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Las dos gracias/Capítulo IV

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Capítulo IV

Ocho años habían pasado y Ramón estaba en vísperas de concluir su carrera. Todos los veranos había venido a pasar las vacaciones con su madre y hermana, las que suspiraban por esta época, la sola animada y variada en su monótona existencia. Con Ramón, que era alegre, entraba la vida y el movimiento en aquella casa, en la que se le aparecía la suave imagen de su hermana Gracia, entre el lecho de una madre doliente y postrada, y la cuna de un niño enfermo y débil, como una vestal que a un tiempo reanimase el fuego próximo a extinguirse en la ceniza, y amontonase combustible para avivar una chispa que no tuviese fuerza para arder.

Así había pasado Gracia su corta vida, por haber quedado su madre desde la muerte de su marido y su último parto baldada. Gracia no era hermosa, porque el cuidado moral y material de enfermos y un perpetuo encierro, no embellecen la persona aunque santifiquen el alma; Gracia no era hermosa, pero no se habría podido hallar un ser más poético, interesante y simpático. Era una mezcla singular en tan corta edad (pues solo contaba entonces trece años) de madurez e inocencia, de reflexión y de sinceridad, de docilidad y de iniciativa, de finura y de naturalidad: dotes debidas a las inspiraciones de su corazón, bien guiadas por su excelente madre y el único amigo que tenían, su siempre cuidadoso, atento y cariñoso padrino.

Su hermanita de la caridad, como la apellidaba siempre Ramón, era, según este decía, la lámpara de alabastro que alumbraba aquella casa; pero poco había de poder él si no llegaba a ser la llama de gas que le diese luz y esplendor.-¡Qué esplendor! contestábala modesta Gracia; trae salud y fuerzas a la madre y al hermano de mi alma, y deja los esplendores para el sol.

Manolito, que tenía cerca de ocho años, solo aparentaba cinco o seis; tal era la delgadez y debilidad de su naturaleza; tímido, asombradizo y melancólico, no conocía de la niñez sino su desvalimiento. Toda la energía nerviosa de su ser estaba concentrada en el apego apasionado a su hermana, que apenas salida de la primera infancia, cuando guiada por su madre, que no se podía mover, empezó a hacer sus veces con el pobre niño. Alguna vez, cargada con él en brazos, le había dado por distraerle algunos paseos por delante de la puerta de su casa. Solía entonces pasar por allí Gracia López, la hermosa y robusta hija del carpintero, que volvía de algún paseo cargada de flores.

-Adiós, solía decirle, adiós, ama seca: ¡ya podría mi madre decirme a mí que cargase con mis hermanos! ¡Que si quieres! para eso tiene a la hija de la tía Blasa por niñera; bien que mis hermanos pesan más que el tuyo. ¡Qué hermoso está! ¡parece la guadaña de la muerte; ni para alfiler sirve! Vaya, que en tu casa no medran ni flores, ni gentes, ¡y es más triste! parece un cementerio de vivos!

-Mi hermano Ramón, bien fuerte y sano que es, contestaba Gracia sencillamente.

Pues ¿y tú, que cabes holgada en una paja de centeno? ¿porqué no te compra tu madre un miriñaque?

-Porque ni tiene dinero, ni yo salgo a la calle.

Cuando las vecinas oían estos y parecidos diálogos, su recto juicio y buen sentido salían a la defensa de Gracia Vargas, y solían decir duras verdades a Gracia López, deshaciéndose en elogios de la pobre niña a quien ésta tan gratuitamente hostilizaba; de manera que habían acabado por denominarlas para distinguirlas: buena Gracia y mala Gracia. Esto había exasperado a la última y arraigado en ella uno de esos odios inveterados que suelen germinar en las almas duras, como la higuera del diablo nace espontáneamente entre piedras, y que si son reforzados por la envidia, se hacen implacables, acerados e inextinguibles.

No sucedía lo que a su hermana a Ramón Vargas, que se había hecho un hombre alto, fuerte y hermoso. Era parecido a su padre, pero le faltaba el aire noble y de caballero que la nobleza de su alma y la apostura militar unidas habían dado a aquel. Sus maneras eran descompuestas; nunca se sentaba, sino que se tiraba sobre una silla, deplorando que en su casa no hubiese butacas, y asegurando que el primer dinero que ganara sería para comprar cigarros habanos, y el segundo para una butaca.

Cruzaba las piernas, y doblando el cuerpo, se sujetaba la de encima con ambas manos, teniendo así su persona una posición tan garbosa, que la hubiese aprovechado Fidias para modelar por ella alguna de esas estatuas en que brilla en toda su perfección física y moral (pues las actitudes expresan) la hermosura y la nobleza humana.

En medio de la total despreocupación que era la base del ser moral de Ramón, conservaba un recuerdo de la cruz de Alcántara, que, como una mosca que se ahuyenta, volvía a zumbarle incesantemente en el oído. Esto hacía que se hubiese apegado con preferencia, entre sus amigos de Universidad, a un joven, hijo del marqués de Benalí, rico título de un pueblo de la provincia de Córdoba, que había casado con la hija de un grande de España. Alfonso, tal era su nombre, había pasado muchas temporadas en Madrid con su madre, y había adquirido, injertadas en su carácter naturalmente fino y delicado, elegancia y suavidad de maneras.

Este giro grave y distinguido que jamás se desmentía en Alfonso, era, a pesar que de él se burlaba el campechano Ramón, lo que le había atraído irresistiblemente hacia él.

El último año le suplicó que viniese a pasar con él las vacaciones a Carmona; y Alfonso, cuyos padres habían ido a París por ver si hallaba el marqués alivio a un arraigado padecer, consintió en acompañarle.

-Chico, le dijo un día Ramón, bien podías venirte, no a desenfrailar, sino a enfrailar conmigo a Carmona estas vacaciones.

No me digas chico, ni uses esa voz grosera y chabacanea, no hija de la confianza de la amistad, sino del mal tono en el trato: voz común y vulgar; dime Alfonso, como yo te digo Ramón.

-Noble marqués futuro, contestó Ramón haciéndole un saludo, ven a ver el finis, que si bien no es el coronat opus de mi estirpe, es su mortaja; pero no temas que por entrar en nuestro panteón te prostituyas, que sobre esa tumba verás una cruz de Alcántara vinculada desde hace muchas generaciones de padres a hijos, pero que no se verá en mi pecho, pues aunque es bien ancho, no quiero por lo mismo colgajos en él. ¡Preocupaciones! cada cual es hijo de sus obras; dinero es lo que debía haberme dejado mi padre, pero el buen señor se aferró en lo que, ni tiene galardón en esta vida, ni premio en la otra.

Lo que iba diciendo recordó a Ramón lo ocurrido con los documentos que había quemado su padre. Se lo refirió a Alfonso, y concluyó diciendo: de manera que gracias al buen señor de mi padre, anciano de cortas luces echándola de heroico, y a una buena señora de luces cortas, sumisa y adherida a la opinión de su marido como un guante mojado a la mano, no me veo hoy que concluyo mis estudios, como fulano, mengano y zutano, debutando con un elevado puesto y un buen sueldo, sino que aquí me tienes con mi carrera concluida, sin tener una protección, ni medio alguno para aprovecharla y poder ser útil a mi familia; y cata ahí el resultado del heroísmo cena a oscuras de mi padre.

-¿Es posible, Ramón, repuso Alfonso, que califiques de acción heroica la de tu padre? ¿Qué diría la opinión pública, que al fin todo lo descubre, de los medios puestos en juego por tu padre, si para medrar se hubiera valido de ellos?

-Ya saliste tú con tu ídolo la opinión pública. Desde que los periódicos se han apoderado de ella y la han dividido entre sí, nadie le hace caso, pues, solo entera y compacta, justa, recta y desapasionada, es la opinión pública aquella poderosa fuerza moral, aquella solemne voz que mereció ser encumbrada con el nombre de voz de Dios; pero hoy día es una cotorra chillona, que no hace sino repetir lo que le hacen decir. ¿Crees tú, pulcro Alfonso, esquivar su mordacidad?

-Sí, no dando razón a que me censure y solo pueda calumniarme.

-Te harás esclavo, exclamó Ramón.

-Todos lo somos, y ya que lo sea, quiero serlo de un buen amo.

-¡Ay Alfonso! repuso Ramón cambiando de tono, si te oyera D. Manuel te diría que no hay más buen amo que Dios, y que todos los demás son ídolos; pero hablando de tejas abajo, te diré, mi amigo, que ni el D. Quijote de Cervantes, ni el Quijote de mi padre, se han cuidado nunca de ella, y que tenían otro guía más sólido y noble, aunque tan ilusorio como es el tuyo; este les llevaba ante todo a satisfacer su conciencia, y no a la opinión pública.

-Con dos guías se puede llegar al mismo punto, repuso Alfonso; alguien ha dicho que no basta ser bueno, sino que es preciso parecerlo.

-Sí, pero allí viene el parecerlo después del ser bueno, mas tú truecas las primacías; bien advierto que te parezco poco escrupuloso, y que piensas de mí que por una ventaja real sacrificaría yo tu ídolo; puede, pues no es tu ídolo el mío, como tampoco lo es el que lo fue de mi padre, y no pienso por tonterías y exageraciones morirme de hambre. Te repito que ese ídolo que es para ti la opinión pública, desde que ha trocado su tono grave y austero por el tono frívolo y sarcástico, desde que suenan sus cien trompetas discordantes en tonos destemplados, nadie le hace mayormente caso; vanos serán tus esfuerzos por dominarla. ¿Puedes acaso esperar que ande derecho por la senda de la verdad quien premeditadamente se aparta de ella? ¿Pedirás justicia al que se emancipa de la ley de la razón, que hace de la justicia una deuda de honor de hombre a hombre? Desde ahora te predigo que serás víctima de tu orgulloso empeño.

-Si orgullo fuese, repuso algo sentido Alfonso, sería un noble orgullo.

-Un pícaro, vestido de caballero, es tan pícaro como otro vestido de presidiario. El orgullo aristocrático, mató y reemplazó al orgullo feudal que yace en su cota de malla y yelmo. El orgullo popular mató y reemplazó al aristocrático, que yace en sus vestidos de terciopelo y pelucas empolvadas. Este a su vez será muerto por otra especie de orgullo, pues como añade el mismo D. Manuel, solo un enemigo tiene el orgullo que le mata sin reemplazarle, y es la humildad cristiana.

-Me recuerdas, dijo sonriéndose Alfonso, por encumbrada que sea la comparación aplicada a nosotros que somos estudiantes, a Diógenes, cuando pateando las alfombras de platón, dijo: pisoteo el fausto de Platón; a lo que respondió este: sí, pero con otra clase de fausto.

-Y ambos, como diría D. Manuel, añadió Ramón riéndose, hijos del mismo mal padre.

-¿Quién es ese D. Manuel? preguntó Alfonso.

-Es, contestó Ramón, el ser benéfico que la Providencia envió a nuestra familia. En sus brazos han sido bautizados mis dos hermanitos; en sus brazos murió mi pobre padre; por su mediación me fue aplicada la manda pía que ha sufragado los gastos de mis estudios; él ha proporcionado un honroso enterramiento al que me dio el ser. Si llego alguna vez a ser ministro, a fe mía que he de hacerle obispo.

-¿Es vuestro pariente?

-Por Adán y Eva.

-Tanto más mérito contrae.

-Tanta más gratitud y cariño le tenemos, añadió Ramón.