Las dos gracias/Capítulo II

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Capítulo II

Y ciertamente era difícil hallar una situación más aislada que aquella en que se encontraba el coronel. Hay desamparos e infortunios que pasan ignorados porque cuidan de no ser vistos, porque tienen el pudor de la pobreza noble, que consiste, no en avergonzarse de ella, sino en sufrirla con valor y sin el bochorno del socorro ajeno. En España hay además dos motivos muy poderosos para sobrellevar bien la pobreza; es el uno la escasa suma de necesidades y la sobriedad de sus habitantes, de lo cual nace la independencia que los distingue; y el otro es, que en esta católica nación está desde siglos arraigado el respeto a la pobreza. Puede que andando el tiempo se llegue a menospreciar, como sucede en otros países; pero por suerte aun está lejos ese día, sobre todo en provincias donde lo rancio no se desarraiga fácilmente.

El coronel era el tipo de la honradez llana, sencilla, sin énfasis ni presunción. Miope moral, veía bien lo que tenía cerca, pero no distinguía a larga distancia, por lo cual se vio en su azarosa vida pública muchas veces envuelto en situaciones críticas y comprometidas, que con más previsión hubiera podido evitar. Sin entusiasmo por su causa, como no lo tenía por ninguna, porque su carácter no era vano ni ambicioso para calcular, ni era sensible y apasionado para sentir, siguió la del Pretendiente, y al terminar la lucha se expatrió sin querer acogerse al indulto, por la razón (a su parecer) de que quien no había obrado mal, no debía por conveniencia implorar indulto; y sin tener presente que cuando una causa se adhiere a su contraria, llevando ambas la bandera del país, y dando por resultado la paz y la cesación del derrame de sangre, esta adhesión la exige el patriotismo, la sanciona la honra, y la aplaude la humanidad.

Refugiose en Francia, donde en breve se vio sin recurso alguno, y se decidió en su desvalimiento a dar lecciones de idioma español.

Para que enseñase a sus hijos fue llamado por una señora legitimista muy acaudalada. Interrogado por esta, le refirió en su primera entrevista con la mayor sencillez tales hazañas y tales sufrimientos, hechas y sufridos por ambas partes en la infausta guerra civil, dando como buen español tan poco valor a estos, y poniendo tan poco precio a aquellas, que se quedó asombrado y completamente cortado cuando vio a la señora, que tenía un corazón muy compasivo y mucho entusiasmo, prorrumpir en copioso llanto. Su delicadeza se alarmó considerando que pudiese ella sospechar, si al hacer estas referencias abrigaba intención de moverla a lástima; y cierto era que sin haberlo intentado lo había conseguido; pero en vano se esforzó la señora en procurar aliviar su situación: todas sus ofertas fueron rechazadas con una frialdad que denotaba que en vez de halagar herían, y solo admitió al cabo de algún tiempo, muy sencillamente, el préstamo que le hizo su favorecedora para poder regresar a su patria.

Cuando llegó a Carmona, pueblo de su naturaleza, se encontró con que su padre y el único hermano que tenía habían muerto, y la viuda de éste había regresado con sus hijos al pueblo de su nacimiento. Habiendo su hermano heredado el mayorazgo, no encontró más herencia que una casita, en que se estableció con su familia, y dos suertecitas de olivar. Apresurose a vender lo mejor de ellas para satisfacer su deuda, y quedó así reducido a una pobreza cercana a la miseria.

Habíale sucedido, pues, que con la mejor brújula, cual era su conciencia, pero con piloto poco experto y sagaz para navegar en el borrascoso mar de la presente era, como barco mal traído había venido a zozobrar en las mismas playas de donde salió con mar bonancible. ¡Ay! decía a veces, cuando él mismo hacia la referida comparación, hoy día está la brújula de más; lo que se necesita es buen piloto, y no lo he tenido yo en mi hoja de Toledo!

Había casado el coronel hacía años con una señora pobre, de una noble y distinguida familia de marinos, que le llevó la mejor de las dotes, la de las virtudes, un corazón amante y un carácter angelical. No tenía ni la propensión ni el talento suficiente para guiar a su marido; pero su completo y voluntario anonadamiento no nacía como en otras de una necia y afectada sumisión, sino de la sencilla y ciega fe en la infalibidad de aquel.

El coronel, como todos los que han roto violenta y radicalmente con la vida activa, se había, digámoslo así, acostado en su huesa anticipadamente, y caído por lo tanto en una apatía moral completa. Era esta tal, que no se habría cuidado de la suerte de su hijo Ramón, si con esa previsión maternal siempre activa en el corazón femenino, no hubiese escrito doña Teresa, sin que lo supiese su marido, a parientes cercanos suyos, que ocupaban altos puestos en el Almirantazgo, a fin de que obtuviesen para el nieto de uno de los héroes de Trafalgar una plaza de guardia marina; y como hay más personas de lo que generalmente se cree que se interesan por otras y se ocupan en hacer bien, esto se había alcanzado.

Por suerte, como lo había previsto la buena madre al hacer aquellas gestiones, que su marido no habría consentido, sucedió que el coronel al tocar las ventajas, sin los inconvenientes de un desaire que habría dado por seguro, llevó a bien lo hecho, no pudiendo menos de conceder al buen sentido de su mujer, que si la propia abnegación, sea cual fuere la causa que la motive, es noble y grandiosa, no se puede sin faltar a los deberes de padre extenderla a los hijos.

Pero era el caso que Ramón, que tenía más talento, pero un carácter opuesto al de su padre, no quería seguir la carrera militar en ninguno de sus ramos, sino que embaucado por compañeros de escuela mayores que él, se obstinaba en ir a cursar a la Universidad y hacer la alegre vida de estudiante en Sevilla, que es el bello ideal de la juventud de los pueblos: inclinación por otra parte motivada en él, pues debía arrastrarle su instinto hacia la vía para la cual su talento natural le daba indisputable aptitud.

Como fruto prematuro de esta aptitud, puesto que a la sazón solo contaba Ramón trece años, referiremos una escena que había, pasado entre el padre y el hijo, y que hacía exclamar a aquel:-¡No hay niñez, no hay juventud en este siglo ardiente, azorado y especulador, en que nacen los niños hombres! Nuestro pueblo, creador de imágenes, expresaba lo mismo cuando el primer Imperio, diciendo que en Francia nacían los niños vestidos de coraceros.

Sucedió que un día entró Ramón alborozado en la sala donde se hallaba el coronel entretenido con su niña Gracia, que empezaba ya a responder a las primeras preguntas del catecismo, y a distinguir las letras; traía Ramón unos cuantos papeles en la mano.

-Padre, exclamó, aquí tiene usted su rehabilitación, su suerte, su fortuna; ¿cómo, señor, poseyendo tales documentos, ha permanecido usted fuera del lugar que le corresponde, renunciando a las ventajas y sueldo de su grado que estos papeles le pueden proporcionar? Y puso ante los ojos del coronel unas cuantas cartas, proclamas y órdenes secretas que comprometían en sumo grado a algunos jefes que en aquella época estaban en altos puestos.

-¿Quién ha autorizado a tu atrevida mano a registrar mis papeles? respondió el coronel levantándose bruscamente de su asiento.

-Con solo que sepan los que los han escrito, prosiguió afanado el muchacho, que usted posee estos documentos, estará usted seguro de obtener cuanto quiera.

-¿Y a semejante medio, exclamó el padre arrebatando a su hijo los papeles, quieres que deba mi rehabilitación y mi adelanto? ¿Y piensas que por cobrar sueldo añada esta última página a mi honrosa hoja de servicios?

Y con reconcentrada indignación y amarga ironía, añadió:

-Eres de tu siglo, eres travieso, y sabes calcular; pero mi vida pública a fe mía que no acabará con una infamia.

-Y saliendo al patio encendió un fósforo y pegó fuego a los papeles que en la mano llevaba.

-Padre, exclamó Román, lo que va usted a hacer es una tontería; lo ignorado, ni agradecido ni pagado.

-Sé, repuso el coronel, que se ha dicho que no tengo talento, pero estaba reservado a mi hijo el decírmelo en mi cara. Cultiva tú ese talento, esa travesura, escalera de mano con que hoy se escalan los puestos y riquezas, pero no esperes que sea yo quien te proporcione el primer peldaño.

-¡Padre! ¡padre! gritó Ramón queriendo apoderarse de los documentos que ya ardían, su vida de usted acaba; pero la mía empieza.

Mas su padre lo apartó con un gesto tan imperioso y lleno de majestad paternal, que le hizo retroceder intimidado, diciéndole:

-Todos los sacrificios pueden pedir los hijos a sus padres, menos el de su honra.

Y el coronel echó al viento las negras cenizas de aquellos documentos.

-¡Ideas quijotescas que están fuera de uso! murmuró el muchacho exasperado, entrando en la sala y tirándose sobre una silla.

-Pues qué ¿tales son los usos, que se llame quijotismo a la sencilla honradez? le dijo su buena madre.

-No sé, señora, la interpretación que usted y mi padre dan a la honradez, respondió el muchacho; pero tener en su mano los medios de ocupar un puesto, de asegurar a usted una viudedad y a sus hijos un porvenir sin perjuicio de nadie, y utilizarse de ellos, no creo que pueda ser contra la honradez; pero por lo visto, para mi padre es muy honroso, después de quemar sus naves, el quemar hasta su tabla de salvación.

-Tu padre ha hecho, como hace siempre, lo que ha debido; si no te deja bienes ni posición, adquirirlos podrás; pero si no te dejase un nombre honroso y respetado, esa hermosa prerrogativa de que podrás vanagloriarte, no te la podrías tú mismo proporcionar. Camina siempre derecho, hijo mío.

Tu padre siempre ha dicho que el ser hombre de bien es el mejor de los cálculos.

-Sí, para venir a parar adonde ha venido a parar mi padre, murmuró el muchacho.

-No siempre son las circunstancias adversas, objetó la buena madre.

La oposición de Ramón a la carrera que le habían proporcionado, acabó en abierta lucha entre el padre, que era obstinado y quería injertar la cruz de Alcántara en un uniforme de la marina real, y el hijo, que era temerario, decidido, y grandemente amigo de hacer su voluntad.

En vano se esforzaba la buena esposa con su genio conciliador por avenir a ambas partes,-haciendo presente a su hijo que en su situación, rechazar el enorme beneficio alcanzado que le proporcionaba una brillante carrera, que había sido la de sus ilustres abuelos maternos, era harto peor que haber quemado aquellos documentos, que de un modo tan vil le hubiesen proporcionado su porvenir.

El niño contestaba que abominaba la mar, que si se mareaba en una carreta qué no sucedería en un buque, y que antes araría la tierra que surcar los mares.

Cuando repetía la buena madre estas razones a su marido, reforzándolas con suaves observaciones sobre que los padres no debían violentar las vocaciones de sus hijos, el coronel cortaba con pocas palabras la discusión, diciendo: que a esa edad no podían aun existir esas decididas vocaciones, que lo que había era, que a su hijo le halagaba más la libertad de la vida estudiantil, que no la rigidez y disciplina de un colegio militar; y sobre todo, que no teniendo medios para costear sus estudios, careciendo la necesidad de ley, y la precisión de albedrío, éstas podrían más que la en el día tan desatendida potestad paterna.

De esta suerte, en este combate diariamente renovado, que privaba a la paz de su más dulce y preferido asilo, el hogar doméstico, pasó un año; al cabo del cual llegó la que corta y acaba todas las contiendas de los hombres, la muerte, y el coronel bajó al sepulcro tranquilo, como el que al echar la última mirada sobre su vida, no halla en ella cosa que le inquiete, le punce o le ruborice; tan confiado en la misericordia divina como en su providencia;-de manera que no se acordó de su familia sino para bendecirla y decir estas últimas palabras a su desconsolada mujer:

-No llores tan corta ausencia, Teresa, cría a nuestra hija a tu semejanza, y habrás cumplido en todas sus partes la dulce y noble misión de la esposa.

D. Manuel arrancó de la cabecera del moribundo a la anonadada Teresa, que para más desconsuelo se hallaba en cinta, y ocupó su lugar, que no abandonó hasta después de haber encomendado el alma y cerrado los ojos a aquel hombre honrado.

El desconsuelo de la viuda fue desgarrador; en su noble corazón se había hecho más profundo y más tierno el cariño a su marido a medida que más desgraciado, abatido y triste, por sufrimientos morales y físicos, lo había visto.

Algún tiempo después dijo D. Manuel a la afligida viuda (siguiendo las instrucciones que le dio un rico y caritativo marqués, que se interesaba de corazón por la virtuosa y noble señora), que el difunto padre de este señor había dejado en su testamento una manda pía que consistía en sufragar los estudios en Sevilla a un joven que tuviese las circunstancias que reunía Ramón, esto es, pertenecer a una familia distinguida y desgraciada, y ser hijo de viuda.

Quien no sabe mentir es crédulo, y doña Teresa nunca sospechó que fuese a la caridad de un vivo, y no a una manda pía, a quien iba a deber su hijo su carrera. La caridad es también ingeniosa para hacer el bien sin dar la cara, y a veces pasa por encima de su amiga la verdad, sonriéndole y poniendo el dedo sobre sus labios.