Las esmeraldas/Capítulo I
Capítulo I
Tres salones del palacio ducal apenas bastaban al acomodo de la «canastilla» y de los regalos con que obsequiaron a la novia sus parientes y amigos. Entre los regalos sobresalía un aderezo de esmeraldas, ofrenda del duque de Neblijar, futuro esposo de Leonor Pérez de Carmona.
Engarzaban las piedras en la más pura filigrana que pulieron árabes y judíos.
Uníanse unos engarces a otros por cadenillas microscópicas, y era cada engarce un prodigio de calados y geométricas figuras. Las esmeraldas, limpias, carnosas, relucían como ojos de mujer. Rodeando la almohadilla del estuchón, aforrado en gamuza, relampagueaba un collar. Sus piedras, a partir de una esplendorosa, que descolgaba solitaria, disminuían, parejamente, hasta rematar en dos triangulares que formaban el broche.
Sobre el cojín, rodeado por el collar, triunfaba una diadema, en cuya fábrica el metal se iba sutilizando para volverse espuma; entre ella flotaba una esmeralda de ígneas transparencias, iguales a las de las olas al romper. En los ángulos del estuche se retorcían cuatro serpientes de oro; dos piedras llameaban en cada cual de las achatadas cabezas, remedando los ojos del reptil.
Galas últimas del joyero eran las arracadas; tallólas el artífice en disposición de caireles, para que, al rozar los cuellos femeninos, los cosquillearan con lascivos arpegios, tal que si fueran deditos prismáticos de gnomo.
De generación en generación se transmitían aquel aderezo los Neblijar. Luciéronlo sobre su piel las hembras de la estirpe, sin que ninguna osara cambiar los engarces y disposición de las piedras. Por mucho entró en sus respetos el orgullo. Acrecía, con la antigüedad, el mérito y valor de la alhaja; amén de esto, con ella se atestiguaba y se revivía la hazaña por que vino a poder de los duques.
Fué siglos atrás, a principios del XVI, cuando Alfonso, duque de Neblijar, navegaba, capitaneando una galera, en busca de los musulmanes piratas.
Era experto marino y temible guerreador el duque. Muchos barcos infieles echó a pique con la proa de su galera. Espanto ponía su nombre a los arraeces de Stambul y de Túnez.
Cierta noche, en que la galera ducal surcaba los africanos mares, a los reflejos de una luna que con el propio sol, por su claridad, competía, vieron los tripulantes desprenderse de los cantiles de la costa otra galera que, a velas desplegadas y a impulsos de favorable viento, enderezó su viaje hacia el buque cristiano.
-¡El pirata! -dijo uno de los cabos, en tanto corría otro en aviso del duque.
De un salto ganó éste los escalones de su cámara; de otro se halló sobre cubierta. Asunto breve fué disponer la galera para el encuentro.
Los marineros gatearon palos arriba, prontos a toda maniobra; apretaron los cautivos sus puños contra el mango del remo, poniendo ojos y oídos a los mandamientos del cómitre; previniéronse las bombardas; dieron los arcabuceros alimento a sus mechas; apercibiéronse los abordadores, hacha en puño y cuchillo en cinto; encordáronse ganchos y arpones, y el pendón real flotó a popa, mientras ascendía por el palo mayor una bandera azul, donde campeaba el escudo de los Neblijar.
-Como no me engañen mis ojos (y no es fácil que lo hagan cuando miran hacia la mar) -exclamó un marinero viejo-, esa galera es la de Ben-Alí, el pirata más cruel y más bravo que parieron los cubiles de Túnez.
-¿Ben-Alí, dices, marinero? -repuso el de Neblijar-. ¡Ojalá no te engañes! Desde que salimos de Cádiz, sólo un miedo me sacudía el alma: no toparme con ese tiburón, de que tanto alardea el Bey.
-Veremos -añadió- si pierde el tiburón los dientes al clavarlos en mi galera. Juro por mi Dios y mi Rey que antes del alba ese perro o yo tendremos de sepultura el mar.
-Cuéntase -añadió el marinero- que el pirata no es tunecino; indio es. Su padre, un mago de aquellas lejanías, arribó a las playas de Túnez, en fuga o por mandamiento del demonio; no está ello bien sabido. Lo cierto es que el Bey le nombró su visir, y que el hijo del mago crióse, tal que un príncipe, en el alcázar. Siguen contando que, cuando ya hombre, se hizo Ben-Alí para el mar, al gobierno de una galera, dióle el mago por amparadora y por guía a una diosa del país de los indios -la diosa del mal dicen que es- para que guardara al patrón, y en toda pelea contra olas u hombres le sacara triunfante. Añaden que la imagen es negra, y que su cuerpo, totalmente desnudo, está adornado con collares, ajorcas y arracadas de finísima pedrería. Ciñe su cabeza una corona de luceros, y sus ojos bullen en las órbitas como si fuesen vivos: cosa de encantamento. Un cautivo escapado de Túnez me refirió la historia, jurándome por Jesús, Cristo y Salvador nuestro, que, cuando Ben-Alí embistió al barco donde el cautivo navegaba, la diosa negra entró al abordaje, esgrimiendo un hacha, en cuyo filo las gotas de sangre se cuajaban como rubís.
-El miedo obscureció el magín al cautivo -interrumpió Neblijar-. A fe -prosiguió- que si hay tal diosa y usa joyas tan ricas, no será mal botín cuando apresemos la galera. Si es criatura demoníaca o de encantamento, con la cruz de mi espada sobra a destruir el encanto y mandar al diablo a su infierno: Y finen las consejas y vaya al aire, aunque no esté el infiel a tiro, el primer bombardazo. Sea esta pólvora la única nuestra que hoy se desperdicie.
Mientras sonaba el cañonazo, y su humo se perdía en la atmósfera, agregó el marinero:
-Más contó el cautivo: en el pedestal de la estatua -los ojos del cautivo leyeronla- hay esta arábiga inscripción: «¡Ay de quien ose a mí! En él o en los suyos, a través de los minutos que representa una hora, o de los siglos, que cuentan sus minutos por años, Kalí se vengará».
-Quemaré a la diosa cuando entre en la galera -interrumpió el duque-. Por lo que hace a sus esmeraldas, de joyel pondré una en mi sombrero, dejando las restantes para lujo de las mujeres de mi estirpe. Ahora cada cual a su puesto; yo al mío, y Dios y la mar con nosotros.
Con ellos fué después de recio y empeñado combate.
Al frente de los suyos entró al abordaje Neblijar en la tunecina galera. De cara embistió al arraez, que, cubierto de heridas y esgrimiendo un hacha, tinta en sangre hasta el regatón, fué al encuentro del duque. En torno de ambos jefes se acometían los más bravos.
Solo ya, entre un montón de muertos, Ben-Alí retrocedió despacio, dando rostro al duque y a los que junto a él peleaban. Dejando un cadáver en cada escalón de su cámara, llegó al centro de ella y se apoyó, para no caer, en el pedestal de una estatua que, tallada en ébano, presidía el recinto.
Era horrible su gesto.
Su boca, simulada por dos corales, mostraba, contrayéndose, el marfil de unos dientes agudos, prontos a desgarrar. Su mano izquierda avanzaba desafiadora, blandiendo un haz de víboras; crispábase la derecha en garfio sobre uno de los senos; hasta ellos descolgaba un collar de esmeraldas. Las arracadas caían temblantes desde unas orejas minúsculas; a piernas y brazos se ceñían las ajorcas de oro, rematadas por cabezas triangulares de reptil. La diadema era nido de sierpes: tales parecían, retorciéndose en espiral sobre ella, los rizos del pelo.
Los ojos de la estatua eran verdes. A la luz do una lámpara, ardiente bajo el techo, aquellos ojos fosforeaban espectrales.
Cuando el arraez, acorralado y desangrándose, se apoyó contra el pedestal, los ojos verdes centellearon, revolviéndose furiosos en la órbita.
El espectáculo hizo retroceder hasta a los más bravos compañeros del duque.
-Aunque el diablo mismo te ayude -gritó el prócer a Ben-Alí-, a golpe de mi hierro caerás.
-¡Guárdate del mío! -respondió el arraez.
Y volteando a todo brazo su hacha, la despidió contra Neblijar.
Ladeó éste el cuello para evitar el filo del arma que, en su viaje, le llevó media oreja, y, avanzando hacia su enemigo, le envainó la espada en el Pecho.
Cayó el arraez; quedaron inmóviles las pupilas de la diosa, falto ya de juego el resorte, que girar las hacía, y el moribundo, clavando las suyas en el duque, murmuró, con voz ahogada por la sangre:
-En ti o en los tuyos, ella se vengará.
Vueltos los ojos a Kalí expiró el arraez.
Al fondo del mar fué la estatua, juntamente con la tunecina galera. No así las alhajas, que, previos exorcismos y agua bendita, se convirtieron en galas de la casa ducal y en testimonio palpable de una famosa acción.