Las esmeraldas/Capítulo II

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Capítulo II

De labios de la duquesa viuda recogió Leonor la historia de las esmeraldas, cuando la anciana la entregó el aderezo, no como regalo, como atributo de la soberanía ducal, que, desde aquel instante, renunciaba en la esposa de su hijo.

-La tradición afirma -dijo la viuda a su nuera- que este aderezo es obra demoníaca; añade que, según promesa vengativa del arraez, algún día tomará Kalí, en un Neblijar, desquite del ultraje que otro Neblijar le infirió. Hasta el presente no se ha cumplido la amenaza. Bien es cierto que todas las Neblijar, ceñidoras de estas alhajas, han cumplido lealmente sus obligaciones de hijas, de esposas y de madres. De suerte que el demonio no tuvo por dónde clavarles las uñas. Tú has de imitar (si no las superas) a esas damas y, como hasta hoy, el demonio tradicional quedará con cuarta y media de narices. Luce, sin recelo, las joyas y honra la corona que, no ellas, tu virtud y el amor de mi Alfonso ponen sobre tu cabeza gentil.

Mejor atendía al brillo de las esmeraldas que al discurso la joven. No obstó ello para que rodeara con sus brazos el talle de la anciana y estampara sobre su frente un ósculo, más ruidoso que prieto.

-¡Gracias, señora! -dijo-. Nunca vi piedras que a éstas pudieran igualarse. ¡Qué bien hacen! -siguió colocando sobre sus cabellos la diadema y contemplándose al espejo-. Relumbran como estrellas. De noche, al reflejo de las luces eléctricas, han de ser maravilla.

-¿Por qué no probarlo ahora mismo? -monologó la joven, apenas despidió a la duquesa-. Pronto se cierran los balcones. En corriendo el cerrojo, no habrá quien sorprenda mi vanidad. ¡A ello! Voy a dejar corrida a la diosa negra del pirata.

Al evocar esta memoria, vínole antojo a Leonor de reproducir, frente a su espejo, la imagen de Kalí.

Tal y como lo pensó, lo hizo.

Corrió el cerrojo a la puerta del gabinete; amontonó frente al espejo unos cojines árabes; cerró las maderas del balcón; embrazó el aderezo, y entrando en su alcoba, comenzó a desnudarse a obscuras. A obscuras, también, se ciñó las alhajas.

Desde los cojines se alcanzaba a la llave de la eléctrica luz; a ellos subió Leonor de un salto; dió vuelta a la llave, y su imagen, totalmente desnuda, se reflejó contra el espejo.

Estatua de nogal parecía, con su carne morena, donde la luz proyectaba sombras áureas. Hermoso era su cuerpo, con la diadema de esmeraldas ceñida a las sienes; la garganta rodeada por el espléndido collar; los caireles descolgando por los remates de la oreja y los reptiles de oro, las culebrillas de ojos verdes, retorciéndose en espiral sobre la garganta de las piernas y las redondeces del brazo.

Bella era la criatura que reproducía el espejo. Tan bella como horrible la que se ofreció a Alfonso, duque de Neblijar, en la cámara del pirata.

Y, sin embargo, cuando Leonor evocando a Kalí tomó su actitud, cuando adelantó el brazo diestro y crispó el siniestro contra los pechos duros y desordenó sobre la diadema sus rizos y contrajo su boca para enseñar los dientes, y frunció el entrecejo para dar fiereza a sus ojos, algo había en ella de retador y demoníaco.

-¡Qué locura! -exclamó-. ¡Si me vieran!...

Saltó de los cojines, apagó las luces eléctricas y fué a tientas hacia su alcoba.

Un escalofrío erizaba su piel.