glosa se haria, y cuán triunfantes se ostentarian cierta especie de gentes. ¡Cómo se engreirán y me pellizcarán, con el escarmiento de mi presunción y menosprecio general, que tanto me tienen vituperado! ¡Y oir todo eso Guillermo, con el eco del interés más entrañable!... Estaba ido, y ahora mismo, interiormente, me enfurezco. Anhelaba que alguien osase echármelo en rostro para enristrarle una estocada, la vista de la sangre me balsamaria. Cien veces he empuñado ya un cuchillo para franquear aliento a mi pecho atosigado. Se habla de una casta de caballos, que al verse sobremanera acalorados y desbocados, se abren por instinto una vena, para desahogar la respiración; asi pudiera yo abrirme la vena que me acarrease independencia perpetua.

24 de marzo.

He pedido a la Corte mi licencia, que supongo se me concederá, y me habrás de perdonar, si antes no te he pedido permiso. Tenía que hacerlo, y me fignro cuánto me dirías para reducirme a continuar, y además... Haz por amainar el temple de mi madre, pues yo no alcanzo a tanto, y quizá no le disguste el que yo me calle. Estará, por cierto, apesadumbrada. El ver atajada la brillante carrera de un hijo que allá se encumbraba a consejero áulico, a embajador, quedando reducido a la grey del establo...

Dispón sobre esto como gustes; arregla las proporciones asequibles en que hubiera debido mantenerme... corriente, me voy; y para venir a manifestarte mi paradero, está aqui el Principe... que se complace sobremanera con mi trato, y apenas supo mi ánimo, me instó para que nos fuésemos juntos a veranear, una temporadilla amena en su quinta. Se ha comprometido a dejarme a mis anchuras; y como hasta cierto punto nos entendemos, voy a disfrutar este logro, y me avengo a acompañarle.

19 de abril.

Gracias por tus dos cartas. No contesté porque detuve la esquela hasta que llegase mi despido de la Corte, receloso de que mi madre agenciase con el ministro el atajar mi propósito. Esto es hecho, vino la licencia. No sabré decirte cuán violento les ha sido el despacharla, y en qué términos me escribe el ministro; entonces volveria la cantinela de las lamentaciones. El Príncipe heredero me ha enviado veinte y cinco ducados para el viaje, con una palabrita que me ha enternecido; por tanto, se hace excusable el dinerillo que te pedí últimamente.

5 de mayo.

Salgo mañana, y como mi pueblo sólo dista seis millas de la carretera, le daré un vistazo, para renovar especies de días cuajados de sueños venturo8os. Quiero volver por la puerta hasta donde me acompañó mi madre a mi salida, cuando a la muerte de mi padre abandonó el querido y regalado sitio para encarcelarse en la ciudad. Adiós, Guillermoquedarás enterado de mi marcha.

9 de mayo.

He terminado la romería hacia mi patria con todo el fervor de un peregrino, y me han sobrevenido impulsos inesperados. Hice alto al grandioso tilo, a un cuarto de hora del pueblo, junto a S...; me apeé, enviando delante al postillón, para ir a pie empapándome en los recuerdos, ya nuevos y agudos, que embargaban mi pecho. Paréme bajo el árbol que, allá de niño, era el paradero y linde de mis paseos.

¡Qué diferencia! Entonces ansiaba, en mi venturosa inexperiencia, salir a volar por ese mundo desconocido, donde soñaba tanto pábulo y tanta complacencia para mi corazón, colmando así y halagando este pecho desaforado y anhelante. Heme aquí ya desembarcando del anchuroso mundo... ¡Ay, amigo del alma! ¡Con cuánto desengaño! ¡Con cuánto vuelco de mis planes y de mis esperanzas! Me encaré con la montaña que millares de veces atajó mis anhelos. Sentéme, como una hora, ensimismado; allá me engolfé por bosques y valles que tan halagüeñamente se me vislumbraban, y cuando llegó el punto de seguir la derrota, ¡con cuánta repugnancia fui perdiendo de vista aquel sitio del alma! Al acercarme al pueblo, anduve saludando jardines y glorietas, extrañando los nuevos y cuantas alteraciones se habían ejecutado. Metime por la puerta, y halléme en todo y por todo de vuelta. Querido mío: te lo diré en globo, pues los pormenores, para mí tan enWERTHER 7 trañables, se volverían morlés de morlés por su semejanza. Estaba en ánimo de hospedarme en el mercado, junto a nuestra antigua casa; pero adverti que la escuela, donde una reverenda anciana habia juntamente engolosinado nuestra niñez, estaba trocada en tienda. Recordé el desasosiego, los lloros, el atolondramiento y los apuros padecidos en la zahurda... No daba paso en que no me embelesase; un peregrino en la Tierra santa no hace tanto caudal de arranques espirituales, y con dificultad sentirá tan conmovidas sus entrañas. Vaya un rasgo por miles. Anduve rio abajo hasta un corralón; éste, solia ser por lo más mi rumbo y el lugarcillo donde los muchachuelos nos ejercitábamos a cuál hacia rebrincar más las chinas por la corriente. Recordé intensísimamente, cuando solia plantarme a la orilla, con cuán vehementes corazonadas seguia el raudal, qué pintorescas me representaba las comarcas por donde habia de pasar, y qué pronto quedaba atajada mi fantasia; y, sin embargo, debia tramontar más y siempre más, hasta que venía a confundirme en la perspectiva de una lejanía inapeable. Hazte cargo, amado mio, de que tan limitados y tan venturosos eran nuestros antepasados, y tan aniñada su sensibilidad y su poesia. Cuando Ulises habla del piélago inmenso y de la tierra sin límites, esto es propio, humano, intimo, ceñido y entrañable. ¿Qué me importa el que pueda repetir con cualquiera estudiantillo que esto es una bola? El hombre emplea pocos terrones para su regalo, y menos para su descanso.

Ahora estoy aqui en el coto del príncipe, quien lo deja disfrutar con el dueño, que es corriente y sencillo. Abultan a su lado sujetos que no llego a calar. No parecen bribones, y, sin embargo, tampoco tienen traza de señores. Suelen mostrarse atentos; pero yo estoy siempre receloso. Es lástima que el tal señor hable de asuntos sólo por lecturas o por oidas, y aun encajándolos en la situación en que se los presentan.

Aprecia más mis alcances y mi desempeño que mi pundonor, que es mi prenda solitaria, el manantial de todo, de potencias, de ilustración... y desventuras. ¡Ah! Lo que yo sé, lo aprende cualquiera... el corazón es acá para mí solo.

25 de mayo.

Me andaba cierta especie por la mente, que ni aun queria apuntarte hasta que cuajase; y ahora que ya voló, corriente. Quería meterme a guerrero, y estuve ahincadamente aferrado en el intento; y ésta ha sido principalmente el titere de mi venida con el principe, que es general en el servicio de...

Paseando le desembocé mi ánimo: me lo desaconsejó, y hubiera sido más bien disparo que antojo, el no dar oídos a sus razones.

11 de junio.

Di cuanto quieras, no está en mi mano el perinanecer. ¿Qué hago aqui? El tiempo se me apelmaza.

El principe me agasaja cuanto cabe, pero no estoy en mi asiento; pues al cabo el desnivel es sumo. Es sujeto despejado, pero adocenadillo. El trato nuestro no me aprovecha más que si leyera algún librito elegante. Tiraremos todavia una semana, y luego a volar otra vez. El único resultado de provecho en esta mansión, es el del dibujo. Al príncipe se le entiende el arte, y pujaría más, si no lo amarrase su pobrisima teórica, y la nomenclatura vulgar. Rabio a veces, cuando se dispara acaloradamente mi fantasía tras la naturaleza y el arte, y cree obrar a los mil primores viniendo a darme un encontrón con algún terminillo facultativo y del conjuro.

16 de julio.

No trato más que de ser un viandante, y como un lio sobre la tierra... allá nos vamos todos.

18 de julio.

¿Adónde voy a parar? Ese es el afán que, en confianza, me desembozas. Todavía seguiré por acá quince días, y luego estoy rumiando el ir a visitar las minas de...; pero, al cabo, ni por sueño; mi ánimo me lleva hacia las cercanias de Carlota; a esto se reduce todo. Me sonrio de mis arranques... y allá.

Ime voy tras ellos.

29 de julio.

No; está bien, bien... Yo... ¡Su marido! ¡Oh Dios que me criaste!, si me labraras esta bienaventuranza debiera yo pasar la vida en plegarias entrañables: No entro en contiendas, mas perdóname estas lágrimas, y perdóname mis anhelos infructuosos...

¡Si fuese mi consorte!... Si estrechase en mis brazos .la criatura más peregrina que vió el sol... Me estre mezco de pies a cabeza, Guillermo, cuando Alberto, abarca su cuerpecillo gentil.

Y ¿me atreveré a decirlo? ¿Por qué no, Guillermo? Sería más venturosa conmigo que con él. No es hombre para colmar los anhelos todos de aquel corazón. Cierta escasez de sensibilidad, una escasez..tómalo como quieras; los latidos de su pecho desafinan... ¡Oh!... Con los pasos de un librito halagüeño, donde mi corazón y el de Carlota se hermanan; en otros mil trances, cuando sucede que nuestros arranques se patentizan a un tercero... Guillermo mio... La ama, es verdad, entrañablemente, y ¡a qué no es acreedor tanto cariño!

Un pasado me interrumpe; enjugué mis lágrimas.

Estoy trastornado. Adiós, querido mio.

4 de agosto.

No me encuentro solo en este trance. Malogros y desengaños se agolpan sobre el linaje humano. Visité a mi buena campesina en los tilos; el mayorcillo se me abalanzó, y a su gozoso alarido acudió la madre, que se mostró muy abatida. «Mi buen señor, fué su primera expresión, Juanillo se me murió.> Era su menorcillo; quedé suspenso... «Y mi maridocontinuó—volvió de Suiza sin alcanzar nada, y sin las buenas almas hubiera tenido que pordiosear; le sobrevinieron calenturas...» No acerté a contestarle, despedí al niño; brindóme con unas manzanas, las tomé, y desviéme del solar de los aciagos pensamientos.

21 de agosto.

Que me alargue cualquiera la mano, ya no es a mi modo. Raya a veces allá una alegría en la carrera de mi vida; pero ¡ay de mí!, que es sólo por asomadas... Allá, en mis soñados desvarios, se me apodera la aprensión de si Alberto falleciese... tú podrias... sí... ella podría... y entonces vuelo en alas de mi devaneo, hasta asomarme a un derrumbadero, del cual cejo...

Cuando salgo de los portales hacia el camino por donde fui con Carlota al baile, todo ha padecido un vuelco; todo absolutamente ha ido al través. Ni un viso de lo anterior, ni un latido de la sensación pasada. Me sucede como quien volviera del otro mundo a visitar, tras un incendio y rematada asolación, un alcázar, edificado por un príncipe esplendorosocolmado de mil primores suntuosos, dejado en herencia al norir, entre gallardas esperanzas, a sus amados hijos.

3 de septiembre.

Mi cavilación no alcanza cómo puede caberle otro cariño, puesto que yo tan vinculada, entrañable y colmadamente la idolatro, y nada conozco, sé, ni tengo más que ella scla.

4 de septiembre.

Por supuesto, como entramos en la otoñada, todo se vuelve otoño por mí y por los alrededores. Mi lozania amarillea, y luego hallaremos en hojarasca la gala de estos árboles inmediatos. ¿No te hablé del campesino de marras con quien tropecé a mi llegada por aca? Me informé de él en Wahlheim; y supe que había salido de la casa donde servía, sin que nadie se acordase ya de sus andanzas. Encontréme con él ayer, casualmente, en el camino de otro lugarejo; hablé, me contó sus cuitas, que me lastimaron en gran manera, como lo echarás de ver, desde luego, al repetirtelas. ¿Y a qué viene todo esto?

¿Por qué no me reservo para mi lo que tanto me angustia y traspasa? ¿A qué te estoy molestando?

¿A qué menudeo con imis lástimas para que me compadezcas y ampares? Así será, y esto mismo vendrá a ser parte de mi destino.

Contestóine el mozo, al pronto, con sosegado desconsuelo y aun cop visos de esquivez; pero luegofranqueándose conmigo aun más que cuando nos empezamos a conocer, me puso de manifiesto sus yerros y me lloró sus desventuras. ¡Asi pudieraamigo del alma, representarte al vivo sus expresiones! Conoció y aun me refirió, con muestras de fruición y de gloria en su recuerdo, que su pasión por el ama iba de día en dia en aumento, sin saber lo que se hacía o cómo se expresaba, sin saber dónde metia la cabeza...; que no podia ni comer, ni beber, ni dormir, andaba atragantado, habia hecho lo que no debía, olvidando lo que se le encargara, y andaba como arrebatado por algún espíritu maligno; hasta que un dia, sabedor de que estaba el ama en una guardilla, la había seguido, o más bien atraidola al desván; y como no daba oidós a sus instancias, trató de violentarla a viva fuerza; no sabia lo que le había sucedido; y ponía a Dios por testigo, de que siempre se habia portado lealmente en sus miras para con ella, y nada anhelaba tan ansiosamente como el desposarse y pasar la vida en su compañía. Tras estas razones, empezó a tartamudear como si le quedase por decir lo que no se determinaba a expresar, y por fin me confió con encogimiento que le había consentido algunas demasias, y casi había acabado de favorecerle. Se interrumpió dos o tres veces; y, redoblando vivísimas protestas de que en nada quería tildarla, se ratificó en que la amaba y apreciaba como antes, que nunca la habia tomado en boca, y lo decía solamente para persuadirme de que no era un hombre ruin ni insensato...

Y aquí, querido mio, vuelvo a mi cantinela de tabla; ¡asi pudiera representarte el hombre, como se me aparecía y se me está todavia apareciendo! ¡Asi acertase a decirtelo todo, para que te hicieses capaz de cuanto me interesaba y debia interesarme en su suerte! Ahora bien: tú sabes la mía, y me conoces, y, por tanto, sabes muy bien cuál es mi apego para con todo desventurado, y especialmente con éste.

Al repasar estos renglones, advierto que se me trascordó el paradero de la historia, que desde luego se deja adivinar. Resistióse la querida, sobrevino el hermano; con quien desde atrás estaba mal quisto, habiéndole mucho antes despedido de la casa, temeroso de que un nuevo enlace de la hermana defraudase a sus hijos de la herencia, que, no teniendo sucesión, estaban esperanzados de lograr; echóle el hermano de la casa, armando tal conmoción que, aun cuando ella lo desease, no lo admitiría de nuevo. Por tanto, había admitido otro criado, por el cual dieen se había estrellado con el hermano, y se tenía por positivo que se casaría con él, pero que él estaba resuelto a no tolerarlo.

Cuanto te refiero no lleva pinceladas de realce, si acaso brochadas de mengua, y lo habré embastecido, puesto que va relatado en nuestros términos cultos y estudiados.

Este cariño, esta lealtad y estos extremos, no son tampoco invención poética. Vive en su acendrada pureza en esa infima clase que llamamos inculta y zafia, nosotros los acicalados... desafinados sin provecho. Lee, te lo suplico, devotamente la historia.

Hoy no me muevo por escribirte; ya ves, por mi letra, que ni rasgueo ni me atropello, como acostumbro. Lee, mi querido, y recapacita que es la historia de tu intimo del alma. Así me ha sucedido, asi me sucederá, y no soy ni la mitad de valiente y denodado, como ese desventuradillo con quien no acierto a compararme.

5 de septiembre.

Ha escrito ya una esquela a su marido al campo, donde está por intereses. El encabezamiento es del tenor siguiente: «Amadísimo, preciosísimo, a casa volando, a paladear las dichas que te esperan...»> Cierto amigo, recién llegado, trajo la noticia de que las circunstancias le imposibilitaban el volver tan pronto. El papelillo estaba de manifiesto, cayó anoche en mis manos, leilo y sonreime. Preguntándome el motivo: La imaginación—exclamé—es un sobrehumano; he podido por un momento figurarme que se ha escrito por mi. Se desentendió, al parecer, con enojo, y callé.

6 de septiembre.

Asomó algún ceño hasta que deseché mi casaca azul y sencillita, con la que bailė por la vez primera, siendo pareja de Carlota, y que a la verdad iba estando deslucida: pero la he sustituído con otra absolutamente igual, hasta en collete y solapas, como también mi chupa y calzón amarillo.

No tendrá esto trascendencia; mas no sé... quizá con el tiempo me encariñe con ella.

12 de septiembre.

Ha estado algunos dias de viaje, en busca de su Alberto. Hoy entré en su cuarto, me salió al encuentro, y le besé la mano con mil glorias.

Un canario le voló del espejo a su hombro. Un amigo más—dijo—y lo atrajo a la mano. Es para mi niñito. ¡Es tan mono! ¿Ve usted? Cuando le doy pan, aletea y lo pica con garbo. También me besa, ¿ve usted?

Puesto en la boca, se desvivia tan cariñosamente tras los almibarados labios, como si alcanzase a disfrutar la bienaventuranzas que paladeaba.

<Béselo usted también—dijo—y me alargó el pajarillo. Volo boquiabierto de su boca a la mía, y el picoteo afectuoso fué como el ambiente y la sensación de un goce peregrino.

Sus besos se me antojan como hambrientos; busca sustancia, y se desentiende, enojado, de los meros halagos»—le dije.

«También me toma la comida de la boca—contesto; le presentó unas miguitas en los labios, cuajados de sonrisas y de interés cariñoso por los logros de la inocencia.

Aparté la vista. ¿Para qué hacer eso? No debiera acalorar mi fantasia con estos rasgos de inocencia y de dicha sobrehumana, y desadormecer mi pecho, mientras se mece en el regazo de la indiferencia...

Mas ¿por qué no?... Me trata con esta confianza, porque sabe adónde llega mi cariño.

15 de septiembre.

Es asunto de enfurecerse, el ver hombres sin alcance ni aprensión para lo poquisimo que hay en la tierra digno de aprecio. Ya sabes los nogales, a cuya sombra me senté con el respetable cura de St... y Carlota. ¡Que arbolones tan asombosos! ¡Sabe Dios cómo se regalaba con ellos mi espiritu embebecido!

¡Con qué halagüeña frescura entoldaban el umbral de la Abadía! ¡Qué ramaje tan pomposo, con el recuerdo del venerable eclesiástico que hacía tantos años los había plantado! El maestro de niños nos había repetido el nombre, que había oído a su abuelo; sujeto apreciabilisimo seria, y su memoria se me hacia sagrada debajo de los árboles. Sabe que el maestro me contó ayer, todo lloroso, que los habian cortado. ¡Cortado!— Estuve a pique de enloquecer: asseteara al sacrilego que descargó el primer hachazo. Yo que me contristara, porque, teniendo otros dos árboles grandiosos en mi corral, el uno se descuajase de vejez, ¿he de ver esto? Y así sucede, mi intimo del alma. ¿Qué viene a ser esa sensibilidad humana? Los vecinos todos murmuran; y la señora del cura, en la manteca, los huevos y otras ofrendas, echará de ver la llaga que ha causado al pueblo. Es la del nuevo párroco (falleció el antiguo), una arpia enfermiza que tiene mil motivos para no tomar interés en el mundo, que no se interesa por ella; una mentecata, metida a sabionda y escudriñadora de los cánones, que se afana por la reforma flamante, moral y crítica de la cristiandad, emboscada en los desvarios de Lavater, con su salud quebrantadisima, en ayunos de todo recreo sobre la tierra; tal era el único fenómeno capaz de cortar mi nogal. Estoy fuera de mi; ya se ve, la hojarasca le desaseaba y humedecía el atrio; los árboles le atajaban la luz, y en sazonando las nueces, los muchachos los apedreaban, y le estremecían los nervios, la perturbaban en sus tareones, cuando careaba las autoridades de sus clásicos... Al ver a los vecinos, en especial los ancianos, tan indispuestos, les pregunté: ¿Por qué lo habian tolerado? <—Aqui, en el campo—me contestaron—, en queriendo el alcalde, no queda arbitrio, ya está hecho.» Pero sucedió un divertido incidente. El alcalde y el cura, que quería sacar partido del antojo de la dama, que sin esto le haria el caldo sosísimo, pensaron ir a medias. Enteróse el Concejo y dijo: «Acá para mi», pues mantenía viejas pretensiones sobre el atrio de la abadía, donde estaban los árboles; y los vendió al mejor postor. Si yo fuese principe, la dama, el alcalde y el Concejo irían... ¡Principe!... Si yo fuese principe, ¿qué me importarían los árboles en mis tierras?

10 de octubre.

En vjendc sus negros ojos, ya estoy en mis glorias; empero lo que me acongoja es que, Alberto no se me aparece tan feliz como él... esperaba, como yo creia serlo, cuando... No ostento pinceladas conceptuosas, mas no acierto a expresarme de otro modo..y, en mi dictamen, harto a las claras.

12 de octubre.

Ossian ha desbancado para mí a Homero. ¡Qué mundo aquel por donde me arrebata su numen! ¡Viajar sobre las selvas, atronarse con los huracanes, que traen en lluviosas nieblas a las vislumbres de la luna los espíritus de los antepasados! ¡El oir entre breñas los ronquidos de emboscados raudales, los ayes profundos de los espiritus en sus cavernas, y los lamentos de la doncella en el trance de la agonía, junto a los peñascos enmohecidos, cuajados de césped en la tumba esclarecida de su amante! Cuando me encuentro con el macilento y extraviado bardo, que por la anchurosa maleza rastrea los pasos de sus padres, y ¡ay! que da con su túmulo, y se pone luego sollozando a contemplar el ansiado lucero de la tarde, que se empoza en el undoso piélago, y se renuevan en su alma heroica los tiempos pasados, en que sus destellos propicios alumbraban los peligros del valiente, y que la luna centelleaba en su carroza magnifica y triunfadora... Cuando leo en su frente el entrañable desconsuelo, y que los postreros desamparados campeones vacilan con el desmayo de la yerta huesa, y que sus logros, siempre nuevos y siempre fementidos, le asaltan en la presencia exánime de las sombras de los finados, y tras la helada tierra otea las oleadas de la crecida hierba, exclama: Llegará, llegará el viandante que me conoció en el esplendor de mi lozania, y preguntará: ¿dóndeestá el cantor, esclarecido hijo de Fingal? Su planta huella mi huesa, y en balde anda preguntando por ini sobre la tierra... ¡Ay amigo! Bien pudiera yo, cual un brillante guerrero, esgrimir la espada, libertar a mi principe del crudo martirio de su larguísima agonía, para irme con toda mi alma tras el semidiós, ya redimido.

19 de octubre.

¡Ay qué vacio! ¡Qué hueco tan pavoroso siento acá en mi pecho!... Estoy cavilando que si llegases a internarte en mis entrañas, una vez, una vez sola, quedaria colmado todo este vacio.

26 de octubre.

Tengo por cierto, amigo mio, no como quiera, sino por cierto, ciertisimo, que la existencia de un viviente importa poquisimo, nada. Vino una amiga a visitar a Carlota, entréme en la estancia inmediata, tomé un libro, no acerté a leer, luego asi una pluma. Las of hablar quedo; se comunicaban fruslerias, chismes; que se casó éste, que enfermo y de gravedad aquél. Tiene una tos seca; las coyunturas le asoman a la piel, se desmaya; no doy un ochavo por su vida—dijo la una—. «Muy mal lo pasa también N. N.»—repuso Carlota—. «Como que está todo hinchado—contestó la otra—. Mi acalorada imaginación me arrebató a la cabecera de los tales des venturados; contemplé con qué repugnancia veian ir a exhalárseles la vida, como... ¡Guillermo! Y mis hembras hablaban de esto como todos... que Fulano expiró. Me resuelvo, voy mirando el cuarto, aqui la ropa de Carlota, alli los papeles de Alberto, estos muebles, y ese tintero, ya mis amigos, y reflexiono:

«Hazte cargo de lo que eres en esta casa; todo en todo. Tus amigos te acatan; en ti cifran sus re y tu corazón aparenta que no le cabe existir sin ellos; y allá... cuando te marches, cuando te desvies de este cerco, ¿sentirán, por cuánto tiempo sentirán el vacío que tu pérdida producirá en su suerte? ¿Por cuánto? Tan frágil es el hombre, que aun donde estriba palpablemente su existencia, en donde su presencia es la única que verdaderamente hace bulto, se ha de borrar, se ha de desvanecer del pensamiento de sus intimos... y ¡tan pronto!...

27 de octubre.

Es asunto de traspasarse el pecho y volarse los sesos, esto de valer tampoco unos para otros. Cariño, complacencia, ardor, alborozo, si no los atesoro en mi, no me los darán los demás; y con el corazón cuajado de dichas, no me es dado traspasarlas a quien yace yerto y exánime ante mi.

Por la tarde.

¡Atesoro tanto, y la sensación de ella lo abarca todo! ¡Atesoro tanto, y, sin ella, todu se anonada!

30 de octubre.

¡Cuántos centenares de veces vengo a estar en el disparador de arrojarme a su cuello! Allá, sabe Dios lo que cuesta, a quien está presenciando lo sumo de la excelencia, no atreverse a abalanzarse a ella; el asir es, sin embargo, la propensión más entrañable de la humanidad. ¿No asen los niños cuando les apetece?... ¿Y yo?...

3 de noviembre.

Dios sabe que me suelo acostar con el ansia, y a veces con la esperanza de no despertar. Por la madrugada abro los ojos, veo el sol, y soy desdichado.

¡Ojalá estuviese tan destemplado, que pudiese descargar la culpa sobre el temporal, sobre un tercero, sobre el malogro de una empresa; pues entonces no me alcanzaría sino a medias el peso intolerable de mi despecho! ¡Ay de mi! En demasía estoy sintiendo que toda la culpa es mía... Pero culpa, no. Harto es que en mi seno se abrigue el manantial de toda desventura, como antes el de la felicidad entera. ¿No soy acaso aún el idéntico, que por dondequiera andaba rebosando de sensibilidad, que al dar un paso me venia siguiendo un paraiso, con un pecho que abarcaba en sus arranques el orbe todo? Y este pecho falleció; ya no hay derrames de afectos; se agotaron mis ojos; y mis sentidos, sin el pábulo vivificante de mis lágrimas, demudan angustiosamente mi rostro. Debo lastimarme, por cuanto he perdido el único regalo de mi vida, aquella sobrehumana y animadora pujanza, que me creó un mundo para mí; volo ya... ¡Cuando me asomo a ver cómo señorean las lejanas sierras y se remonta el sol, arrollando las nieblas y plateando las praderas, y el manso rio se desembosca sesgadamente de las arboledas desnudas!... ¡Oh! Cuando esta sublime naturaleza yace tan exánime para mi como un cuadro barnizado, y todos sus primores ni una gota de felicidad pueden exhalar de mi pecho hasta el cerebro, y toda mi máquina está en presencia del Altísimo como una fuente exhausta o como un cubo hendido... me arrojo al suelo y ruego a Dios por lágrimas, como un labrador por la lluvia, cuando el cielo so vuelve de bronce, y la tierra yace sedienta.

Pero, ¡ay!, me hago cargo de que el Señor dispone de riego o la serenidad, sin plegarias nuestras, y siempre que mi cavilación me atormenta, vuelvo a mis recuerdos pasados de cuando era tan venturoso, porque me avenía sufridamente a su voluntad, y cuanta dicha tenía a bien depararme, la recibía con pleno y entrañable agradecimiento.

8 de noviembre.

Me ha reconvenido por mis demasias... pero ¡con tanta amabilidad! Mis demasias, porque a veces, tras S WERTHER un vasito de vino, vengo a parar en empinar una botella No haga usted tal—dice—, piense usted en Carlota...» «¡Que piense!—digo—, ¿necesita usted hacerme tal encargo? Ni pienso, ni cavilo, sino que a toda hora está usted conmigo. Hoy, me senté en el sitio de donde subió usted al carruaje... Hablóme de cualquier frusleria, para atajarme el camino de engolfarme en mi tema. En esto hemos venido a parar, mi querido; hace de mí cuanto se le antoja.

15 de noviembre.

Te agradezco, Guillermo, ese interés entrañable y ese consejo sanisimo, y así, descansa. Déjame desahogar; pues en medio de tantísimos quebrantos, todavia me queda espíritu para el intento. Venero, como sabes, la religión, y se me alcanza que sirve de báculo para los cansados y de estimulo para los flojos. Ahora bien... ¿Puede y debe ser lo mismo con todos? Si tiendes la vista por el gentio, tropezarás con miles para quienes no existió, miles para quienes no será, amonestados o desatendidos, ¿y ha de existir para mi? ¿No dijo el mismo hijo de Dios, que estarian con él los que le diera el Padre? ¿Y si yo no soy uno de los tantos? ¿Y si el Padre dispone que sea de los suyos, según me dicta el corazón?...

Te suplico que no lo interpretes siniestramente, no conceptúes algún escarnio en estas expresiones candorosas; te pongo de manifiesto mi alma toda; para no hacerlo así, enmudeciera; y así, sobre todo eso, que nadie cala al par que yo, no trato de hablar en balde. ¿La suerte humana viene a cifrarse más que en sobrellevar cada cual su carga y apurar su vaso? ¿Y fué el cáliz para el Dios del cielo en sus labios humanados tan amargo, para que yo me envalentonase, aparentando que me sabia dulce? ¿Y por qué me he de sonrojar en el trance pavoroso en que toda mi esencia zozobra entre el ser y el no ser, donde lo pasado relampaguea en la lobreguez de lo venidero, y en torno de mi todo se derroca, y se hunde conmigo el universo?... ¿Y no es esta la voz de un viviente, acosado hasta en su propio centro, desvalido y despeñado sin recurso, y que allá en lo intimo de sus entrañas se despacha por los extremos infructuosos de toda su pujanza? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me desamparas? ¿Me avergonzaré de mi invocación? ¿Por qué me he de sobresaltar por el trance de Aquel que todo lo alcanza, y arrolla y desarrolla el cielo como una tela?

21 de noviembre.

No ve, no alcanza, que me está preparando un veneno que ha de dar en tierra con entrambos; y yo, con tan regalada voluptuosidad, sorbo el cáliz hasta la hez, que me va a volcar a mi exterminio.

¿A qué viene esa mirada cariñosa que a menudo..o punto menos... a veces me clava, y el agrado con que agasaja la expresión de mis padecimientos, la lástima por mi sufrimiento, que se estampa en su rostro?

Ayer, al despedirme, tuvo a bien alargarme su mano y decirme: <Adiós, querido Werther»... ¡Querido Werther! Fué la vez primera que me llamó querido; expresión que se me encarnó hasta los tuétanos. Me la he repetido centenares de veces, y anoche, al ir a acostarme, y estando charlando conmigo mismo, maquinalmente prorrumpi una vez:

buenas noches, querido Werther, y no pude menos de echarme a reír de mi mismo.

22 de noviembre.

No puedo pedir a Dios que me la quite, y, sin embargo, se me aparece como mia. No me cabe articular: dámela... puesto que ya es ajena. Desbarro a diestro y siniestro con mis quebrantos; si me abandonara a ellos, escribiría una sarta de contradicciones.

24 de noviembre.

Se impresiona de cuanto padezco. Hoy mismo sus miradas me han traspasado las entrañas. Halléla sola, enmudeci, me miró. No vi en ella ni la hermosura peregrina, ni las chispas de aquel despejo exquisito... todo habia desaparecido a mis ojos. Otra mirada más sublime vino a flecharme, y fué la expresión de su entrañable interés, de su lástima en extremo halagüeña. ¿Cómo no me arresté a postrarme a sus plantas? ¿Cómo no osé estrecharla en mis brazos con millares de besos? Guarecióse en su piano, y con voz suave y apocada hermano armónicos acentos con sus ecos. Vi sus labios angélicos; estaban, como si se abrieran, sedientos para chupar las entonaciones que manaban de su instrumento, para redoblar la modulación que resonaba en su purisima boca... Si; ¿podré atreverme a decirtelo?...

No resisti más; me incliné jurando: nunca he de arrojarme a estamparos un beso, labios, donde se mece un espíritu celeste... Sin embargo... allá voy..pero, si vieras... me atajaba los intentos como un tabique... ¡Qué bienaventuranza!... Allá me postro para purgar este pecado... ¿Pecado?

26 de noviembre.

Suelo decirme: «Tu suerte es única; ensalza la ajena venturosa... pero nadie como tú martirizado.> Leo luego alguna poesía antigua, y parece que estoy viendo su contenido en mi interior. ¡He de padecer tantísimo! ¿Fueron los hombres de antaño igualmente desdichados?

30 de noviembre.

Ya está visto: no he de volver en mi. Por dondeniera que voy, me asaita una aprensión que me trastorna y desencaja. ¡Hoy! ¡Oh suerte! ¡Oh humanidad!

Salgo al rio hacia el mediodía, porque estoy desganado. Todo está desierto; una ventisca heladora sopla de la montaña, y un nublado pardusco va encapotando el valle todo. A lo lejos diviso un hombre, con un mal ropón verde, que trepaba por los riscos, en ademán de estar herborizando. Voivióse, al cercarme, por el rumor de mis pisadas, y vi una es ampa agradable, empañada con cierto desconsuelo, donde asomaban unas potencias apreciables.

Su negra cabellera, en parte arrollada en un moño con dos agujas, se le tendía en trenza muy cuajada de toda la restante, por la espalda. Como, atendido su porte, era sujeto de muy mediana esfera, juzgué que no llevaria a mal hiciese alto en su incumbencia; y asi, le pregunté: ¿qué era lo que buscaba?

Busco—me contestó con un suspiro entrañableflores... y no las hallo. «No es la estación»—le repliqué sonriéndome. «¡Si hay tantas flores!—dijo, acercándoseme—; en mi jardín hay rosas y madreselvas de dos especies, como que la una es regalo del padre, y crecen como la cizaña; ando en pos de ellas hace dos días, y no puedo hallarlas. Por ahi hay a montón flores pajizas, azules y encarnadas, y la planta centáurea cría una flor bellísima. Ninguna encuentro.» Adverti su destemple, y con un rodeo le pregunté para qué eran las flores. Disparó en una risa desencajada, que le inmutó el semblante. No hay que descubrirme—dijo, apretándose los labios con un dedo—; tengo prometido un ramo a mi amor.»—Lo celebro en el alma—respondí—. «¡Oh!

—replicó—trae allá otros quehaceres, y es rica.» Sin embargo apetece—dije yo—su ramillete. «¡Oh —continuó—, ya tiene perlas y corona!>—¿Cómo se llama?— <Si quisieran pagarme mis estados—me dijo — sería yo otro hombre. Por cierto que algún tiempo estuve bien; ahora se a abó. Soy ahora...> Una mirada llorosa hacia el cielo. ¿Seria usted tan itliz?—dije—. ¡Ojalá lo fuera ahora!—respondió—.

Entonces estaba yo brioso, lozano, ágil, como el pez en el agua...» «¡Enriqu!—gritó una anciana, que venia de parte del camino. ¡Enrique! ¿Dónde estás? Te hemos andado buscando por mil parajes: ven a comer.> ¿Es vuestro hijo?—le pregunté, andando para ella. «Si, cierto—respondió—; es mi desdichado hijo. El Señor me ha cargado con una cruz bien pesada.» ¿Cuánto hace que está así? «Tan sosegado—dijo, como medio año. A Dios gracias, se halla tan mejorado, pues antes ha estado un año furioso, con la cadena en la casa de locos. Ahora a nadie incomoda; sólo que anda siempre con reyes y emperadores a vueltas. Era muy quieto y bondadoso; ayudaba a mantenerme, por ser gran pendolista; de repente se puso pensativo, le sobrevino calentura, enloqueció, y se halla cual usted lo está viendo.

Si yo me parase a contar, caballero. Atajéle el torrente, preguntándole cuál era aquel tiempo que él celebra, en que vivía tan feliz y se le hace todavia tan apetecible. <¡Pobre demente!—exclamó con una sonrisa compasiva—. Se refiere a la temporada en que estaba ido; es la que celebra; la de su permanencia en el hospital, en que se hallaba fuera de si. Esta expresión fué para mí un centellazo; púsele una monedilla en la mano, y la dejé arrebatadamente. «¡Cuando eras dichoso!—exclamé, atropellandome hacia el pueblo, en que te hallabas en tu elemento, como el pez en el agua... ¡Dios de los cielos! ¿Dispusiste que en la suerte del hombre no cupiese felicidad, sino antes del uso de razón o en su carencia? ¡Desdichado! Y sin embargo, ¡cuánto envidio el destemple y trastorno de potencias en que yaces! Tú andas esperanzado de coger flores para tu reina..., en el invierno..., y te desconsuelas por no hallarlas, y no alcanzas, porque no das con ellas.

Y yo... yo salgo desahuciado y sin objeto, y me vuelvo como vine. Tú sueñas qué hombre serias si te pagasen los estados. ¡Dichosa criatura, que conceptúa toda su bienaventuranza atajada por estorbos humanos! Tú no percibes, tú no alcanzas, que en tu pecho alterado y en el trastorno de tu cerebro estriba tu desventura, que todos los reyes de la tierra no pueden remediar.> Perezca sin consuelo, quien se mofa de un doliente que viaja en pos del manantial que le agrava su achaque y le hace más doloroso el resto de su vida, el que se sobrepone a toda angustia, y para libertarse de remordimientos y descargarse de cuitas, emprende un viaje a Tierra Santa. Cada paso que estampa en el escabroso camino, es una gota de bálsamo para su alma acongojada, y por cada dia que aguanta, va desahogando su pecho... Y ¿llamaréis a esto locura, vosotros los chalanes de palabras?... ¡Locura! ¡Oh Dios, tú estás viendo mis lágrimas! ¿Pudiste tú, que criaste al hombre harto desvalido, darle unos hermanos que le defrauden de esa escasez, de ese asomo de confianza que tiene en Ti, en Ti, Amparador universal? Ahora hien: esa confianza en una raiz provechosa. en los lloros de la viña, ¿qué viene a ser sino confianza en Ti, que en cuanto se nos depara, nos franquea la sanidad y el alivio que por momentos necesitamos? Padre, a quien a conocer no alcanzo; Padre, que embargaste todo mi espíritu, y que sólo has desviado tu rostro de mi, habla, llámame a Ti, pues tu silencio deja desvalida esta alma sedienta... ¿Podrá un padre airarse de que su hijo vuelva inesperado, se arroje de improviso a sus brazos y exclame: <Aquí estoy otra vez, padre mio; no te enojes de que haya interrumpido las correrías que me impuso tu albedrío. > Por donde quiera es idéntico el mundo: quebrantos y afanes, galardón y complacencia. ¿Qué me importa? Hállome bien donde estás, y a tu vista me avengo a padecer y disfrutar... Y tú, Padre celestial adorado, ¿has de echarle de Ti?

1.° de diciembre.

¡Guillermo! El susodicho, el feliz desventurado, era escribiente en casa del padre de Carlota, y enamorado de ella, con reserva y a las claras, paró en el extremo de arrojarlo a la calle y enloquecer de resultas. Por estas palabras volanderas, te harás cargo del trastorno que se me ha apoderado con tal acaecimiento, el cual me ha referido Alberto con tanta calma como quizá lo estás tá leyendo.

4 de diciembre.

Te suplico... esto es hecho; no puedo más. Sentado hoy junto a ella... sentado, mientras tocaba el piano, variando sus sinfonías; y todo, ¿con qué expresión?... Todo!... ¡Todo!... ¿Qué te diré?... La hermanita aliñaba su muñeca sobre mis musics. Me enterneci, me incliné, dióme en rostro su anillo de desposada... fué mi lloro un lamento... Vino luego a parar en aquella antigua y sobrehumana sonata, en términos, que se internó en mi pecho una sensación consoladora y un recuerdo de lo pasado, del tiempo en que oi esos acentos, de los áridos intervalos de aflicciones y malogradas esperanzas, y entonces...

Anduve dando vueltas por el cuarto; el corazón se me ahogaba de congoja... «Por Dios—prorrumpi, encaminándome a ella con vehemencia—; por Dios, cese usted... Paróse, miróme desencajadamente.

Werther—dijo con una sonrisa que me llegó al alma—, Werther, usted está muy malo, puesto que su manjar tan regalado le vuelca. Salga usted, se lo suplico, y sosiéguese.» Me arrojé de allí, y...

¡Dios mio, tú estás viendo mi desdicha y la remediarás!

6 de diciembre.

¡Cómo me persigue su estampa! Despierto o 80ñando me tiene embargada toda el alma. Aqui, cuando cierre los ojos, aqui, en el entrecejo, donde se encuentra mi intima potestad visual, están clavados sus azabachados ojos. Aquí... no acierto a expresarlo. Desencajo mi vista, y ahí los veo, como un océano, como un abismo, ante mí, en mi, asombrando a todas mis potencias.

¿Qué viene a ser el hombre, el decantado semidiós? ¿No carece del vigor, que le es más indispensable? Y ya se encumbre en sus regocijos o se aterre en sus quebrantos, ¿no tiene igualmente que proceder a ciegas y ensimismarse yertamente, cuando quisiera engolfarse sin término en el piélago pavoroso de la eternidad?

EL EDITOR A LOS LEYENTES

Celebrara en el alma, que nos quedaran hartos testimonios de propio puño acerca de los últimos días memorables de nuestro intimo, para no hallarme en la precisión de cortar con un relato la serie de sus cartas póstumas.

Esmerándome en recoger especies puntuales de boca de cuantos estaban bien informados de su historia, ésta es tan sencilla, y se van hermanando las noticias, a fin de que aun sus mismas nimiedades se concentren; sólo en cuanto al temple de los varios personajes hay desavenencia y van encontrados los concentos.

Lo que a mí toca, se reduce a referir concienzudamente cuanto he podido rastrear con mi redoblado ahinco, e insertar las cartas traspapeladas, sin menospreciar el hallazgo de los más menudos billetillos; que es empresa muy ardua desentrañar los verdaderos móviles de una acción, cuando se trata de corazones que no son de condición vulgar.

El desconsuelo y el desabrimiento se iban más y más arraigando hasta lo intimo del pecho en Werther, con enlace tan estrecho, que se encarnaron en toda su esencia. El asiento de su espiritu fué al través; un ardor y un vaivén interno, que estragaban a porfía sus potencias, acarrearon unos efectos encontrados, y por fin vinieron a parar en una postración, contra la cual forcejeaba más desesperadamente, que había antes batallado con un sinnúmero de quebrantos. Su congoja entrañable destroncaba la pujanza de su espiritu, su travesura y su agudeza, terciaba adustamente en el trato, siempre desdichado y siempre descomedido, al par que iban a más sus desventuras. A lo menos esto dicen los amigos de Alberto: afirman que Werther no supo juzgar a aquel hombre pundonoroso y apacible, que, habiendo por fin conseguido la dicha tanto tiempo ansiada, se afanaba en conservarla para lo venidero; Werther, en cambio, consumía por la mañana su tesoro, para luego hambrear y padecer por la noche. Alberto, dicen, nada varió en aquella breve temporada; antes permaneció el idéntico, a quien Werther, desde su llegada, no cesó de apreciar y respetar.

Queria a Carlota ante todo, se engreía con ella, y gustaba de que todos la reconociesen como preciosidad incomparable. ¿Era posible considerarie culpable si, aun queriendo desechar todo asomo de recelo, no gustaba de compartir con nadie la excele cia que atesoraba, ni aun en los términos más en tes? Añaden que. en estando Werther, Alberto solia salirse de la estancia, no por encono o antipatia con su amigo, sino porque habia echado de ver que su presencia le ataba.

El padre de Carlota habia enfermado, y envió su carruaje a la hija, que se fué en él con efecto. Hacia un día apacible de invierno; habia nevado por la primera vez con abundancia, y estaba el suelo cubierto.

Werther, la mañana siguiente, fué en su busca, por si Alberto no iba, con ánimo de acompañarla.

El tiempo despejado nada obraba en su angustiado corazón; un mortal desconsuelo le traspasaba; visiones melancólicas se abalanzaban a su espiritu, y todas sus alternativas eran de una en otra aprensión dolorosa.

Siempre desavenido consigo mismo; la situación de los demás le parecia también más arriesgada y tumultuosa, y creido de que habia alterado la armonia de los consortes se disparaba en reconvenciones contra sí, en las cuales tenia ya cabida algún desagrado con Alberto. Solia su pensamiento aferrarse en este objeto: «Si, si—se decia—, mordiéndose rabiosamente los labios; este es el trato llano, amistoso, entrañable, intimo con todos; esta la lealtad sosegada y duradera. Todo se reduce a saciedad y adormecimiento. ¿No le encarna más cualquier interés baladi que su amadísima y preciosísima esposa?

¿Acierta él a apreciar su propia dicha? ¿Palpa los quilates de su mérito? La atesora a sus anchuras. Lo sé, y sé también que me voy familiarizando con el pensamiento de que me va a enloquecer y a matar…..

¿Aguanta su amistad estas pruebas? ¿No estará viendo en mi pasión a Carlota una usurpación terminante de sus derechos en tantas atenciones para con ella una reconvención tácita? Sé muy bien, lo estoy percibiendo, que me mira con desagrado, que anhela mi lejanía, y que le es gravosa mi presencia.» Andaba, se paraba, o se volvía por arrebatos; encaminaba luego otra vez su marcha, y en sus confusos pensamientos y soliloquios vino por fin a llegar, involuntariamente, a la quinta.

Asomóse a la puerta, preguntó por el padre y por Carlota, y encontró la casa en una especie de conmoción. El mayorcillo le dijo que habia sobrevenido una desgracia en Wahlheim, donde habian muerto a un campesino... Apenas hizo alto en cuanto le dijo.

Entró en el cuarto, y encontró a Carlota afanada en amonestar al padre, que, a pesar de su indisposición, se empeñaba en ir al pueblo y al sitio para hacer la pesquisa competente. Ignorábase el malhechor, y, hallado el cadáver a la puerta de la casa, daba sospechas por ser criado de una viuda, quien había antes tenido a otro que salió mal de su grado de aquella colocación.

Al oir esto Werther, marchóse aceleradamente.

«¿Es posible?—exclamó—; voy allá; no puedo sosegar un momento.» Se fué volando a Wahlheim, tenia muy presentes las especies, y no dudó un momento que el agresor era el mismo con quien so—lía hablar, y que habia conceptuado tan recomendable.

Al pasar por los tilos para llegar a la taberna donde estaba depositado el cadáver, se horrorizó en el sitio, antes para él tan apetecido. Aquel umbral donde los niños del vecino solían travesear, estaba salpicado de sangre; el cariño y la confianza, los impulsos más preciosos del hombre, se habian convertido en violencia y asesinato. Los gallardos árboles estaban desnudos y escarchados. La cerca que se arqueaba sobre las paredes del atrio de la iglesia estaba deshojada, y los sepulcros aparecian, por las viseras, todos nevados.

Al acercarse a la taberna, donde toda la aldea se había agolpado, se oyó un ladrido y se vió a lo lejos una cuadrilla de gente armada, y todos gritaron que traian al matador. Vióle Werther, y no le quedó duda... Así fué: era el mozo enamorado de la viuda, al cual habia encontrado hacía poco batallando acá y allá con el desconsuelo mudo y la desesperación recóndita.

¿Qué muerte es esa, desventurado—exclamó Werther, encarándose con el preso. Este le miró, enmudeció, y prorrumpió con mudo sosiego: «Nadie la tendrá; a nadie tendrá ella.» Lo llevaron a la taberna, y marchóse Werther.

Con la conmoción vehemente y horrorosa, estremecióse hasta lo intimo de su ser. Su abatimiento, su desconsuelo y el abandono de la indiferencia volaron de relámpago; apoderósele un afán incontrastable de salvar al reo; con tal extremo se interesaba por él. Le consideraba tan desdichado y tan inocente en medio de su atrocidad, y se puso tan de medio a medio en su lugar, que conceptuó muy factible el persuadir lo mismo a los demás. Ya anhelaba poder explicarse a su favor, ya le asomabą a los labios un alegato impetuoso: volvió de un vuelo a la quinta, y no pudo menos de ir diciendo a media voz, cuanto iba a representar al apoderado.

Al entrar en la estancia encontró a Alberto presente, lo que le atajó por el pronto; mas luego se rehizo, expuso al apoderado enardecidamente su dictamen. Este movió un tanto la cabeza; y por más que Werther alegase con suma vehemencia, pasión y propiedad, cuanto cabe en descargo de un reo, no hizo como se comprende, desde luego, la menor mella en el ánimo del juez. Cortóle y le contradijo resueltamente, tachándole de apadrinar a un asesino.

Le manifestó que por ese rumbo todas las leyes iban al través, se socavaba la seguridad de los Estados, y añadió que en semejante causa nada podía hacer sin cargar con una responsabilidad enorine, y que todo debía ceñirse al orden y a la marcha prescrita.

No se rindió Werther, sino que se redujo a pedir al apoderado que se desentendiese, si se trataba de ponerlo en salvo por medio de la fuga. Negóse también. Alberto, que por fin terció también en la conversación, se puso de parte del anciano. Werther tuvo que enmudecer, y se echó fuera con una aflicción horrorosa, luego que el apoderado le dijo terminantemente: «Nada; no cabe salvación.» Con cuánto extremo le traspasaron estas palabras, se echa de ver en un billetillo hallado entre sus papeles, escrito positivamente en el mismo dia.

«¡Conque no te has de salvar, desventurado! Ya estoy viendo que no hay salvación para nosotros.» Lo que Alberto habló por último en el asunto del reo, en presencia del Superior. fué lo que más indispuso a Werther. Se le figuraron asomos de pasión contra él, y aunque, por sus reflexiones reiteradas, no se podia encubrir a sus alcances que, quizá los contrarios iban fundados, sin embargo, contraponiase a su intimo convencimiento, el tener que conformarse a su dictamen.

Una esquelilla sobre esto, y que quizá manifiesta sus relaciones todas con Alberto, se halló en sus borradores.

«¿De qué sirve estarme diciendo y repitiendo que es pundonoroso y leal, al paso que me descuartiza las entrañas? No puedo estar corriente con él.» Como el dia estaba apacible y el tiempo abonanzaba, se volvió a casa Carlota con Alberto a pie, y, entretanto, iba mirando a diestro y siniestro, como si echase de menos a Werther. Alberto se puso a hablar de él, y aun a vituperarle, por cuanto se estrellaba con la equidad, y luego, aludiendo a su aciaga pasión, se mostró deseoso de alejarlo. «Lo apetezco también—dijo—por amor de entrambos, y asi te suplico veas de que varie de conducta respecto de ti, menudeando menos sus visitas. Las gentes lo reparan, y me consta que andamos por ahí de hablillas.» Calló Carlota, y Alberto, calando su silencio, desde aquel punto no se lo nombró más, y si ella le mentaba, o no alternaba en la conversación, o la torcia hacia otros objetos.

La gestión infructuosa de Werther para el rescate del reo, fué el postrer destello de una luz apagadiza. Sumióse más en el quebranto y la inacción, y, sobre todo, salió de si cuando supo que se trataba WERTHER 9 de llamarlo a declarar contra el reo que se aferraba en la negativa.

Cuantos sinsabores había padecido en su vida activa, el sonrojo junto al embajador, cuanto le había desagradado o indispuesto, todo se abalanzó a su espíritu. En virtud de tanto desabrimiento argüía que su elemento era la inacción, se veia aislado, incapaz de hallar algún asidero donde ejercer los oficios de la vida ordinaria; se redujo finalmente, entregado a su extraña sensibilidad, fantasia y arranques perpetuos, a una soledad invariable con el trato desconsolado de una criatura peregrina e idolatrada, cuyo sosiego alteraba con sus potencias disparadas, destroncándose sin rumbo ni objeto, y arrojándose siempre a un paradero lastimoso.

Algunas cartas póstumas son el testimonio más terminante que podemos alegar de su menoscabo, de su pasión, de sus vaivenes y esfuerzos violentos y de su agonia..

12 de diciembre.

«Amado Guillermo: me hallo en un estado, cual corresponde a quien vive persuadido de que algún espíritu maligno lo está acosando. Viene y se me agarra; no es congoja ni anhelo: es una rabia recóndita que amaga desgarrarme el pecho, que me estruja la garganta... Mal haya mil veces... Vago al azar por los medrosos trances nocturnos de la lóbrega y mortal estación.

Anoche me empeñé en salir. Abonanzaba completamente; supe que iba el rio fuera de madre; los arroyos todos rebosando, y de Wahlheim abajo, toda mi vega del alma anegada. A las once me arrojé fuera. Ofrecianine el formidable espectáculo de las olas enfurecidas y despeñadas, arremolinándose a la claridad de la luna, arrollando campiñas, praderas y vallados; y el valle anchuroso, a diestro y siuiestro, hecho un piélago, contrastando con su saia los bramidos del viento. Y cuando, por fin, la luna encaramada se entronizó sobre los nubarrones lóbregos, y que la riada estruendosa centelleaba a mis ojos, con redoblados y pavorosos reflejos, me estremeci todo, y en alas de mis impetus, iba a volar con los brazos tendidos para empozarme allá en el abismo, anheloso tras el alborozo de anegar de una vez mis quebrantos y martirios... ¡Ah! Con el empuje de mis vaivenes los pies no acertaron a elevarse y terminar mis tormentos... Ya estoy viendo que no es llegada mi hora. ¡Oh Guillermo, con qué gloria me desprendería de mi ser, y con cada ráfaga traspasaría las nubes y me abrazaria con las olas! ¿Y acaso este encarcelado no ha de disfrutar con el tiempo tanta dicha?

¡Con qué vehemencia estuve oteando hacia un sitio, donde me senté con Carlota, debajo de un sauce, tras un paseo acalorado!... También estaba anegado, y apenas reconocí el sauce, Guillermo. «¿Y sus prados—recapacité—, y las cercanias de la quinta? Tal vez, volvi a reflexionar, el raudal arrollador volcó la glorieta... Me relampagueó todo lo pasado, como a un préso sueños de rebaños, praderas y señorios... Parémne... No me reconvine, pues tengo ánimo para morir... Hubiera... Y aquí me estoy sentando como una ancianilla, que va recogiendo leña por los vallados y mendrugos de puerta en puerta, para ir alargando por momentos su moribunda y desvalida existencia.»

14 de diciembre.

«¿Qué es esto, Guillermo? Me estremezco de mi nismo. ¿Por ventura no es mi cariño acendrado, fraternal y sobrehumano? ¿Abrigué allá interiormente algún anhelo criminal?... No lo juraré... Y ahora; ¡oh sueños! ¡Cómo aciertan cuantos atribuyen tan contradictorios extremos a extraños agentes! Esta noche, estoy temblando al decirlo... la estrechaba en inis brazos, la arregazaba en mi pecho, y éstampaba en aquella boca, toda amores, millones de besos...; mis ojos se desvanecian en la embriaguez de los suyos. ¡Ay Dios! ¿Soy criminal porque aun ahora mismo me estoy deleitando en recordar con lo intimo de mi alma aquel calenturiento embeleso?... ¡Oh Carlota mia!... Desfallezco... Volaron mis potencias... Ya van ocho días que carezco de razón... Mis ojos están llenos de lágrimas. Allá y acullá me hallo bien y mal... Nada apetezco... Nada me interesa... Más valiera irme.

La resolución de abandonar el mundo había por este tiempo, a impulsos de las circunstancias, internádose más y más en el ánimo de Werther. Desde su regreso hacia Carlota, éste fué siempre el postrer término de su perspectiva y de sus esperanzas; pero se aferraba en que no habia de mediar precipitación ni temeridad, sino que la persuasión más entrañable y la determinación más sosegada habían de acompañar este paso.

Sus dudas y contrastes sobresalen en un apunte, que probablemente era el arranque de alguna carta a Guillermo, y ha remanecido sin fecha entre sus papeles.


«Su presencia, su suerte y su interés por la mia, están todavia exprimiendo las postreras lágrimas de mi caldeado cerebro.

»En descorrer el telón y arrojarse viene a cifrarse todo... ¿Qué estremecimiento, qué demora es ésta? ¿Será porque no se alcanza a ver lo que hay detrás y porque nadie vuelve? Es, por cierto, propiedad de nuestra alma el suponer lobreguez y descamino, dondequiera de que nada se sabe a punto fijo.»


Por último, se fué ensimismando y empapando más en su aciago propósito, hasta aferrarse entrañablemente con él, como lo acredita la ambigua carta siguiente a su amigo.

20 diciembre.

«Gracias a tu intimidad, por el concepto que te merecen mis expresiones, tienes mil razones; me estaria bien el ir por allá. La propuesta que me haces para mi regreso no me llena; a lo menos quisiera dar un rodeo, y más cuando la helada firme y el buen camino me están brindando. También me es muy grato el que trates en venir en persona a cargar conmigo; dilatalo, sin embargo, por quince días, y espera todavía otra carta mia con particularidades...

No se ha de antecoger el fruto, y en la tal quincena quedamos dentro o fuera. Te servirás decir a mi ma—dre que ruegue por su hijo, y que le pido mil perdones por cuantos sinsabores he podido ocasionarle.

Fué mi suerte el apesadumbrar a quienes debia yo acarrear satisfacciones. Pásalo bien, querido del alma bendigate el cielo todo; pásalo bien.»


Cuales eran a la sazón las aprensiones dominantes de Carlota, y cuales sus impulsos respecto a su esposo y a su desventurado amigo, no acertaremos a deslindarlo; pero, desde luego, en vista de su carácterpodemos formarnos un concepto de aquella alma.angelical tan femenina.

Como quiera, es muy positivo, que acordó esforzar la partida de Werther, y si titubeaba era sólo por un miramiento entrañable y amistoso, sabedora del sacriticio que había de mediar, reputándolo casi por imposible. Veiase por entonces más apremiada a hacerlo; su marido seguia callado, y ello la obligaba más aún a evidenciarle con el hecho, cuan cabalmente correspondia a su sentir.

El mismo día de la fecha de la carta recién citada a Guillermo, que era el domingo antes de Navidad, se fué Werther a visitar a Carlota, y la halló sola.

Estaba entretenida en arreglar ciertas niñerias para el aguinaldo de las hermanitas. Le habló del gozo que tendrían las niñas y del tiempo en que, al abrir repentinamente una puerta, con la aparición de un árbol de candelillas, cuajado de dulces y manzanitas. les causaba un embeleso celestial. «También para usted—dijo Carlota—, encubriendo su ofuscación con una sonrisa cariñosa, también para usted habría su presente si se hallase en disposición, aun hay un cirio. ¿Qué significa eso de estar en disposición—exclamó él—. ¿Cómo debo, cómo puedo estar; Carlota del alma? El jueves—contestó—es Navidad; vienen los niños, luego mi padre, en demanda de su porción, en seguida usted... pero no antes.» Werther se sobrecogió... «Debo suplicarle, las circunstancias lo requieren; debo suplicarle, repito, por amor de mi sosiego; esto no puede, no puede seguir así...» Volvió Werther la vista, y empezó a pasearse por el cuarto susurrando entre sus dientes: ¡con que esto no puede seguir asi! Carlota, asustada de ver la violenta inmutación con que lo arrebataban estas palabras se afanó con varias preguntas por distraerle, pero sin fruto. «No, Carlota—exclamó—; no la he de ver a usted más. ¿Por qué?—le preguntó—; usted puede y debe visitarnos con tal que se reporte.

¿Por qué se ha de disparar usted con esa vehemencia, con ese desenfreno, acalorándose por todo? Le ruego a usted—continuó, cogiéndole la mano—conténgase usted. Ese despejo, esa instrucción, ¡cuántos recursos no ofrecen para explayarse? Sea usted hombre, y despréndase de ese aciago interés por una persona que nada puede ya más que compadecerle...» Mordiase los labios y miraba más desencajado. Estrechóle Carlota la mano, y le dijo:

—Vaya, un ratito de sosiego, Werther. ¿No se hace usted cargo de que se engaña a sí mismo, llevando adelante ese empeño? ¿Para qué aferrarse conmigo que soy ya propiedad ajena?... ¿Conmigo no más?

Yo acá estoy recelando que esta misma imposibilidad de poseerme es la que arrebata esos anhelos.» Retiró Werther la mano, mirándola con una vista resuelta y airada. —«¡Qué cordura!—exclamó—. ¡Suma cordura!¿Será Alberto el autor de tanta discreción?

Viva la maña, viva. —Esto se ofrece a cualquieracontestó Carlota; y ¿no ha de haber por ese mundo muchacha alguna que le hinche a usted sus medidas? Vénzase usted a si mismo y salga a la descubierta, que le juro no puede menos de dar con su hallazgo. Dias hace que angustia, por usted y por nosotros, ese emparedamiento en que usted se ha confinado esta temporada. Vénzase usted, pues, y un viajecillo esparcirá ese ánimo. Busque usted y halle un objeto acreedor a su cariño, y vuelto luego por acá, proporciónenos el goce de la fina intimidad.» «Plática — contestó Werther, sonriéndose con desvío, propia para darse a la estampa y servir de cartilla a los ayos. Carlota del alma, franquéeme usted un tanto de sosiego, y todo variará. —Con tal de que no venga usted, Werther, hasta la nochebuena.» En esto entró Alberto en el cuarto. Se saludaron friamente, y se pusieron a dar vueltas, todos cortados. Werther apuntó una especie cualquiera que se apuró al golpe. Otro tanto hizo Alberto, quien preguntó en seguida a su esposa por ciertos encarguillos, y entendiendo que no estaban corrientes prorrumpió en algunas expresiones, en dictamen de Werther, frias y aun ásperas. Queria irse y no acertaba, y permaneciendo indeciso hasta las ocho su aflicción y despecho iban a más, hasta que viendo la mesa puesta tomó su bastón y su sombrero. Convidóle a cenar Alberto; pero creyendo que era todo mera ceremonia, se lo agradeció friamente y marchóse.

Fuése a casa, quitó la vela al criado que le alumbraba y se metió en su cuarto, donde se estuvo lamentando y hablando a solas interrumpidamente; se paseó arrebatadamente a diestro y siniestro, y por fin se tendió vestido sobre la cama, donde le halló a eso de las once el criado, que se arrestó a entrar y decirle si le habia de quitar las botas. Condescendió, encargándole que no entrase a la madrugada hasta que él lo llamara.

El lunes 22 de diciembre escribió la carta siguiente a Carlota, a quien la llevaron después, habiéndola a su muerte hallado cerrada en su escritorio, y la incluyo aqui de intento, porque aclara las circuns—tancias en que la extendió.


«Esto es hecho, Carlota; voy a morir; y te lo participo sin disparos anovelados en la mañana del día que te veré por la vez postrera. Al leer tú, querida de toda mi alma, estos renglones, estará ya cubriendo la yerta losa los restos exánimes de este mal sufrido y desventurado, que, hasta el último punto de su vida, considera como suma bienaventuranza el conversar contigo. Acabo de pasar una noche espantosa, pero al mismo tiempo benéfica, puesto que ha corroborado y consolidado mi resolución. Voy a morir. Al desprenderme de ti anoche, en el disparado alboroto de mis potencias cuando todo me estaba traspasando las entrañas y me aherrojaba esta desahuciada y acibarada existencia junto a ti... apenasentré en mi estancia, hinquéme de rodillas, y ¡ay Dios! me franqueaste el postrer alivio de un amarguisimo lloro. Miles de proyectos, miles de propósitos batallaban en mi espiritu, y por fin me aferré cabal e incontrastablemente en mi único pensamiento: voy a morir... Acostéme, y a la madrugada despertė sosegadamente, siempre aferrado, de lo intimo de mis entrañas, siempre invariable en mi propósito: voy a morir. No hay desesperación, es denuedo que acreditará mi holocausto por ti. Si, Carlota, ¿a qué viene callarlo? Uno de los tres debe quitarse de en medio, y este quiero ser yo. ¡Oh querida mia, en este pecho descuartizado entre sus desvarios ha cabido el de sacrificar tal vez... a tu consorte... a ti..a mi...! Esto es lo que ha de ser... Cuando trepes a esa cumbre, en una tarde apacible, acuérdate de mi, de lo mucho que anduve por esa vega y otea ese cementerio, esa sepultura mia, y ve cómo el ambiente va meciendo la crecida hierba, con los visos del sol en Poniente... Estaba şereno al empezar, y ahora lloro aquí como un niño, pues se me representa todo tan al vivo...»

A eso de las diez llamó Werther a su criado, y al vestirse le encargó, por cuanto dentro de unos días tenia que emprender un viaje, tuviese la ropa arreglada y los baúles corrientes, y con particularidad que pidiese la cuenta, recogiese algunos libros que tenia prestados, y a ciertos pobres que solia socorrer semanalmente, pagarles la limosna correspondiente a dos meses.

Hizose traer la comida al cuarto, y, acabado de comer, monto para ir a casa del apoderado, a quien no halló en casa. Dió vueltas muy pensativo por el jardin, y parece que se empeñaba en redoblar los recuerdos de todos sus quebrantos.

Los niños le dejaron poco rato en paz, se le abalanzaron y refirieron que a la mañana, y la otra y el dia de más allá, tendrían el aguinaldo de Carlota, abultándolo todo con su imaginación traviesa. «¡Con que mañana exclamó, y otra mañana, y luego un dia!»> Los besó a todos cariñosamente, y quiso desviarlos, cuando el menorcillo deseó decirle algo al oido. Le secreteó que los mayores tenian escritos tantísimos billetes para dar el feliz año nuevo; uno para el padre, otro para Alberto y Carlota, y otro para el señor Werther; y que iban a mandárselos el dia de Año nuevo por la mañana tempranito. Esto le volcó; dió una cosilla a cada uno, volvió a montar, encargo saludos para el anciano, y se marchó todo lloroso.

Vuelto a casa a las cinco, mandó a la muchacha que tuviese cuidado del fuego hasta la noche encargó al mozo que fuese colocando en el baúl la ropa blanca y los libros, y luego los vestidos; y entonces, probablemente, escribió el siguiente párrafo de su última carta a Carlota:

«No me esperas; crees que seré obediente, y no te he de ver ya hasta la Nochebuena. ¡Oh Carlota! Hoy o nunca. El dia de Nochebuena tendrás este papelillo en la mano; temblarás y lo bañarás con tus lágrimas preciosas. Quiero, debo... ¡Cuán bien hallado estoy con mi resolución!»


Carlota, entretanto, se hallaba en una situación indecible. Tras la última conversación con Werther, echó de ver cuán violenta le seria su separación, y cuán dolorosa su lejania.

Como por via de preparación, se había dicho que Werther no volveria hasta la Nochebuena en presencia de Alberto, quien se había marchado en busca de un empleado vecino para despachar un negocio, y no debia volver hasta la noche.

Sola, y aun sin sus hermanitas, Carlota se engolfaba en las cavilaciones, que le iban y venian sosegadamente.

Veiase enlazada para siempre con un hombre, cuyo cariño y lealtad estaba experimentando, de quien vivía entrañablemente prendada, cuya apacible confianza habia el cielo puesto a su cargo, y, como mujer discreta, debia cifrar alli toda su felicidad; palpaba cuanto trascendia su desempeño sin término, para sí y para sus hijos. Por otra parte, era tan estrecha su intimidad con Werther, y desde el punto de su primer encuentro había dejado asomar tal simpatía, fomentando luego con su trato y los varios trances sobrevenidos, que su afecto vino a encarnarle hondamente en el corazón. Habituada a comunicarle sus pensamientos y arranques todos de alguna entidad, amagábale su ausencia con un vacio mortal para siempre. ¡Si pudiera instantáneamente transformarlo en hermano, qué dicha la suya!... ¡Si estuviese en su mano enlazarlo con alguna de sus amigas! ¡Si cupiera el restablecer su armonía con Alberto!

Fué luego pasando reseña de sus amigas, y hallando peros y nulidades a todas; no hubo una a quien de corazón lo franqueara.

Tras este escrutinio, vino a deslindar en lo intimo de sus entrañas, sin manifestárselo a las claras a si misma, que todo su afán recóndito y ansioso era atesorarlo para sí misma, añadiendo en seguida que no podía ni debía retenerlo; y su espiritu acendrado, brillante, placentero y socorrido, se empozó en un quebranto que le atajó toda perspectiva de felicidad. Su corazón yacia en cadenas, y un lóbrego nublado le cuajaba la vista.

Eran las seis y media ya, cuando oyó subir la escalera a Werther, y conoció luego sus pasos y su voz, que preguntaba por la señora. ¡Cómo le latia el corazón, por la primera vez—nos atreveremos a decir, con su llegada! Hubiérase negado; y al verle entrar, exclamó con cierto desentono entrañable: «No ha cumplido usted su palabra. —Nada he prometido—fué su contestación. Pero algún caso merecían a lo menos mis amonestaciones—replicó—, y más habiéndoselo rogado por el bien de entrambos.»

Sin saber a derechas lo que hablaba o hacía, envió en busca de unas vecinas, para no estar a solas con Werther. Este le dió unos libros que traia, y preguntó por otros; mientras, Carlota estaba en parte deseosa de que vinieran, y en parte de que no, las amigas. Volvió la muchacha con el recado de que se excusaban ambas.

Encargó a la criada que se trajese la labor al cuarto inmediato; luego tuvo otro pensamiento. Werther se paseaba por el cuarto; sentóse Carlota al piano, empezó un minué, y no acertaba. Volvió sobre si, y sentose con sosiego junto a Werther, que habia tomado su acostumbrado sitio en el canapé.

«Trae usted algo que leer?—le preguntó—. Nada.—Pues ahí le replicó—tengo la traducción de usted de algunos cantos de Ossian; todavía no la he leído, y quisiera oirsela a usted; pero desde entonces ni trabaja, ni hace usted nada.» Sonrióse; tomó las poesias; se estremeció todo al asirlas; se le arrasaron los ojos al irlas hojeando; sentóse, y empezó a leer:

Tu sien bella y centellante,
Antorcha del firmamento,
Al ocaso entre celajes,
Entronizado lucero,
La noche en vislumbres cuaja.
Calló el huracán tremendo,
Y tu luz bañando el bosque,
Ronca el raudal a lo lejos;
La espuma, allá en mil madejas,
se derroca con estruendo;
El enjambre de la tarde
Vuela y zumba por los cerros.
¿Por qué te vas, lumbre hermosa?
Huyes, arrebol risueño.

Y ufano te abraza el golfo,
Baña tu lindo cabello...
Adiós, destello apacible;
Brilla tu, Numen excelso;
Alma de Ossian, resplandece.
E inspirame desde el cielo.
Campea en su poderio;
Ya veo mis deudos yertos;
Ya acuden todos a Lora
Como en sus días más bellos...
Fingal viene, agigantado,
Allá cual vapor inmenso,
Y al par sus héroes; contempla
Al entonador excelso,
Ullin, cano; Rino, erguido:
Alpino, cantor perfecto,
Y tú, Minona amorosa,
Con tus ecos halagüeños.
Amigos de mis entrañas,
¡Qué demudados os veo!
Desde el gran festin de Selma,
Donde en concurso selecto,
Al feliz blasón del canto
Voló vuestro amor intenso;
¡Cómo allá de cumbre en cumbre
El cèfiro lisonjero
Doblegó con rumor leye
El césped tupido y tierno!
Alli descolló Minona
En hermosura, sumiendo
Sus miradas abatidas

En lloro amargo y perpetuo.
Suelta su gran cabellera
Volaba a merced del viento,
En cuyas alas bajara
De los empinados cerros.
Contristáronse los héroes
Al oír su lindo acento;
Pues de Salgar tantas veces
La tumba estuvieron viendo,
Tantas veces la morada
Fatal de la blanca Colma.
Colma, allí desamparada,
Con su canto por los cerros,
A su Salgar esperando...
Mas tiende la noche el velo;
Y escuchad la voz de Colma
Que yace sola en el cerro.

COLMA

Anocheció y yazco sola,
En medio de la tormenta
Perdida por esos montes.
Brama el viento por las sierras,
Y aúlla de roca en roca
Más rabioso que una fiera.
No me abriga de la lluvia
Una choza... y la tormenta
Más y más por cada instante
Redobla en mi su braveza.
¡Descuella sobre las nubes,
Oh Luna! Brillad, estrellas:

Guiadme con vuestros rayos
Al sitio donde se acuesta
Mi bien, tras la ansiosa caza,
Con el arco sin saetas,
Y sus canes roncadores.
Sentaréme aquí en la roca
A esperar que la tormenta
Amaine. Y el bravo viento,
Y el aguacero resuenan;
Mas ¡ay! que su voz ansiada
A mis oldos no llega.
¿Por qué tardas, Salgar mio?
¿Olvidaste tu promesa?...
Aquí está el raudal sonoro,
Alli el árbol y la peňa.
Al asomo de la noche
Hallarte aqui me ofrecieras.
¿Por dónde vas, Salgar mio,
Sin camino ni carrera?
Vuelo contigo, y por siempre
Padre y hermano allá quedan.
¡Qué soberbios! Si se enconan
Sin fin las raleas nuestras,
Yo no seré tu enemiga,
No, Salgar, mi dulce prenda.
Enmudece un tanto, oh viento;
Un tanto, raudal, te aquieta;
Dejad que mi voz resuene
Por esa anchurosa vega,
Y mi extraviado del alma
Oirla al momento pueda.

Salgar, yo soy quien te llama;
Ahí están árbol y peňa.
Aqui estoy, Salgar, mi dueño,
¿Por qué tarda tu presencia?
Ved cuál relumbra la luna,
Y el sesgo río platea;
Allá sobre erguidos montes
Tajadas rocas pardean...
Miro a su cumbre, y no asoma
El adorado, a quien cercan
Sus canes; ¡ay! que no ladran,
Ni sus pasos vitorean,
Anunciando su llegada...
Siéntome sola en su espera.
Mas ¿quiénes son los que yacen
Emboscados por la selva?...
¿Es mi dueño, u es mi hermano?...
Hablad... no responden... yerta
Está el alma... ¿Qué? ¿Finaron?
Sus espadas aun rojean
De la batalla. ¡Ay hermano!
¡Hermano! ¿Por qué a mi prenda,
A mi Salgar degollaste?
¿Por qué, Salgar, de tu diestra
Expiró mi dulce hermano?
Entrambos erais mis prendas.
Descollaba por los cerros
Entre miles tu belleza;
Y aquel era para todos
Formidable en la pelea.
Responded. oid mis voces,

Amores míos... ¡qué pena!
Enmudecieron por siempre,
Rostros yertos como tierra...
Desde las tajadas rocas,
Desde esa excelsa eminencia,
Que allá ronca, habladme sombras;
No me asusta la voz vuestra...
Difuntos: ¿adónde fuisteis
a descansar en la huesa?
¿Entre qué empinados riscos
Os hallaré, en ondas quiebras?
Ningún escasillo acento
Entre los vientos resuena.
Ni entre el bramar de las cumbres
Oigo respuesta halagüeña.
Llorosa y deshecha en ayes,
Ansio el alba que no llega.
Amigos de los finados,
Cavad, preparad la huesa;
Pero hasta el punto que asome
Por allá, tenedla abierta.
¿A qué tardar, si mi vida
cual sueño exhalada vuela?
Moraré alli con los míos
Sobre el raudal que se estrella
Con estruendo redoblado.
Entre peñascos... y apenas
Anochezca, allá me arrojo
Por cumbres, vientos y selvas.
Y entono el duelo a los míos
En tristísimas endechas.

El cazador que me escucha
Teme el canto y lo celebra,
Pues lo suaviza el cariño
Que exhalo a mis dulces prendas.
Tal fué tu cantar, Minona,
Hija ruborosa y tierna
De Torman... Todos lloramos
Sin consuelo a sus querellas.
Ullin entró con el harpa,
Y nos dió el canto de Alpino...
La voz de Alpino fué grata.
Un rayo el alma de Rino.
Luego fué su estrecho albergue
Su voz de Selma el hechizo.
Volvia Ullin de su caza,
De los héroes ejercicio;
Y en el monte oyó el certamen
Del canto triste y divino.
De Morar el fin plañían,
De los héroes el más digno.
Otro Fingal en el alma,
Nuevo Oscar en el peligro...
Cayó y lloróle su padre.
Y al par están de continuo
Llorándole sus hermanas;
Minona sus ojos lindos
Baña en llanto, como hermana
Del campeón esclarecido.
Se eclipsó, de Ullin al canto,
Como la luna, en deliquio,

Al occidente se nubla
Con aguacero infinito.
Templé con Ullin el arpa
Para su lloro expresivo.

RINO

Cesó la lluvia
Y cesó el viento.
Roto el nublado
Quedó sereno.
El sol a ráfagas
Baña los cerros;
Rojo el torrente
Corre sin freno,
Desde la cumbre,
Surcando el suelo,
Con su murmullo
Siempre halagüeño;
Pero aun más grato
Es el lamento
Que el fiel amigo
Rinde a los muertos.
Ya cabizbajo
De afán y tiempo,
Sus ojos muestra
Rojos y llenos
De llanto. Alpino,
Cantor excelso,
¿Por qué tan sólo
Entre el silencio
De las montañas?

¿Por qué vertiendo
Estás tu lloro,
Cual vid en medio
Del bosque, o fuente
Allá a lo lejos?...

ALPINO

Por los finados correrá mi llanto;
Los moradores de la tumba canto.
Rino, en denuedo trepador descuellas.
Y la cumbre ostentó tus formas bellas:
Mas luego al par
Del gran Morar,
Tus arrogantes miembros se despeñan.
Y en tu huesa los deudos se desgreñan.
Te olvida ya tu cima idolatrada,
Y flejo el arco yace en tu morada.
Cual de corzo, Morar, veloz tu planta
Por los riscos volaba; y cual espanta
Celeste fuego,
Triunfabas luego;
Fué tu sana huracán, y en lid tu espada
Cual rayo que las selvas anonada.
Ronco tu voz como torrente fiero
Que hinchado se derrumba
Tras inmenso aguacero,
Oh trueno que en la sierra allá retumba.
¡Cuántos, cuántos cayeron por tu brazo!
La llama de tu ira fué su tumba...
Pero vuelto al regazo
De la paz halagüeña,

Con amistoso acento y faz risueña.
Cual bello sol tras tempestad furiosa.
Oh clara luna en noche silenciosa.
Mostrabas el sosiego de tu alma.
Cual cristalino mar en blanda calma.
Estrecha es tu mansión y tenebrosa.
Alcázar de tres pasos; en la huesa
La corpulencia aquesa
Cuatro losas
Ya verdosas
Abarcan; y tan triste monumento.
Con larga hierba y desmochado tronco.
Resuena en soledad el viento ronco,
Y muestra al cazador sobresaltado
La tumba de Morar tan ensalzado.
Madre ni amante, con mortal acento
Su amor te lloran, pues al par murieron...
La anciana de su hado,
La niña, de Morglan, victimas fueron.
¿Quién el báculo empuña? ¿Quién blanquea
Por la cabeza de vejez, y rojos
Ya de tanto llorar muestra sus ojos?...
Es tu padre, oh Morar, único hijo,
Y cuya gloria militar bendijo.
¡Qué mortandad causaba en la pelea!
Escuchaste su fama esclarecida,
Y nada oiste de su cruel herida.
¡Oh padre de Morar! Llora y más llora;
Tu hijo ensordeció; le cupo en suerte
El sueño de la muerte,
Y un terrón por almohada

Tan solo tiene ahora,
Ni te oye, ni despierta a tu llamada;
No hay para la tumba madrugada,
Ni decir al oído,
Levántate, dormido.
Adiós, oh timbre del linaje humano,
Oh siempre triunfador en las peleas.
En el lóbrego bosque, ya no ufano
Con tu bruñido acero centelleas.
No dejas prole, mas en son subido
Se cantará tu nombre esclarecido;
Y el tiempo venidero allá asombrado
Hablará de Morar, el malogrado.
Sonó de nobles héroes el lamento,
De Armin sublime al suspirar violento.
Cantó del hijo la virtud temprana,
Cual flor, muriendo en mocedad lozana.
Principe de Galmal, valle sonoro,
Carmor sentóse en el augusto coro.
¿Por qué solloza Armin-dice-el lloroso?
¿A qué mostrarse aqui tan pesaroso?
¿No es mejor entonar tiernos cantares
Que destierran el llanto y los pesares?
La endecha es niebla que del mar se encumbra,
El valle anubla, el caliz de las flores
Cuaja de perlas, pero el sol relumbra,
Y la niebla a sus vivos resplandores
Huyó... ¿A qué, pues, gemir con tal empeño,
Del maritimo Corma, Armin, el dueño?
A redoblar sin fin mi triste canto
Harto me fuerza mi mortal quebranto.

Tú ni mozo, ni moza floreciente,
Carmor, perdiste; vive ese valiente
Colgar, y vive la tu Amira bella,
Que en dones mil descuella.
Carmor, con dos pimpollos ¿quién campea
Cual tú?... en Armin expira su ralea;
Tu mansión es, o Daura, tenebrosa,
Mudo en tu huesa el sueño.
Despierta con tu cantico halagüeño,
Con tu voz melodiosa...
Alzaos, vientos de otoño; alzaos, ea;
De vuestra saña campo el bosque sea:
Ronca, aúlla, raudal; con furia loca,
Tormenta, encinas en montón derroca;
Plácida luna, el nubarrón cuartea;
Cambiando ve tu rostro macilento,
Recuérdame la noche pavorosa,
El aciago momento,
En que expiró mi prole generosa,
Mi valiente Arindal, mi Daura hermosa.
Daura, hija mia de sin par belleza,
Cual luna que en raudal vierte su lumbre
De Fura en alta cumbre,
Tez de nieve al caer, de hablar precioso,
Cual el soplo del céfiro oloroso.
Arindal, con gallarda gentileza,
Ya el arco preparando,
Ya el rápido venablo disparando,
Tu mirada en la lid dejaba mudo,
Y rayo en la tormenta era tu escudo.
Armar, aquel guerrero decantado,

Al cariño de Daura aspiró osado:
Fué acogido su intento.
Y mi bando esperó bienes sin cuento.
Hijo de Odgal, Erat, siempre enconado
Contra Armar, que mató al hermano amado,
En traje de marino,
Sobre lindo bajel oculto vino.
Cano y sereno, de formal semblante.
Exclamó: hija amable y arrogante
De Armin, en la alta roca allå te espera
Armar que te idolatra en la ribera;
Y yo vengo a llevar su prenda amada
Contrastando la mar alborotada.
Siguióle Daura por su Armar clamando;
La roca sola el eco redoblando
Responde: Armar, Armar, mi bien, mi encanto,
¿Por qué me afliges tanto?
Hijo de Arnat, contesta:
Daura te llama ansiando tu respuesta.
Erat aleve se emboscó riendo;
Daura esforzó la voz, venid, diciendo,
Acá Armin y Arindal, padre y hermano,
¿No rescatarà a Daura auxilio humano?
Volo sobre los mares su alarido;
Arrójaste Arindal, mi hijo querido,
Tras la caza afanado,
Las sąetas resuenan a su lado;
El arco empuña; en torno cinco fieros
Guardianes son sus fieles compañeros.
Viendo allá por la playa a Erat osado,
Ya, ya le prende,

Y a una robusta encina, el vil,. atado
Con gemidos sin fin el aire hiende.
Surca Arindal las olas con su leño
En pos de Daura; Armar en crudo ceno
Llega y dispara el emplumado dardo
Que zumba, y ¡ay! tu corazón gallardo
Traspasa, oh mi Arindal, hijo precioso.
En vez de aquel Erat, el alevoso,
Expiras tú, y al par el frágil leño
Zozobra entre las rocas con su dueño.
Baňa tus pies la sangre del hermano.
Daura, y redoblas tu lamento en vano.
¡Ay que el barco se estrella!
Y Armar vuela a salvar su Daura bella.
O morir... sopla tramontana luego
Y hunde en las olas al amante ciego.
En la azotada peña yo aislado
Oi el lamento de la hija mia;
Agudo el alarido y redoblado
Fué... mas salvarla el padre no podia.
La noche toda en el confin clavado
Del mar, cual sombra apenas la veia
Allá a la luna... mas su voz oia...
El huracán bramaba,
Recia lluvia las faldas azotaba
Del monte; y su tristisimo alarido
Más y más se apocaba...
Antes del alba, cual ambiente blando
De la tarde entre el césped expirando.
Dejó de ver la lumbre,
Abrumada de inmensa pesadumbre.

Armin quedó abatido y solitario.
Y yo, aquel temerario,
En las lides flaqueo,
Y más en el pomposo galanteo.
Cuando entre cumbres la tormenta brama,
Cuando el norte alza el mar, y el aire inflama,
Me siento en la ribera estremecida,
Y contemplo la roca aborrecida,
Absorto en el fracaso,
Ya inclinada la luna hacia el ocaso,
Estoy viendo a mis hijos hermanados
Volar entre vislumbres, contristados...»


Prorrumpió Carlota en un torrente de lágrimas, y, para franquear algún desahogo a su pecho comprimido, atajó la canturria de Werther. Este soltó el papel, le asió la mano, y se la bañó en lágrimas de amargura. Carlota, apoyada sobre la otra, acudió luego con el pañuelo a enjugarse el llanto La conmoción de entrambos era violentisima. La suerte de los héroes era el retrato vivo de su desdicha, latia de mancomún en sus pechos, y sus lágrimas se juntaban. Abrazado Werther con Carlota, sus ojos y sus labios se enardecian; estremecióse, quiso huir Carlota, pero el quebranto y el interés la entorpecian y ataban cual una mole de plomo. Esforzó el aliento para rehacerse, y le suplicó encarecidamente, sollozando y con insistencias angelicales, que continuase. Trémulo Werther, con el pecho entumecido, alzó el papel y siguió interrumpidamente:

¿Para qué, cefirillo, dispertarme?
¿Para qué con halagos engañarme?
Maná celeste mis sentidos baña;
El plazo vuela y mi verdor empaña;
Ya asoma la tormenta
Y brama y se acrecienta,
Y llega y me despoja
De mi lozana hoja.
Mañana ha de venir el viandante
Que logró verme en mi beldad brillante.
Su vista con ahinco ha de buscarme,
Y otea la campiña, y no ha de hallarme.


La pujanza toda de estas palabras se desplomó sobre los desventurados. El se arrojó desesperadamente a Carlota, le asió las manos, las estrechó contra sus ojos y su frente, y le estampó como un arranque de su propósito pavoroso que se le apoderó del alma. Carlota, fuera de si, le apretó las manos, las estrechó contra su seno, inclinósele con un impulso entrañable, y tocáronse sus mejillas. El mundo desapareció para ellos. Enlazóla Werther en sus brazos, estrechóla a su pecho, y estampóle, en sus labios trémulos y tartamudos, desaforados besos. «¡Werther!--exclamó ella con la voz anudada, desviándose—. ¡Werther!» Y le apartaba blandamente el pecho del suyo. ¡Werther!--clamaba con el tono apocado de un arranque pundonoroso. No se aferró; desenlazándose de sus brazos, se postró a ciegas a sus plantas. Levantóle Carlota, y, con ansioso trastorno, en el vaivén del cariño y de la ira, dijo: «Esta es la despedida, Werther; no me verá usted más.» Y, con un mirar intenso de pasión y de lástima, corrió atropelladamente a encerrarse en el cuarto inmediato. Werther, con los brazos tendidos, no se arrestó a detenerla. Sentóse en el suelo, recostando la cabeza en el canapé, y asi permaneció como media hora, hasta que cierto rumor le hizo volver en sí. Era la doncella, que iba a cubrir la mesa. Paseóse por el cuarto, y, viéndose otra vez solo, se fué a la puerta del gabinete, y, con voz muy queda, llamo: «¡Carlota! ¡Carlota! Siquiera una palabra, un adiós...» Calló... Esperó él, y suplicó, y esperó todavía... Al fin marchose, exclamando: «¡Adiós, Carlota! ¡Adiós para siempre!» Fuése a la puerta del pueblo; la guardia, que lo conocía, le franqueó la salida; forcejeó con la lluvia y la nieve, y volvió a las once. El criado reparó que su amo volvía a casa sin sombrero. No se atrevió a decirselo, y, al desnudarlo, vió que estaba todo empapado. Hallóse después el sombrero en una peña, a la falda del cerro que inira a la vega; y no se alcanza cómo en una noche tan lóbrega y lluviosa acertó a volver sin tropiezo.

Acostóse, y durmió un rato. A la madrugada, el mozo, al entrarle el café que había pedido, le encontró escribiendo lo que sigue, en forma de carta, a Carlota:

«Por despedida, pues; por despedida, abro los ojos; ya no han de ver más el sol; yacen encapotados tras un toldo revuelto. Enlútate, Naturaleza, puesto que este tu hijo, tu amigo y tu amante está asomado al postrer trance. ¡Qué sensación tan sin igual, Carlota, que se acerca al sueño amortiguado, la de decir: ¡esta es la mañana última! ¡La última, Carlota! Ninguna mella me causa esta palabra: última. Heme aquí en mis potencias todas, y mañana yazco tendido y yerto en el suelo. ¡Morir! ¿Qué viene a significar esto?

Estamos soñando al hablar de la muerte. He visto morir a varios; pero la Humanidad es tan obtusa, que no le cupo alcanzar el arranque ni el término de su existencia. Todavia soy mío... tuyo, tuyo, adorada mia... Y, en un momento, separados, desviados... quizás para siempre... No, Carlota, no... ¿Cómo puedo fenecer? ¿Cómo has de fenecer tú? De hecho existimos... ¡Fenecer! ¿Qué viene a significar esto?

No es más, repito, que una voz, un sonido huero y sin sentido para mi corazón. Muerto, Carlota, enterrado en el suelo estrecho, lóbrego, yerto. Tuve una amiga, que era el todo de mi desvalida mocedad; murió, segui el cadáver, me asomé al sepulcro, descargáronse los portadores, susurró la cuerda al bajar y subir, sonó allá abajo la primera palada, resonó hondamente el ataúd estrecho, fué a menos y a menos el eco, y quedó por fin encerrada. Arrojéme sobre la huesa, atónito, conmovido, angustiado, con las entrañas traspasadas, sin saber lo que me sucedia... ni lo que me ha de acontecer. ¡Morir! ¡Túmulo!... No comprendo estas palabras.

Perdona, perdona.. ¡Ayer! debió ser el punto. final de mi vida. Angel mio, por la vez primera, por la primera vez, ciertamente, encarnó y abrazó mi más intimo ser la sensación del sumo deleite. Arde todavia en mis labios aquel sobrehumano fuego que despedían los tuyos... Me ama, si, me ama... Nueva y fogosa delicia riega mis entrañas... Perdona, perdona.

Sabía yo que me correspondías; súpelo desde tu primera mirada del alma, desde el primer estrechón de mano; sin embargo, al hallarme lejos de tu lado, al ver a Alberto junto a ti, zozobré con vaivenes calenturientos.

¿Recuerdas aquellas flores que me enviaste cuando allá en la aciaga concurrencia no tuvimos arbitrio para hablarnos y darnos la mano? Pasé medianoche arrodillado ante el ramillete, que era el sueño de tu cariño. Aquellas impresiones, ¡ay de mi!, ya volaron, como el agradecimiento a las finezas de su Dios se suele borrar del alma de los creyentes, cuando llegan a disfrutar las muestras palpables de la bienaventuranza.

Todo eso es pasajero, pero ni la misma eternidad alcanzará a desvanecer la vida intensísima que disfruté ayer en tus labios, y que estoy todavía paladeando... Me ama... Estos brazos la estrecharon, estos labios se desalaron sobre los suyos, y esta boca tartamudeó contra la suya. Ella es mia... Si, Carlota, mía eres para siempre.

¿Y qué sirve que Alberto sea tu consorte? ¡Consorte!... Lo será para este mundo; y para este mundo peco amándote, y queriendo arrebatarte de sus brazos a los mios... ¿Pecado? Corriente; y allá va mi castigo; ya he gustado con toda la plenitud de la bienaventuranza ese pecado, empapando todo mi corazón en el bálsamo y la pujanza de la vida. Tú, desde ese punto eres mía; mia, Carlota. Allá me adelanto; voyme hacia mi padre y hacia el tuyo. A él clamaré, y me consolará hasta tu llegada; y entonces vuelo a tu encuentro, te abrazo y vivo contigo en presencia del infinito, con enlace perpetuo.

No sueño, ni deliro; asomado al sepulcro, todo se me despeja. Renaceremos y nos reuniremos. Veré a tu madre, la veré, la hallaré, le explayaré lo intimo de mi corazón. ¡Tu madre! ¡Tu imagen!»> A eso de las once, preguntó Werther a su criado si Alberto estaria ya de vuelta. Respondióle que si, por haber visto pasar su caballo; y entonces le dió una esquelilla abierta con este contenido:

«¿Tendrá usted a bien prestarme sus pistolas para el viaje que tengo dispuesto? Páselo usted muy bien.»> Desvelóse la peregrina dama la última noche; presintió el aciago paradero, muy diverso de cuanto pudo presumir y temer; su sangre acendrada y apacible se disparó en arrebato calenturiento, y mil violentos latidos desgarraban su corazón candoroso.

¿Habiasele internado el fuego de los abrazos de Werther? ¿Indignábase por su temeridad? ¿Parangonaba amargamente su estado actual con aquellos días bonancibles de inocencia intacta y desahogada, tan bien hallada consigo misma? ¿Cómo le saldría al encuentro a su marido? ¿Cómo noticiarle un lance, que, aun cuando osase comunicárselo, no se atrevia a comunicárselo a sí misma? Después de haber estado tanto tiempo silenciosos, ¿seria ella la que WERTHER 11 desenmudeciese, y que tan inoportuna e inesperadamente le hiciese aquella manifestación? Desde luego se recelaba que la mera participación de la visita de Werther habia de amargarle, cuanto más la relación del impensado trance. ¿Podia vivir esperanzada de que el marido lo tomaría, sin rastro de preocupación anterior, bajo un sesgo favorable? ¿Y podia apetecer que la sondease y registrase sus interioridades? ¿Y, en fin, acertaría a ocultarse para con un hombre, ante quien, como en un espejo, se retrataban siempre los más recónditos arcanos de uno y otro? Y luego su mayor afán, su conflicto sumo era volver el pensamiento a quien yacia desahuciado, a aquel Werther que no podia echar de si al desventurado que le era forzoso abandonar, y que, en habiéndola perdido, ya nada le venía a quedar.

1 ¡Cuán arduo aparecia lo que, por el pronto, no alcanzara a comprender, esto es, el encuentro de ambos en ella, el desacuerdo firme y decidido. Unos hombres tan cuerdos y bondadosos se habian reservado las desavenencias intimas, y ateniéndose siempre a la razón propia y a la sinrazón ajena, se enmarañaban y entretejian las disensiones en tal extremo, que se imposibilitaba el desanudarlas y aislarlas en el trance critico. Si una confianza mutua y venturosa se hubiese antes entablado, donde el cariño y la previsión estuviesen siempre alertá para atajar los descarrios del corazón, quizá nuestro amigo aportara a salvamento.

Mediaba la circunstancia de que Werther, como nos consta por sus cartas, no embozaba su anhelo de quitarse de en medio. Solia contrastárselo Alberto, y aun había sido materia de conversación repetidamente entre los consortes. Alberto, de suyo mal hallado con el intento, varias veces allá con cierta vehemencia, ajena de su temple, habia dado a entender que no le cabian en la cabeza las veras con que solia aparentar semejante propósito; por tanto, se habia propasado a ciertas chanzas, franqueando sus escasas creederas con Carlota. Bajo cierto viso, se sosegaba entonces su espíritu, despavorido con sus aprensiones; por otra parte se consideraba asi atajada, en su ánimo de comunicar a su esposo el afán que la martirizaba.

Llegó Alberto, y le salió Carlota arrebatadamente al encuentro; estaba alterado por el malogro del negocio que traía con un vecino empleado, que se le mostró tacaño e inflexible; y lo trabajoso del camino le había indispuesto de remate.

Preguntó si habia novedad, y ella le contestó apresuradamente: «Werther estuvo anoche.» Preguntó por sus cartas, y le dijo que había algunas con otros pliegos en su cuarto. Subióse a él, y Carlota se quedó sola. La presencia de un marido, a quien queria y reverenciaba, habia causado nueva impresión en su interior. La consideración de su pundonor su cariño y su bondad, habia serenado su ánimo, y le suscitó el arranque de seguirle; tomó su labor, y se subió a su estancia, como solía hacerlo. Hallóle afanado en abrir y leer sus pliegos, y no todos, al parecer, eran de su agrado: hizole Carlota 4 alguna preguntilla, a la cual contestaba muy lacónico, y se puso luego a escribir en su bufete.

Permanecieron así como una hora, y siempre se le fué más anublando el ánimo a Carlota. Se hizo cargo de cuán arduo seria desentrañar de su corazón aquel secreto con su esposo, aun cuando estuviese de temple muy placentero; y le sobrevino una congoja tanto más intensa cuanto procuraba encubrirla y tragarse las lágrimas.

Al asomar el mozo de Werther se agravó su conflicto; alargó la esquelilla a Alberto, quien sosegadamente se inclinó hacia su esposa, y le dijo: «Dale las pistolas»; y vuelto al muchacho, «que tenga feliz viaje»>. Esto fué un centellazo para ella: iba dando traspiés, enajenada toda. Se fué acercando pausadamente hacia la pared, descolgó temblando las armas, les limpió el polvo, y no acababa de entregárselas, hasta que una mirada significativa de Alberto arrolló su irresolución. Dió el fatal instrumento al mozo, sin acertar a proferir una palabra, y ape:

nas se marchó el portador recogió su labor, y se encaminó a su cuarto en el vaivén de la más rematada incertidumbre. Horrorizábanla los anuncios de su corazón, Tan pronto le asaltaban impulsos de arrojarse a los pies del marido y ponerle de manifiesto la ocurrencia sobrevenida, su yerro y sus zozobras, como echaba de ver el malogro de su intento, sin recabar de Alberto que fuera a la casa de Werther. Estaba cubierta la mesa, y cierta buena amiga que había ido a hacer una pregunta y marcharse en seguida, se quedó por fin; terció medianamente en la conversación y hubo de violentarse a hablar, esparcirse y distraerse.

Llegó el mozo con las pistolas, dáselas a Werther desaladamente al saber que iban de mano de Carlota; se hace traer pan y vino, manda al criado que se vaya a comer, y se pone a escribir:

«Pasaron por tu mano, limpiásteles el polvo; las beso mil veces recién tocadas por ti... ¡Y tú, angel del cielo, favoreces mi resolución! ¡Tú, Carlota, me aprontas el instrumento; tú, de cuya diestra ansiaba recibir la muerte, y ¡ay de mi! la recibo! Informame el mozo que temblabas al alargárselas, sin la menor despedida... ¡Oh, malhaya, malhaya!... ¡Ni un adiós siquiera! ¿Me habías de cerrar tu pecho por causa del trance que me ha estrechado contigo para siempre?... Carlota, ni los siglos de los siglos borrarán este cariño, y mis entrañas me están diciendo que no puedes llevar a mal los extremos de quien te idolatra.» Mandó al mozo, después de comer, que lo empaquetase todo; rasgó varios papeles, salió y dejó corrientes algunas deudas. Volvió a casa, marchóse de nuevo, y saliendo del pueblo se estuvo paseando en medio de la lluvia por el jardín del conde; se explayó luego por el campo, y volviendo al anochecer escribió:

«Guillermo: acabo de ver por la vez postrera el campo, la selva y el cielo. Adiós, tú también. ¡Perdóname, madre mia! ¡Consuélala, Guillermo! ¡Bendigaos el Altísimo! Mis asuntos quedan todos corrientes; nos volveremos a ver más complacidos.

»Portéme mal contigo, Alberto, y me habrás de indultar. He alterado la paz de tu casa con la cizaña de la desconfianza. Adiós; esto llegó a su término. ¡Así con quitarme yo de en medio vinieses a ser dichoso! Alberto, Alberto, haz feliz a ese ángel y que la bendición del Señor se perpetúe en tu morada. »


Anduvo todavia papeleando por la noche; hizo una porción de pedazos y los arrojó a la lumbre; cerró un pliego con el sobre a Guillermo. Contenia ciertos bosquejillos y pensamientos sueltos, habiendo tal cual de ellos llegado a mis manos. Luego, como a las diez, mandó avivar el fuego y traerle una botella de vino; haciendo que se acostase el criado, que tenia su dormitorio como los demás huéspedes, desviado a la espalda, el cual se echó vestido, por cuanto le había dicho su amo que a las séis de la madrugada acudirian a la puerta los caballos de la posta.

Después de las once

«Todo en torno de mi está sosegado al par de mi espiritu. Doite gracias, mi Dios, porque en este último trance me franqueas tan denodado brío.

»Me asomo, dueño mio, y allá estoy viendo entre los nubarrones revueltos y tempestuosos, tal cual estrella del cielo sempiterno. No caeréis, no; el Hacedor os abriga... como a mi... en su pecho. Estoy allá viendo las estrellas delanteras del carro, mis astros queridos del alma. Al desviarme anoche de ti al atravesar tus umbrales, los tenía enfrente. ¡Con qué embeleso los contemplé miles de veces, y con las manos tendidas les tomé por nortes para encaminarme a mi bienaventuranza!, y todavia... ¡Oh Carlota!

¿Qué habrá que no me recuerde a ti? ¿Dónde no me estás presente? ¿No he estado, a manera de niño, arrebatando para mi desaladamente cuantas fruslerias hubieres llegado a tocar?

»Adorado retratillo: allá te lo devuelvo por vía de manda, y te suplico que lo custodies. Miles y miles de besos estampaba en él, y miles de saludos le rendia al salir y al volver a casa.

»Ruego al padre por medio de una esquelilla que se sirva resguardar mi cadáver. En el atrio de la iglesia, a la esquina que mira al campo, hay dos tilos, a cuyos pies anhelo descansar. Puede, y no dejará de hacerlo por un amigo, y más si tú se lo recomiendas. No trato de pedir a los fieles cristianos que coloquen sus restos junto a los de un triste desventurado. ¡Ay!, quisiera que se me enterrase en un camino o en un valle solitario, para que sacerdotes y levitas pasasen de largo con sus bendiciones, y los samaritanos derramasen alguna lágrima.

Aqui estoy, Carlota, no me estremezco al empuñar el yerto y pavoroso cáliz, en el cual voy a beber el sueño de la muerte. Tú me lo brindas, y no me emperezo. Aqui se cifra todo, y así se cumplen todos los anhelos y esperanzas de mi vida. Tan sereno y tan erguido descargo el aldabazo sobre la puerta herrada de la muerte.

»Es hacerme participe de la dicha el morir por ti, por ti, Carlota, rendirme en holocausto. Moriria ani—moso, moriría placentero, con tal que pudiera restablecerse el sosiego y el júbilo de tu vida. Pero ¡ay!

quizá no ha cabido en suerte a muchos héroes el derramar la sangre por los suyos, y con tal sacrificio acarrearles una nueva y centuplicada vida.

»Con esta ropa, Carlota, quiero ser enterrado; quedó santificada con tu contacto, y asi se lo suplico también a tu padre. Mi alma vuela ya en torno del ataúd. No hay que registrar mis bolsillos. Aquellos lazos rojizos que llevabas al pecho, la primera vez que te vi con los niños (bésalos mil veces, y participales la suerte de su desventurado amigo, los preciosos del alma siempre me bullen al derredor; ¡cómo me aferré desde el primer momento en que no podía desviarme de ti!)... estos lazos se han de sepultar conmigo; ¡me los enviaste en mi cumpleaños! ¡Cómo me empapaba en tales logros!... ¡Ay de mí! No soñaba que tendría este paradero... Paz, paz, te lo suplico.

»Ya están cargadas... ¡las doce!... Ea, pues... ¡Carlota, Carlota, adiós, adiós!» Un vecino vió el fogonazo y oyó el estallido; pero, como todo permanecía sosegado, no paró más la atención.

Por la madrugada, a las seis, entró el criado con luz; halló a su amo en el suelo, la pistola y la sangre. Lo llamó, lo afianzó, no respondia; pero aun le seguía el ronquido. Corrió en busca de facultativos y de Alberto. Carlota oyó la campanilla, y un temblor se apoderó de todos sus miembros. Despertó a su marido, levantáronse; el criado, sollozando y titubeando, les dió la noticia; Carlota se tendió desmayada delante de Alberto.

Vino el médico, halló en el suelo y dió por desahuciado al infeliz, y aunque le latía el pulso tenia todos los miembros estropeados. Se había disparado sobre el ojo derecho y voládose los sesos. Abriéronle, aunque por demás, una vena en el brazo; corrió la sangre, y seguía alentando.

Por la sangre en los lados de las sillas se echaba de ver que, sentado ante el bufete, se había disparado, y luego en la convulsión se había volcado al suelo. Con el esfallecimiento se había respaldado cerca de la ventana, vestido enteramente con el frac azul y la chupa amarilla.

Huéspedes, vecinos y pueblo, todos acudieron en conmoción. Entró Alberto. Habian puesto a Werther en la cama y vendádole la frente. Estaba inmoble y con el semblante cadavérico. Los pulmones, ya más, ya menos, le roncaban horrorosamente y se estaba acabando por puntos.

Habia bebido un vaso del vino, y tenia abierto sobre el bufete «Emilia Galoti».

No hay que ponderar el trastorno de Alberto y los lamentos de Carlota.

El anciano apoderado acudió traspasado al primer aviso, y besó al moribundo, con lágrimas entrañables. Sus mayorcitos vinieron en seguida a pie, y se sentaron a cabecera; con ademanes de un quebranto incontrastable le besaron las manos y la boca: y el mayor, que siempre le había merecido especial privanza, se clavó en sus labios, hasta que se hizo indispensable el separarlo y sacarlo a viva fuerza. Expiró por fin al mediodía. La presencia y disposiciones del apoderado evitaron un alboroto. A eso de las once de la noche se le sepultó en el sitio que habia escogido. El anciano y los niños asistieron al entierro. Alberto no pudo. Zozobraba la vida de Carlota. Menestrales fueron los portadores, sin acompañamiento de eclesiásticos.

FIN