Las dos gracias/Capítulo III

De Wikisource, la biblioteca libre.
Las dos gracias  de Fernán Caballero
Capítulo III

Capítulo III

Preciso es antes de proseguir que conozca el lector al padrino que había sido de la niña, persona que sin tener parte individual en ninguno de los eventos de que se compone la relación que vamos a hacer, figura en ellos, ya para bien, ya para mal de esta familia: suave y oficioso instrumento para lo primero, completamente extraño e ignorante en lo segundo.

D. Manuel, hijo del mayordomo del marqués de San Adrián, fue tan bien inclinado en su infancia, que desde aquella época le había elegido el marqués para constante compañero de su hijo, niño triste y apocado, y ciego de nacimiento.

Manuel, pues, recibió la misma educación y enseñanza que recibió el heredero de su señor. Como sus buenas inclinaciones no se desmintieron nunca, a la edad competente eligió la carrera eclesiástica, cuyos estudios siguió en Sevilla, y le fueron costeados por el marqués.

Su padre le envió a parar durante este tiempo en casa de un amigo suyo, que era cura de una de las parroquias menos céntricas de Sevilla.

Este anciano vivía con una hermana y una criada, ancianas también, que formaban el interior más pacífico y reconcentrado que imaginarse puede. Su universo era su parroquia; los eventos de su vida eran las funciones y cultos que en ella se celebraban; sus ocupaciones el cuidado material de la iglesia y de los pobres.

El cura, que era estudioso, había reunido a fuerza de tiempo y de buscar ocasiones, una librería bastante numerosa y escogida, en que, como es de pensar, vestían los libros su poco elegante traje antiguo de pergamino, cubierto del cual un Mariana y un prontuario de teología moral del padre Lárraga, se miraban y encogían de hombros al ver sobre la mesa del cura un regalo que le había hecho un librero amigo suyo, que era un almanaque encuadernado en moiré y con los cantos dorados. Como esta recolección formaba las delicias de su poseedor, y esta era casi la sola persona que trataba, el escolar se fue embebiendo en su lectura, de manera que todo el tiempo que no empleaba en sus estudios, lo dedicaba a instruirse de su contenido, y llegó a sobrepujar al cura en conocimientos literarios, históricos y arqueológicos.

De esta suerte, siempre ocupado su tiempo y llena siempre su imaginación, aumentó su saber, se desarrollaron sus alcances, sin que nada perdiesen su candor ni su pureza de costumbres, no solo por inclinación y sentimiento del deber, sino por hábito.

Los hombres que viven en el mundo, no creen en estas puras existencias, las cuales atraviesan el revuelto mar de esta vida con su espantoso oleaje de malas pasiones, como cubiertas de un manto impermeable que ninguna de sus olas llega a traspasar; dándolas los menos materialistas y menos aferrados en oponerse a la evidencia, por posibles tan solo en el aislamiento y retiro de los claustros, con la exaltación de una devoción ascética, fruto de una enérgica reacción; y por enteramente imposibles en el mundo, en contacto con todas las seducciones que ofrece.

El cansancio de oír sostener este triste y torpe tema, hace mayor nuestro entusiasmo cada vez que observamos una de esas existencias inmaculadas, en las que no es la total ausencia de los vicios y de las malas pasiones debida a sacrificios, ni a heroísmo, ni a desengaños, sino muy sencillamente a falta de arrastre o a ignorancia de aquellas, y a la dulce y nunca desmentida costumbre de regirse por la ley de Dios. Este es el mayor comprobante de uno de los puntos más controvertidos de la doctrina cristiana: el lugar preferente dado al hijo pródigo; pues quien conoce la seducción del mal y la resiste, el que camina por una suave pendiente y retrocede, tiene más mérito que aquel que no sigue un arrastre que desconoce, y camina por una senda llana y derecha que le lleva, sin que en ella pueda perderse, al fin hacia el cual camina.

Después de ordenado de sacerdote, regresó a su pueblo con la cabeza enriquecida y sin haber empobrecido su corazón. Nombrole su antiguo compañero (marqués ya por la muerte de su padre), capellán de su casa, en la que éste vivía retirado de todo trato.

De esta suerte varió poco su vida sencilla y tranquila: estudiaba con placer, cuidaba y complacía con gusto al desvalido marqués, cumplía sus deberes de sacerdote con una dignidad sostenida y escrupulosa, no inspirada por sentimiento alguno personal, sino por las mismas funciones que ejercía. No bebía no fumaba, por la sencilla razón de que ni el vino ni el cigarro le gustaban. En cuanto a la cerveza, contaba alegremente que habiéndosela prescrito por un padecimiento de estómago el médico a la hermana del cura, se le encargó al sacristán que buscase y comprase una botella. Cuando la hubo traído, le dio el cura un poco de aquel líquido para que lo probase, y viendo que ponía mal gesto, le preguntó:-¿qué te parece, hombre?-Señor, contestó el interrogado, me parece que si cerveza hubiese habido en el Calvario, al Señor no le dan la hiel.

No conocía los naipes, porque nunca había visto juegos de baraja. Era sobrio por la razón de no haber comido sino en pobres mesas, o en la del marqués, que estando a régimen, nunca comía sino puchero; y solo se emancipaba D. Manuel de esta uniforme frugalidad para tomar a los postres mucha fruta, manjar favorito de los frugales españoles.

En cada mujer veía la pura virgen, la casta esposa o la austera viuda de que hablan las Escrituras y los Santos Padres; de estas a la odiosa ramera, no había para él gradación; así como no la había entre el respeto y el repulsivo desprecio que le inspiraban.

Estamos ciertos que hay hombres de mundo que de muy buena fe calificarán por este bosquejo copiado del natural a D. Manuel de mandria: de tal suerte la costumbre del mal trastorna las nociones. Pero es lo cierto que D. Manuel, sin acudir al heroísmo de la santidad, por su buena inclinación, buenos principios y buenos lados y ejemplos, había constituido su vida en la costumbre del bien, lo que le hacía llevarla perfecta, muy ajeno de que por tal la tuviesen ni Dios ni los hombres; pues sin ser santamente humilde (porque no era santo), creía su vida ni mala ni buena, ni el cumplir con sus deberes le parecía cosa digna de elogiarse.

No obstante, para ser verídicos biógrafos y probar que no hay interior humano bastante puro ni bastante atrincherado para que no penetre en él el mal espíritu, referiremos una circunstancia de su vida, en que puso el pie sobre la más resbaladiza de las malas pendientes.

Levantábase desde su llegada D. Manuel a las cinco e iba a la iglesia a decir misa y ayudar en sus funciones al anciano cura, que desde su infancia amaba y respetaba mucho; volvía después a su casa, entregándose al estudio y lectura hasta que le llamaban para desayunarse con el marqués, cuyo mismo desayuno de un huevo fresco y chocolate tomaba cuando no se lo impedía el ayuno. Eran sus estudios preferentes sobre la predicación, «ramo de su carrera eclesiástica por el que sentía una marcada vocación.

Sabido esto, sucedió que le fueron encomendados los sermones de un septenario. Cumplió tan admirablemente su misión, que todo el auditorio, incluso en él su pobre anciano padre, quedaron admirados y vertiendo lágrimas de dulce enternecimiento. Las autoridades civiles y eclesiásticas, las personas principales del pueblo, acudían concluidos los sermones a la sacristía a felicitarle y saludar en él a un nuevo padre Juan de Ávila, llamado por los buenos efectos de su predicación el Apóstol de Andalucía.

D. Manuel, lo hemos dicho, era bueno, era sano; pero no era santo y no tenía la humildad de tal. Estos elogios empezaron por halagarle, después le embriagaron, e iban quizás por sus grados contados a engreírle, cuando el anciano cura, que todo lo observaba con la vista perspicaz de la experiencia, le llamó una mañana al entrar en la sacristía.

-Oye, Manuel, le dijo; voy a referirte un lance que se cuenta de la vida del venerable Fray Diego de Cádiz. En una ocasión predicó un sermón, pero de tal suerte, que convencidas las cabezas, enternecidos los corazones, elevadas las almas de cuantos componían el auditorio, recibió una ovación entusiasta y fue llevado entre aplausos exaltados y tiernas bendiciones a su casa. Llegado a ella, confuso, pero enajenado, se fue a su retiro, en que había una santa imagen del Crucificado, ante la cual se postró; entonces oyó una voz, puesta por Dios en los labios de su imagen, que le dijo: Diego, qué bien he predicado hoy.

El cura dicho esto, se alejó, dejando a su oyente con la cabeza baja y confuso. Poco necesita el que nace bien inclinado y ha sido bien guiado, para retroceder en la resbaladiza senda. La lección no fue perdida. Se habla, hasta en lenguaje mundano y vulgar, aplicado a cosas menos espirituales, de inspiraciones; ¡dichosos los que las reciben de Dios!

En otra parte hemos tenido ocasión de manifestar que el rasgo que más distingue a los ricos habitantes de Carmona, es la caridad. Vicios y virtudes se generalizan y hacen endémicos en los pueblos a medida que se practican estas y se tienen aquellos; por lo tanto la caridad en grande escala ha dejado de ser loable excepción en aquella ciudad, por haber llegado a ser honrosa y admirable, costumbre.

Cuando hubo faltado el marqués, su hijo, tanto por sus buenas inclinaciones naturales como por la fuerza de la costumbre, y también por verse sin heredero, destinó gran parte de sus rentas a socorrer necesitados y ayudar a indigentes. Como es de suponer, estos beneficios fueron repartidos por mano de su amigo y capellán, con la decidida prohibición de que a nadie dijese cuál era la mano que los socorría.

D. Manuel, por las tardes, y mientras el marqués, provisto de unas gafas verdes, salía con un pariente a pasear en coche, se iba a la parroquia a buscar al cura, con el que daba un paseo por el arrecife.

Desde su llegada conoció en aquellos paseos al coronel y su hijo Ramoncito, que acompañaban igualmente al cura; desde luego le había apreciado mucho, así como su triste y angustiosa situación le habían conmovido profundamente.

Había hallado manera por medio de su criada de aliviarla algún tanto, sin que el coronel ni su mujer se hubiesen apercibido de ello; había hecho que el colono de la suerte de olivar pasase por una alza notable en su arriendo, abonándole él por orden del marqués la cantidad de la subida; y últimamente, por sugestión de éste, que en las obras de caridad hallaba placer, y hasta en combinarlas un entretenimiento, había insistido en ser padrino de la criatura que naciera, por tal de tener un plausible motivo para sufragar todos los gastos que este aumento de familia acarrea. ¡Cuántos socorridos existen! ¡cuántos amparados en sus quebrantos materiales o morales! El mundo es un valle de lágrimas, pero no un árido desierto; en él hay muchas encinas que extienden su sombra sobre la maleza. Pájaros que cantamos en él, no lo hagamos siempre posados sobre ruinas en voz plañidera; ¡hagámoslo también al amparo de esas santas y nobles encinas que tan altas y encumbradas descuellan en los bosques de Aranjuez, la Granja y San Telmo, con la suave voz que expresa el elogio y las bendiciones!