En un escondido valle
hay todavía una torre
vecina al Carrión, que corre
de chopos entre una calle.
Castillo dicen que fue
poderoso, mas ya apenas
a través de dos almenas,
su ilustre origen se ve.
Tendidos sobre una altura
vense un torreón y un muro,
pero en montón tan obscuro,
que medrosa es su figura.
Brota a sus pies sin respeto
espeso zarzal salvaje,
cuyo espinoso ramaje
vegeta al peñón sujeto.
Ya no hay ni mojón ni senda
que a su rastrillo conduzca,
ni puerta en que se deduzca
que hay dentro quien le defienda.
Allá por algunos trigos
que crecen en derredor,
de su ruina y su dolor
imperturbables testigos,
hay paredes que a pedazos
están mostrando que ayer
pudieran bien mantener
un pueblo sus rotos brazos.
Hoy en pajiza cabaña
vela un pastor el misterio
de aquel corto cementerio
que el agua del Carrión baña.
Allí una generación
duerme tal vez escondida…
así de la amarga vida
las cosas frágiles son.
Sin curar de historias viejas,
al son de tosco estribillo,
él encierra en el castillo
por la noche sus ovejas.
El agua y el tiempo pasa,
y él no pasa de pastor;
pues no ha de ser su señor,
poco le importa la casa.
Al preguntarle qué fue
la techumbre a que se acoge,
hombros y labios encoge,
la mira y dice: «No sé.»
Los días que van pasando,
la colina gastarán,
y al cabo concluirán
el castillejo enterrando.
Entonces, ya de la historia
del edificio primero,
ni el pastor ni el pasajero
tendrán confusa memoria.
Apiñada en un hogar
en derredor de la lumbre,
desvelada muchedumbre
acaso la oirá contar.
Contarála un peregrino,
a quien tal vez por su cuento,
darán escaso alimento
para seguir su camino.
Y yo, que siempre miré
como un viaje nuestra vida,
por historia entretenida,
del olvido la saqué.
Si rebelde vuestra alcoba,
mal que pese a vuestro empeño,
os ahuyenta el blando sueño,
yo voy a entonar mi trova.
Escuchadla; y si al calor
os dormís de vuestra almohada,
de una noche sosegada
sois deudores al cantor.
El sol, del medio del cielo,
brillantes rayos despide,
que del Carrión reverberan
entre las ondas humildes.
Engrosadas van ahora
con las nieves que derrite
en las crestas de las sierras
con que Castilla se ciñe;
y entrambas riberas bordan
con duros hielos, que oprimen
los restos que dejó Mayo
de sus céspedes sutiles.
Altos y desnudos chopos
las orillas le dividen,
que al agua las ramas tienden
porque en el agua se miren;
y ellas ufanas pasando,
por la sombra que reciben,
con blando murmullo lamen
los troncos y las raíces.
Es un día puro y diáfano,
cuanto Diciembre permite
que en su mustia presidencia
el sol del invierno brille.
Alegre, cuanto alegrarse
es permitido a los tristes;
diáfano, cuanto la niebla
a un sol sin fuerza se rinde.
Y es un pueblecillo oculto
tras una peña, en que firme
estriba un alto castillo
que de protector le sirve.
Dos esquilones agudos
en disonante repique
el toque de mediodía
al aire en calma despiden,
y en medio están de la plaza
cuantos hidalgos la viven,
los sombreros en la mano,
inclinadas las cervices.
Las mujeres, apartadas
sus labores mujeriles,
esperan devotamente
que los hombres se santigüen,
Los muchachos, impacientes,
a hurtadillas se sonríen,
por más que les amonestan
los viejos que les imiten.
En un balcón de una casa
que más alto nombre pide,
por los roídos escudos
con que sus paredes viste,
por los vidrios que al sol dejan
que su interior ilumine,
y los calados de un arco
que mal al tiempo resiste,
hay dos personas que, vueltas
de espaldas al sol, impiden
que se alcance desde abajo
si recen o si platiquen.
Una es (con soles por ojos,
y por labios alelíes)
la más hermosa villana
que con hidalgas compite;
Rosa nacida en el campo
entre zarzales y mimbres,
pero a quien ceden vencidas
las rosas de los jardines.
Ufanos la engalanaron
a porfía los Abriles,
con cuantas juntaron gracias,
uno tras otro hasta quince.
Diéronla negros cabellos,
cutis que afrenta a los cisnes,
dentadura igual y enana,
cuello torneado y flexible.
Orlan sus párpados blancos
largas pestañas sutiles
coronadas por dos cejas,
arcos que enojan al iris.
Cintura escasa, alto pecho,
pie breve, resuelto y libre,
y dos manos que semejan
ramilletes de jazmines.
Bellísima es la tal Rosa,
por más que el pueblo critique
el orgullo con que ostenta
sus encantos juveniles.
Las mozas, que se recata
de sus amistades dicen:
que es la inconstancia excesiva
con que desprecia a quien rinde.
Las viudas, que es demasiada
la libertad con que vive,
y muchos los forasteros
cuyas visitas admite,
y las viejas, de su madre
murmuran que las recibe
con audacia escandalosa
y confianza reprensible.
Mas Rosa y Brígida en ellas
con tan poca cuita siguen,
que si estos murmullos oyen,
se deleitan en oírles.
Por eso tan cortesano
baja don Bustos Ramírez
diariamente a su casa,
del castillo en que reside.
Barón altanero, y mozo
afortunado en las lides,
cuyas riquezas exceden
a lo ilustre de sus timbres,
dejó ha poco de la corte
la perezosa molicie,
las damas voluptüosas
y los ruidosos festines,
por la calma de sus tierras,
donde su presencia exigen
los negros ojos de Rosa,
que diz que en los suyos viven.
Es cierto que se susurra
que un mancebo que la escribe,
palabra de casamiento
tiene de ella, y que es difícil
que la renuncie si vuelve,
lo que es tal vez muy posible.
Mas don Bustos es mancebo
de nobilísima estirpe;
Barón que manda vasallos,
a quien escuderos sirven,
a quien pajes acompañan,
a quien mucho el Rey distingue.
Es señor de horca y cuchillo,
rey en aquellos confines,
y a quien plebeyos e hidalgos
pecho y homenaje rinden.
Y no es otro el que con Rosa
sobre el balconcillo sigue
dando a la plaza la espalda
mientras que dura el repique.
Al fin, santiguado el monje
que el templo del lugar sirve,
cada cual tornó a su espera,
y a sus requiebros Ramírez.
Apoyado sobre el codo,
deja que el cuerpo se incline,
guardando tras una mano
una mejilla invisible;
y a favor de esta postura,
al pueblo curioso impide
que le aceche las palabras
que a la muchacha dirige.
En la expresión inefable
con que Rosa le sonríe,
bien se ve que, en vez de enojos,
satisfacciones recibe;
ni menos de sus palabras
el castellano se aflige,
pues cuanto ella más tolera,
más él confiado insiste.
Él platica: ella le escucha
sin que altanera le esquive,
y él más se la acerca osado
cuanto ella oyéndole sigue.
Hubo un instante de aquellos
que el amor llama felices,
que con el alma se sienten
y con el alma se miden,
en que los ojos de Rosa
tomaron indefinible
una expresión que imitaba
el gozo en los serafines.
Brotáronle de ambos ojos
sobre los puros matices
de ambas mejillas, dos lágrimas
ardientes, irresistibles;
y apenas aparecieron,
cuando, rápido Ramírez,
secando una con sus labios,
así imprudente la dice:
—Mañana serás mi esposa
—¡Señor!
—Mañana.
—¿Es posible?
—Aquí mi palabra empeño.
Mañana es fuerza que brille
mi castillo con tus ojos,
con tu hermosura mi estirpe.
Bajó, esto dicho, a la plaza
el impetuoso Ramírez,
y al monje y al pueblo atento
estas palabras dirige:
«Esta noche pueblo y valle,
con hogueras se ilumine;
que redoblen los panderos
y las campanas repiquen;
que se remedien los pobres,
que se consuelen los tristes,
y todos a mis festejos
desde ahora se conviden.
Mis aparadores cerquen,
mis anchas cubas despiten,
mis tesoros se repartan
y se embriaguen con mis brindis.
Vasallos, de hoy por tres años
quedáis de tributos libres,
y de este modo mis bodas
se dispongan y publiquen.»
Rompió en aplausos la gente,
que su largueza bendice,
y los vivas se redoblan
y las gracias se repiten.
«Dádselas a la hermosura»,
dijo don Bustos Ramírez,
señalando a las ventanas
de donde ella le despide.
Y aplicando las espuelas
al negro potro que rige,
hace que en rápido escape
al parque le precipite,
Quedó aplaudiendo la plebe
agradecida y humilde,
y Rosa, aun en sus ventanas,
muy mal su orgullo reprime.
Algunas horas después,
ya bien entrada la tarde,
la tierra entregada en brazos
de las nieblas impalpables,
de una lámpara de cobre
a los rayos desiguales,
lee Rosa unos pergaminos
que acaba de darla un paje.
Pasaban sus negros ojos
de orgullo y placer radiantes
de un renglón a otro renglón
sin apenas descifrarles.
Los labios la sonreían,
y trémulos dilatándose
por lo bajo murmuraban
sonidos de cada frase.
Una caja de olorosa
madera tiene delante.
y de un cordoncito de oro
pende en su diestra una llave.
Dobló alegre el pergamino,
y agradeciendo el mensaje,
despidió al buen mensajero
y a voces llamó a su madre.
Subió la vieja asustada,
recelosa de algún lance
que en parientes o en amigos
la fatal carta anunciase;
mas apenas en el cuarto
puso los pies vacilantes,
Rosa, cerrando la puerta,
díjola palabras tales:
—Entrad. Nuestra es la fortuna:
de contento no me cabe
en el pecho el corazón,
ni atino cómo explicarme.
Brígida exclamó angustiada:
—¡Por Dios, muchacha, que acabes,
que tengo el alma en un hilo!
—Esta llavecita la abre.
—Pero ¿qué se abre?
—Esa caja.
—¡Válgame el cielo! ¡Diamantes!
—Sí, por cierto.
—Y ¿quién…
—Es mía.
—¿Quién te la ha dado?
—Ese paje.
—¿De don Bustos?
—De don Bustos.
—Y tomarla es…
—Indudable.
Es el regalo de bodas
que el de Ramírez me hace.
—¡De bodas!
—¡Pues si me caso!
—¡Muchacha, vas a matarme
con tanto rodeo! ¡Acaba!
—¡Por Dios, que sois torpe, madre!
Si la caja es de don Bustos,
¿con quién queréis que me case
sino con él?
—¿Con tan alto
Barón piensas enlazarte?
—¿Qué me falta para ello?
¿No son mis ojos bastante
para que pueda mi frente
con su corona igualarse?
¿No soy hermosa?
—Eso sí.
—¡Oh! Y no porque yo me alabe;
pero si encuentra otra Rosa,
no digo yo en todo el valle,
sino en la corte, en España,
si la encuentra… que se case.—
Y así diciendo, a un espejo
de reojo contemplándose,
desplegaba una sonrisa
que diera envidia a los ángeles.
Víala la pobre vieja
sin que apenas la bastasen,
para darla entero crédito,
ni su acción ni su lenguaje.
Rosa, en tanto, alta la frente,
los ojos de una a otra parte
inquietos y desdeñosos,
altivos los ademanes,
despreciando hosca y soberbia
cuanto en torno suyo trae,
la majestad ensayaba
que es forzoso que acompañe
a quien ha de ver un día
sus vasallos humillarse,
y hacer a la plebe grupos
para verla cuando pase.
Después de largo silencio
que duró por ambas partes
cuanto bastó a su esperanza
para alzar torres al aire,
y amasar en sus adentros
tan rápidas novedades,
a Rosa para engreirse,
a la otra para asombrarse,
asiéronse de la caja,
y dando vuelta a la llave,
atónitas empezaron
a gustar las realidades:
Allí ricos brazaletes
y diademas y collares;
allí amatistas y perlas,
cornalinas y corales;
probáronse los anillos,
las pulseras de brillantes.
No quedó nada por verse
ni nada por admirarse;
todo pareció a propósito
hecho para aquel instante;
todo era espléndido y rico,
nada pequeño ni grande.
—Esta guirnalda, decían,
para el día en que te cases.
—Sí; el collar por la mañana,
la diadema por la tarde.
—¡Linda estarás!
—Ya veréis
la vez primera que baje
a visitar a mi pueblo.
—¡Hechicera!
—¡Oh, admirable!
—Y ¿qué dirán esas ñoñas
de hidalguillas?
—Dejad que hablen.
Ya me besarán la mano.
—Eso sí, por más que rabien.
—Se arañaran por un dije
si yo se le regalase.
—Mal hicieras.
—¡Ah, ni un hilo
para esas villanas, madre!—
Aquí llegaban gozosas,
cuando oyeron en la calle
un caballo que en la plaza
entraba a resuelto escape.
Paróse a su misma puerta,
sintióse después el grave
rechinar de los portones,
y volver luego a cerrarse.
—¡Él es!
—¿Quién?
—Don Bustos.
—¡Vaya!
—Pronto. Salid a alumbrarle.
Mandad que el potro le tengan,
que le piensen y descanse.
Y asiendo la lamparilla,
temiendo que el tiempo falte,
fuése hacia la puerta Rosa
que hasta la escalera sale;
pero antes que al picaporte
la linda mano llegase,
abriéronla por defuera,
y con pena de hija y madre
entró, cubierto de lodo,
sangrientos los acicates
y armado hasta los bigotes,
su pariente Pedro Ibáñez.
Quedó estúpida la vieja;
tornóle Rosa el semblante,
y él, tendiéndolas los brazos,
dijo:—Yo soy; abrazadme.
Dejó la luz la muchacha,
y del mozo retirándose.
replicóle:—Bien venido;
pero has llegado muy tarde.
Asentados en silencio
en derredor de la mesa,
están Ibáñez y Rosa,
él triste, y mohína ella:
Rosa, los ojos clavados
en el techo, airada muestra
el disgusto con que a Ibáñez
en aquel punto contempla.
Y en vano del bello mozo
la vaga mirada inquieta,
las miradas de la ingrata,
porque se encuentren, acecha.
En vano tras de la lámpara
se ampara en la sombra negra,
y la ocasión esperando,
los ojos le reverberan.
En vano sobre el asiento
se revuelve y se impacienta,
haciendo a cada postura
que rechine la madera.
En vano, desenlazando
del almete las correas,
sacudió como al descuido
de la gola entrambas piezas.
En vano al asir la espada
tropezó con las espuelas,
y retumbó el aposento
en rápido son de guerra.
Rosa, ni por reprenderle,
ni por saludarle atenta,
sobre, el mancebo los ojos
bajó un instante siquiera.
De la habitación en torno,
de uno a otro objeto los lleva,
cual si fuese inventariando
todos cuantos hay en ella.
Viga a viga midió el techo,
listón a listón la estera,
contó al parecer los vidrios
de la alcoba y de las puertas,
los pliegues de su cintura,
las rayas que hay en la mesa,
y las líneas que sus manos
por ambos lados presentan.
Escuchó el silbar del cierzo
que revuelve la veleta,
el rumor de los que pasan,
la bulla de las hogueras.
Todo lo que no es Ibáñez
parece que la interesa;
hasta el son con que la lámpara
húmeda chisporrotea.
Pero el mozo allí se está
y arrobado la contempla,
y dos lágrimas de fuego
por las mejillas le ruedan.
Cansado ya de esperar,
y desesperado de ella,
díjola con voz tan blanda,
que contestaran las piedras:
—¿Qué es aquesto, vida mía?
Rosa, ¿qué mudanza es ésta?
Tú al partirme me llorabas,
¿y te enojas con mi vuelta?—
Rosa callando seguía,
y él siguió de esta manera:
—Heme aquí que vuelvo honrado,
más tal vez que lo merezca,
amigo de los valientes,
querido en la corte mesma.
Pensé merecerte ahora,
y he conseguido licencias
para casarme contigo
y alejarme de la guerra.—
Rosa callando seguía
como a quien oír le pesa,
dando entre las blancas manos
a los ceñidores vueltas.
Ibáñez, apenas dueño
de su rebelde paciencia,
entre ofendido y colérico
aguardaba una respuesta,
hasta que viendo que Rosa
toda agotársela intenta,
con sordo acento la dijo,
celosos ojos tendiéndola:
—Si las nuevas que hube tuyas
cuerdo estimase por ciertas,
¡vive Dios que no tornara,
Rosa ingrata, para verlas!
Si pensara yo que imbécil
el oro te enloqueciera,
trajera cuanto mi lanza
para los cobardes deja;
y si que ansiabas supiese
honras de vana nobleza,
prendiera yo al condestable,
y conde o marqués volviera;
pero yo te quise, Rosa,
aunque altiva, no opulenta,
y pensé que por valiente
simple hidalgo me quisieras.—
Rosa a este punto, dejando
el sillón en que se asienta,
díjole:—Ibáñez, dejemos
semejantes controversias:
si te quise y no te quiero…
—¡Por Dios vivo!…
—Ten la lengua.
Mañana mismo me caso;
y por súplica postrera
espero que de este pueblo
partas esta noche mesma.
Seré inconstante, traidora,
liviana…, cuanto tú quieras,
pero lo tengo pensado
y estoy, Ibáñez, resuelta.
—Pero…
—Tu empeño es inútil.
Mi voluntad es aquésta.
—Y tus votos…
—Fueron falsos.
—Y tus caricias…
—Quimeras.
—Y ¡tantos años perdidos
en ilusiones risueñas!
¡Tantos sudores y afanes!
¡Tantos peligros por ella!
¡Virgen santa, yo deliro!
¿Qué infernal visión es ésta?
Porque a juzgarla posible,
tanto tiempo no viviera—
Y así Ibáñez exclamando,
se asía de las melenas,
desencajando los ojos
como a quien sueños aquejan.
Rosa, la luz en la mano,
caminando hacia la puerta,
miraba el dolor de Ibáñez
con expresiva impaciencia.
En esto, en el aposento,
la faz amante, risueña,
el ferreruelo forrado
de blanca y crujiente seda,
dorado estoque, y de plumas
linda gorra en la cabeza,
entró don Bustos Ramírez
en apostura altanera.
Linda Rosa…, dijo; y viendo
a Ibáñez que le contempla
con ojos entumecidos,
tornó la vista severa.
Rosa, apresurada, dijo:
—Es un pariente que llega
de la ciudad.—Y don Bustos
prosiguió así: —Norabuena.
Seáis, hidalgo, bien venido:
asistiréis a la fiesta,
y recibirán mis bodas
honra con vuestra presencia.—
Tendió al soldado la mano,
y él, sin mirar lo que hiciera,
con el recio guantelete
la suya al Barón presenta.
La asió don Bustos y dijo:
—A no saberlo, creyera
que fuera, en vez de amistad,
de reto esta mano prenda
Miróle Ibáñez un punto,
y en insondable reserva
velando el gesto, repuso:
—Tomadla como os convenga.
Y tornando las espaldas,
tomó a obscuras la escalera.
De brindis y carcajadas
estrepitoso rumor
Se levanta de don Bustos
en un inmenso salón.
Alúmbranle mil bujías
suspensas en derredor,
entre guirnaldas de flores
que hábil mano entrelazó!
Vistiéronle de tapices
exquisitos en valor,
y cubriéronle de alfombras,
de un califa regio don.
En ricos aparadores
remeda la luz del sol
vajilla espléndida de oro
de magnífico primor.
Rueda el cristal por la mesa,
y en no interrumpido son
gotea de vaso en vaso
dulce y sabroso licor.
La fiesta es libre, opulenta,
porque pródigo el Barón,
a todo el pueblo de Rosa
bodega y festín abrió.
Es cierto que a los principios
el respeto a su señor,
conteniendo a los vasallos,
las lenguas les refrenó;
mas al fin, de los manjares
el suculento vapor,
la libertad y la audacia
a los villanos volvió:
alzaron desordenados
una voz sobre otra voz,
un brindis sobre otro brindis.
Crecía la confusión,
aúmentábase el tumulto,
y con discorde clamor
cruzaban de una a otra punta
osada conversación.
Ocupaban los hidalgos
en la parte superior
escaños de terciopelo,
casi a los pies del Barón;
y éste, más alto, con Rosa
usaba otro aparador
bajo un dosel de brocado,
do se ostenta su blasón.
Pajes les sirven; doncellas
les escancian el licor,
y el contento les atiza
la insolencia del bufón.
Al testero de la mesa,
y en preferente sillón,
está el capellán sentado,
y síguele luego en pos
el ilustre Ayuntamiento
en gregüescos y en jubón.
Enfrente, entre otros hidalgos,
en ademán pensador,
se ve al serio Pedro Ibáñez,
que bocado no gustó.
Hinchados tiene los ojos,
los cabellos sin olor,
la espada y la daga al cinto,
y el duelo en el corazón.
El resto ocupan sin orden
los que, de Busto a la voz,
el mejor sitio encontraron
al entrar en el salón.
Los que en aquél no cupieron,
acomodarlos mandó
en otra mesa tendida
en un largo corredor,
y allí gritan y disputan,
harta apenas su ambición
con los sabrosos manjares
que devoran sin temor.
Toda la fiesta es tumulto,
todo murmullo el salón,
todo embriaguez y locura
los vasallos y el señor;
y a pesar de los secretos
con que a la conversación
dan impulso las mujeres,
murmurando a media voz,
Rosa está linda, hechicera,
como jamás se mostró
caprichosa su hermosura,
vertiendo gracia y amor.
Mirándose está en sus ojos
el fortunado Barón,
olvidando ante su amada
cuanto hasta entonces gozó.
Y ella, radiante de orgullo,
alimenta en su ilusión
los hechizos que le embriagan,
con estudiado primor.
Con lujosos atavíos
astuta se engalanó,
que acrecientan el deseo
del turbado corazón.
Guirnalda de blancas perlas
a sus cabellos ciñó;
escotado hasta los pechos,
bordado de oro, el jubón;
el cuello, de marfil, orla
collar de bajo color,
del que pende, de brillantes.
la señal de redención;
y están sus brazos desnudos,
cuyo brillo tentador
ostenta en sus movimientos
exquisita perfección.
Don Bustos, a quien anima
la eficacia del licor,
decía en son de mandato,
fuerza añadiendo a la voz:
—Agotadme las bodegas,
que si dejáis ¡vive Dios!
una gota, habéis de hacerme
de todo restitución.
A eso os llamé a mi castillo
y a mis fiestas, que si no,
conforme me caso solo
gozara solo. —Al rumor
de estrepitosos aplausos
estremecióse el salón,
y por sobre el ronco ruido,
así don Bustos siguió:
—¡Eh! Don Pedro, mi pariente,
Capitán, ¿que os hacéis vos?
¿Estáis enfermo, o acaso
os dijo algún impostor
que el mayordomo, envidioso,
mis cubas envenenó?
Si tal pensáis, os ofrezco
completa satisfacción.
Y a propósito… —Así hablando,
su inmensa copa apuró.
Tornaron las carcajadas,
los aplausos, y el Barón,
encarado aún con Ibáñez,
en voz de mofa siguió:
—Puesto que vos no habéis hecho
a mis venenos honor,
os encargo que si muero
me enterréis como a quien soy.
Volvieron a los aplausos,
y a tan tumultuoso son
asomaron por la sala
las gentes del corredor,
que aumentaron el desorden
preguntando en pelotón:
—¿Qué es aquesto?
—Entrad, amigos,
don Bustos ronco clamó,
veréis un anacoreta…
¡Por la cruz del Redentor,
capitán, brindad conmigo
a mi venturosa unión…!—
Ibáñez la inmensa copa,
levantándose tomó,
mostrando el sombrío gesto
más que contento, furor;
y afectando complacerse,
—Brindemos…, dijo, Barón—
Mas don Bustos, atajándole
el brindis, le interrumpió:
—A mi embriaguez de esta noche,
que me emborracho por dos.—
A estas palabras de Bustos,
de emponzoñada alusión,
Ibáñez, soltando el vaso,
cayó, vertiendo el licor.
—¡Bravo! ¡Sin haber bebido,
el sueño le acogotó!
Capitán, ¡voto a mi sangre,
que sois un mal bebedor!
Seguía Ibáñez tendido
de espaldas en el sillón,
cogidos todos sus miembros
de congojoso temblor.
Mofáronle los villanos,
el gesto Bustos frunció,
palidecieron las mozas,
y en visible turbación,
Rosa sobre el blanco pecho
pálida la faz dobló.
Don Bustos, rompiendo un vaso,
alzó iracundo la voz:
—¿Os pesa, por vida mía,
Capitán, mi dicha a vos?
Alzóse sobre su asiento,
y el pueblo entero calló,
porque los ojos de Bustos
centellaban de furor;
temblaba en su escaño Rosa,
y así decía el Barón:
—Brindad, capitán, conmigo
a mi boda, o ¡vive Dios,.
que esta noche mis lebreles
os desgarran el jubón!—
A tan brusco llamamiento,
Pedro Ibáñez requirió,
poniéndose en pie, su espada,
con semblante tan feroz,
que oyóse entre las mujeres
un ¡ay! sordo de pavor,
y a sus espaldas la turba,
cobarde retrocedió.
Don Bustos Ramírez, puestos
ambos pies en su sillón,
la izquierda sobre la mesa,
que al recibirle crujió,
mirábale de hito en hito;
y el áspero ahogado son
que le hervía dentro el pecho,
el borrascoso color
de sus ojos, la melena,
que le cuelga en confusión,
uniéndose con la barba,
que le cerca en derredor
todo el rostro, lo semejan
a un formidable león
que acecha sobre una roca
la vida del cazador.
Pedro Ibáñez, frente a frente,
sin muestras de turbación,
fijó en sus ojos los ojos
y a la lid se apercibió.
Pasó un momento angustiado
en que nadie de los dos
con movimiento o palabra
la contienda provocó.
La turba tenía ahogado
el aliento de terror,
y de ambos podía oirse
el latir del corazón.
Al fin don Bustos, en hondo
gemido, torvo exclamó,
—Brindad, hidalgo, a mis bodas,
y os juro a mi salvación,
que en la escarpia de una almena
os ahorco como a un traidor.
Ibáñez, a estas palabras,
como una tigre veloz
saltando sobre la mesa,
ligero, una copa asió.
De un paso salvando el trecho
que le aparta del Barón,
—Brindemos, dijo.
—A esta noche,
Bustos repuso; a mi amor.
—A mi cabeza, don Bustos,
que clavada en un lanzón,
os recuerde a todas horas
toda una noche de amor.
—¿Es un insulto?
—Es un brindis.
¿No le aceptáis?
—Sí, ¡por Dios!
Bebed, y aquesa cabeza
sea la última ilusión
que alcancen a ver mis ojos,
de mi féretro en redor.
—¡Sea!
—¡Sea! —Y afirmando
tan sacrílega intención,
todo el licor se sorbieron
de un solo trago los dos.
Está la noche serena;
melancólica la luna,
reverbera en la laguna,
y manso el aire resuena.
Murmura en la parda sombra
inquieto el Carrión pasando,
con limpios hielos orlando
del campo la árida alfombra.
No se alcanza en la ribera
ni césped, ni flor, ni espiga,
que brote a la sombra amiga
de alguna encina altanera.
Todo el campo es soledad,
silencio y vapor confuso,
que en todo el invierno puso
viudez y esterilidad.
Vese a lo lejos la sierra
como aparición extraña,
que en la escarpada montaña
la nieve esconde la tierra.
Y entre las breñas se escucha
la ronca voz del torrente,
cuyo ancho raudal rugiente,
conquistando espacio lucha.
Tal vez del mastín atento
resuena el tenaz ladrido,
oliendo el lobo escondido
que acecha el redil hambriento.
Al pie de la alta colina
yace el lugar solitario,
acogido el vecindario
al corro que le domina.
Sobre él, el negro castillo
de don Bustos se columbra,
del astro de paz que alumbra
al resplandor amarillo.
Y aun vomitan sus ventanas,
en confusión infernal,
las cantigas que, profanas,
respira la bacanal.
Aun puede oirse por ellas,
con el brindis del Barón,
el seco y discorde son
del vino y de las querellas.
Viénense allí a dibujar,
con la luz de las bujías,
mil medrosas fantasías
espantosas de mirar.
Y los vidrios de colores
radian en la lobreguez
la movible brillantez
de fugaces resplandores.
Al pie del áspero muro,
inmoble en la sombra está,
contemplando las ventanas
con desesperado afán,
torvo el semblante y lloroso,
sin apenas alentar,
el triste y burlado Ibáñez
en insufrible ansiedad,
Crispados tiene los puños,
desencajada la faz,
y el cuerpo todo acosado
de una convulsión mortal.
Vese en el húmedo ambiente
su aliento a veces vagar,
como sombras que, brotando,
—viven un punto no más.
Por los espesos bigotes,
filtrando el rocío va,
y mojándolas, sus ropas
azota el aire fugaz.
Amante desventurado
y desdeñado galán,
está en su mente midiendo
la infinita eternidad.
Porque, ¿qué vida le aguarda
ni qué vida ha de esperar
quien no halla en sus negros días
más que tedio y soledad?
Tantos sueños de ventura,
tanta ilusión celestial,
tanta esperanza engañosa
perdida en la realidad;
tantos afanes por ella,
tanto sufrir y lidiar,
mirando la luz lejana
de un mentiroso fanal,
que fue tan sólo el reclamo
que anunció un puerto falaz,
para mirarle más cerca
engañado zozobrar.
¿Dó están las fragantes flores,
las bendiciones dó están,
con que el amor deliraba
en la juvenil edad?
El fue a la sangrienta guerra
como valiente, a buscar
premio y fortuna de hidalgo,
de que se sintió capaz.
Pródigo vertió su sangre,
de su vida sin piedad,
por volver ante su Rosa
digno de su amor fatal;
y ella, en tanto, deslumbrada
o acaso liviana asaz,
en los brazos de otro dueño
se dispone a reposar.
¡Oh! ¡Que esas risas confusas
que oye a través del cristal,
desde el infame castillo
a la atmósfera brotar,
le parecen los aullidos
con que una turba infernal
aplaude atroz los tormentos
que alambica Satanás!
Ellos, celebrando alegres,
en ruidosa bacanal,
el bien que en despecho eterno
infeliz él llorará;
ellos, brindis y cantares,
y amor y felicidad;
y él, lágrimas y dolores
que nunca se acabarán.
¡Oh! Y cobarde aunque ofendido,
resignado dejará,
aunque él su ofensa no olvide,
que la olviden los demás.
Mas ¿qué escucha el desdichado
con esa atención tenaz,
que hacia delante tendido
al borde del foso está?
Los ojos le brotan fuego,
creciendo el aliento va,
y atenazados los dientes,
déjanle apenas lugar.
Calmado el rumor lejano
de la impura bacanal,
oyóse un canto dulcísimo
en el salón murmurar.
Era una voz amorosa
y de enloquecer capaz
al corazón más hundido
en torpe incredulidad.
Del arpa del trovador
al misterioso compás,
suena a pedazos, perdido
en la distancia, el cantar.
«Mi vida, Busto, y mi alma
no tengo en mi mano yo;
no tengo qué darte, Busto,
sino cuanto guarda de fe el corazón.
«Yo te lo doy todo entero;
vida y alma vuelva a Dios
cuando le plazca, y tú, Busto,
hasta a mi sepulcro disputa mi amor.»
Cesó el cántico, y se oyeron
largos aplausos sonar,
que estremecieron el aire
en prolongada espiral.
Ibáñez, como viajero
que harto ya de caminar
se sienta a buscar reposo
donde ha de abrirse un volcán,
retrocedió de aquel canto,
al desgarrador compás,
despierto a la voz de Rosa
su mal adormido afán.
«Dale, ya que está en tu mano,
¡ingrata! ese corazón,
dijo, y el alma y la vida
que vuelvan torpes a Dios;
dásele, que por un soplo,
con que tornaros carbón,
toda el alma y media vida,
a Satanás diera yo.»
Y aquesto diciendo Ibáñez
en agonía mortal,
revoleábase en la arena
hiriéndose sin piedad.
Lanzaba del hondo pecho
bramido tan gutural,
tan feroz, que aun a las fieras
alcanzara a amedrentar;
y dijeran, escuchando,
el ruido que, haciendo está,
que luchaba alguna de ellas
con otra en la obscuridad.
Rueda entretanto la argentina luna
del vago cielo en el espacio azul,
sombra dejando y niebla que importuna,
mancha y entume su radiante luz.
La escarcha entre los céspedes se cuaja,
deshaciéndose en gotas de cristal,
y cada espino que aquilón rebaja,
perlas por fruto transparentes da.
En confusa ilusión todo se ostenta
en la estéril llanura del país,
entre el velo de nieblas que se aumenta,
cual pabellón colgado del cenit.
Allá en un valle do la niebla impura
tarde se posa, el rápido Carrión,
frágil rodando, en soledad murmura
con medroso y monótono rumor.
Ya del castillo en el salón se mengua
la báquica algazara del festín,
torpe tal vez con el licor la lengua
cuyo peso no alcanza a resistir.
Aun se alza entre el murmullo interrumpido
el brindis tumultuoso del Barón,
con el cantar de Rosa entretenido
y el arpa del errante trovador.
Aun en los vidrios tibia se dibuja
de alguna sombra la ilusión fugaz,
como al conjuro de andrajosa bruja,
el diablo por el sol se ve cruzar.
Mal sosegado Ibáñez todavía,
lanza celoso en iracunda voz
los ayes postrimeros de agonía
con que se extingue su perdido amor.
Dentro del pecho, en ponzoñosa llama
sanguinosa, alumbrándole al morir,
su negra antorcha vigorosa inflama
la venganza que nace de su fin.
Pásanle por la mente dolorida
mil fantasmas de impúdico placer,
que embellecen sin fin la ajena vida,
la suya desgarrándole a la vez.
La imagen del altivo castellano
entre sus sueños por doquiera está;
doquier del sueño entre el tumulto vano,
amor se juran, ósculos se dan.
Doquier en ellos, de su ingrata Rosa
la blanca sombra que la esquiva ve,
a otra fantasma presentando ansiosa
los labios, que arden de amorosa sed.
«¡Maldita, entonces desolado exclama,
maldita seas, infernal visión!»
Y el llanto que en su cólera derrama,
la hoguera apaga del antiguo amor.
«¡Oh! ¿Qué me importa, el infeliz decía,
tarda opulencia y mentirosa prez,
si la mitad de la existencia mía
nunca con ella dividir podré?
«¡Venga el infierno, y por la vida y alma
mi venganza me dé, si no mi amor!
Por ese instante de sangrienta calma,
lleve el infierno cuanto fue de Dios.»
Más se espesaba cada vez la niebla,
menos radiaba en derredor la luz,
el aura de honda obscuridad se puebla,
nada se ve del firmamento azul.
Cual orla leve de fantasma errante,
cual rayo de relámpago fugaz,
creyó Ibáñez que viera por delante
la sombra de un espíritu pasar.
Era un objeto silencioso y vago,
sensible solamente a la visión,
como reflejo que sombrío lago
de un fuego fatuo a la presencia alzó.
Era una sombra que con propia vida
no necesita luz para nacer,
cual nube que en el éter va perdida
sin auxilio de plumas ni de pies.
Los ojos no conciben su contorno,
no reducido a forma aquel vapor;
tal vez en él deformidad y adorno,
galas lo mismo que defectos son.
No trajo voz ni levantó sonido
por el húmedo suelo al resbalar,
mas sintió el corazón sin el oído
del triste ser la inmediación fatal.
Tocóse Ibáñez la ardorosa frente,
y la ancha mano se iriundó en sudor:
razón y ayuda demandó a su mente,
y no estaba en su mente su razón.
Tendió la mano a la segura tierra,
el cuerpo que vacila a sostener,
y en vez del césped, en sus dedos cierra
áspero hierro que se aprieta a él.
En vano, abierta la medrosa mano,
le abandona a su propia gravedad;
las palmas hacia sí retira en vano:
siempre tras ellas el objeto va.
Ásela al fin, le oprime: es una llave.
¿Quién en aquellos sitios la perdió?
¿Un peregrino? ¿Un trovador? ¡Quién sabe!
Tal vez del cinto la perdió el Barón.
Ibáñez la guardó. Siniestro y lento
era su paso, y tardo el caminar;
parecía que el solo pensamiento
empujaba a la muerta voluntad.
Él tenía un secreto repentino
que jamás hasta entonces comprendió;
sólo en la mente le abortó el destino,
no lo supo jamás el corazón.
Ibáñez ni se acuerda ni lo sabe,
que con su mente su intención no va;
sólo percibe que al llevar la llave,
crece en el pecho vengativo afán.
Ni piensa, ni resiste, ni consiente,
ignora acaso su intención cuál es;
mas ni duda a la par ni se arrepiente
de lo que llegue a consentir ni hacer.
En un pilar que sobre el foso obscuro
en una grieta de la peña está,
metió la llave, y recediendo el muro,
postigo oculto le convida a entrar.
Hundióse Ibáñez por el muro hendido,
silencioso, sombrío, audaz, traidor,
como un remordimiento mal dormido
entra en el descuidado corazón.
Quedóse en soledad el campo mudo,
y entre la lobreguez tornóse a oir
la voz del aquilón salvaje y rudo,
y el murmullo apagado del festín.
Quien mirara a Pedro Ibáñez
ir caminando a deshora
por las cuevas del castillo
al resplandor de una antorcha,
erizados los cabellos,
la faz amenazadora,
los pasos desatentados,
creyérale alguna sombra
que alzando de su sepulcro
la fría y maciza losa,
de Dios a los vivos trae
sentencia exterminadora.
Sus lentos pasos retumban
por las olvidadas bóvedas,
y de una en otra perdidos,
cual gemidos, se prolongan.
En las grietas de las piedras,
las arañas hiladoras,
al resplandor de la luz
los negros cuerpos asoman,
y la inflexión de la llama
que vacilante y dudosa
reverbera por los muros,
que viste tiniebla lóbrega,
fantasmas de luz se pintan,
cuya aparición diabólica,
en el punto que se muestra
vuelve a perderse en la sombra.
En cada rincón obscuro
en que la vista, se posa,
parece que amedrentadas
quimeras le desalojan.
A cada puerta o esquina
que se pasa o que se dobla,
parece que allá a lo lejos
vuelan en fúnebre tropa.
Todas las manchas y bultos,
rostro y movimiento toman,
y ya miran, ya amenazan,
ya ríen, temen o mofan.
Visiones descoloridas
que el alma crédula aborta
en la niñez, atacada
de fábulas mentirosas.
A pasos lentos Ibáñez
caminando incierto, topa
ancho salón embutido
de madera hasta la bóveda.
Allí, de pez y de plomo
y materias resinosas,
inmenso almacen juntaron,
que para defensa propia
en tiempos tan turbulentos,
precaución ninguna sobra.
Como obedeciendo Ibáñez
a oculta causa imperiosa,
o de antiguo pensamiento
a la fuerza tentadora,
debajo los combustibles
metió resuelto la antorcha.
Brotó la seca madera
espesa, turbia y sonora
nube de volátil humo,
con que el fuego se corona.
Cerrando entonces la puerta,
Ibáñez a tientas toma
la ruta por donde vino,
hasta una escalera rota.
y en lucha áspera y difícil,
asaltando una tras otra,
llegó a la torre en que Bustos,
señor del castillo, mora.
Era una torre capaz,
circundada a la redonda
de un terrado que rematan
las almenas protectoras.
A su amparo, y defendidas
de exterior ofensa, toman
la luz dos anchas ventanas
que rejas robustas orlan.
Corrió Ibáñez a una puerta
una barra ponderosa
que impide abrirla por dentro,
y la faz pálida y torva,
asiéndose de una reja,
por una ventana asoma.
Ya libres de las miradas
de la multitud curiosa,
que grosera e imprudente,
hasta cuando aplaude estorba,
en delicioso retiro
Rosa y don Bustos a solas,
de sus amores platican
en su cámara ostentosa.
Ella aparece cual nunca
halagüeña y seductora,
suelto el cabello y los lazos,
aliviada de las joyas.
Él en sus brazos la aduerme
en ilusión amorosa,
más que nunca embebecido
en las gracias que la adornan.
Ella en silencio le mira,
y las lágrimas le borra
que de amor y de esperanza
de los párpados le brotan.
Él los labios encendidos,
la mirada borrascosa,
que aun turba el licor ardiente
cuyos vapores le embotan.
Y ella, con ósculos tiernos
templando la abrasadora
sed de sus labios, lo besa
entre osada y ruborosa.
Una cortina de seda
que entera cubre la alcoba,
vela a los profanos ojos
la escena voluptuosa,
aunque la luz de una lámpara
cuanto olvidada traidora,
trémula dibuja en ella,
si no los gestos, las sombras.
Si los ojos de un celoso,
cuando las dudas le acosan,
pudieran salvar los muros
en las alas de su cólera,
bien pudieran los de Ibáñez
hacer jirones ahora
la impertinente cortina
en donde atento los posa.
Dos barras de la ancha reja
ase, que casi las dobla,
y los ojos de serpiente
se le saltan de las órbitas.
Sin perder línea ni pliegue
de la tela tembladora,
sigue el movimiento fácil
de las proyectadas sombras.
Y ajenos de aquel testigo,
Bustos Ramírez y Rosa,
sus amorosas caricias
en la soledad redoblan.
Crujían los blandos besos
en la morada recóndita,
y afuera, del triste Ibáñez
las aspiraciones roncas.
A cada amante palabra
que en el aposento brota,
responde en la oculta reja
una blasfemia espantosa;
y entretanto que uno sufre,
y libres los otros gozan,
doblar se oyó la campana,
que a fuego y rebato toca.
Interrúmpese el placer,
y el sufrimiento se corta,
y el que antes gozaba, sufre,
y el que antes sufría, goza.
Al ronco empuje del cierzo,
que con dobles alas sopla,
crece el incendio y revientan
las llamas devastadoras.
Caen las techumbres de cedro,
las almenas se desploman,
estremécense las torres,
y se derrumban las bóvedas.
Cada sala es una hoguera,
cada ventana una boca
que humo y resplandor vomita
y brama en tormenta sorda.
En vano piden de dentro
que en su angustia les socorran;
en vano aterrados gritan,
gimen, blasfeman ú oran;
sordos están cielo y tierra;
denso el humo les ahoga,
y con el son del incendio
sus lamentos se sofocan.
De aquella terrible hoguera
a la trémula luz roja,
se ve de los campesinos
la turba triste y medrosa,
como viajeros curiosos
que contemplando se asombran
una erupción del volcán
que fuego y peñascos brota;
y allá, del Carrión humilde
a la margen de las ondas,
Ibáñez también lo mira
con indiferencia torva.
Apoyado está en un tronco,
asida una mano a otra,
y en una almena los ojos
que ruina amenaza pronta.
Al fin de afanosa lucha
desesperada y dudosa,
cayó en el foso la almena;
y tras de la piedra rota
quedó una ventana, en donde,
como ilusión dolorosa,
los brazos al cielo tienden
por la reja dos personas.
No se sienten sus lamentos,
ni se alcanza de su forma
más que la expresión horrible
en su profunda congoja.
Llamas voraces los cercan
en irresistible tropa,
de cuya rabia es inútil
implorar misericordia.
La inmensa torre rodean,
puertas y muros devoran,
y ¿cómo esperar perdón
de quien ni piedras perdona?
Una llamarada inmensa
la cerró en sus pliegues toda,
y se borró para siempre
la aparición congojosa.
Dejó la ribera Ibáñez,
y al despuntar de la aurora,
a todo escape, en un potro,
valle y castillo abandona.
Del espléndido palacio
que ocupa en Valladolid
el rey don Juan el segundo,
—ya de su reinado al fin,
están recordando alegres
su antigua amistad pueril
dos bizarros cortesanos
en oculto camarín.
Y en el continuo abrazarse
y en el continuo reír,
se ve que en hallarse tienen
satisfacción infantil,
y que cada cual se goza
la ajena historia en oír,
como en recordar la suya,
tal vez triste para sí.
Están en el propio punto
en que, de entrambas al fin,
tornan a identificarse
y su gozo a repetir.