Las esmeraldas/Capítulo IV
Capítulo IV
Un año pasaron los duques recorriendo las grandes capitales de Europa. Durante él hicieron también una excursión a los Estados Unidos de América, a bordo del yacht que el duque capitaneaba como experto marino. No en balde descendía de aquel capitán que en los tiempos de Carlos V echó a pique la galera de Ben-Alí.
Admiración de todos fué la gentilísima duquesa durante sus viajes; encanto de todos, por su trato exquisito, el duque.
Al año de ausencia regresó a Madrid Leonor, instalándose definitivamente en su palacio, que, por orden de Alfonso, había sufrido todas las innovaciones y reparaciones necesarias a ser primera entro las viviendas de su índole.
Se inauguraron las fiestas en el histórico caserón con un baile que hizo época en la historia del madrileño lujo. Concurrieron al baile los más significados personajes, que en política, ciencias, artes, sangre y dinero decoraban la villa; y fué tal noche, para Leonor, de felicidad y de triunfos.
En ella le presentaron al conde de Nuévalos, apuesto mozo de veinticinco a veintiséis años, que traía con sus arrestos y locuras revolucionado al mundo elegante.
Tres o cuatro duelos, en que tuvo la suerte de matar o herir al adversario, le consagraban de valiente; unas cuantas hembras de fama, a sus pretensiones amorosas rendidas, de conquistador irresistible; posturas enormes en el juego, perdidas y ganadas sin pestañear; billetes arrojados, sin contarlos, de su cartera, para esta orgía para aquella aventura, proclamaban su esplendidez; el mejor sastre de Madrid, su elegancia; los más rebeldes potros, sus condiciones de centauro; matchs de esgrima y disparos certeros en cacerías y tiros de pistola, de esportista famoso, avalorado en crédito por excursiones locas, hechas a giro de automóvil y a aletazo de aeroplano. Un Don Juan, en fin, con todos los requisitos y menesteres propios a ostentar la herencia del legendario personaje.
Como él, tenía falta absoluta de conciencia y voluntad propia a cualesquier bellaquería, por grande que ella fuese.
Este rey de la galantería, del valor y la moda fué muy simpático a la duquesa de Noblijar. Por fuerza se lo había de ser, siendo ella reina en reinos afines.
Seguro de la impresión causada, y comprendiendo que tal dama constituía una gran presa, comenzó el galán a requerirla sabiamente de amores, poniendo al logro de la empresa toda su habilidad, su astucia y su práctica en mujeriegos lances.
Claro que a nadie, sino a ella, dejó traslucir sus pretensiones; aun con ella, fué cauto y parsimonioso en los ataques. Era primeriza y no convenía asustarla. Necesitaba dejar que madurase el fruto, sin perjuicio de ayudarle a caer.
El duque, comisionado por el Gobierno para una importante misión, que duraría cuatro o cinco meses, hubo de abandonar con gran prisa Madrid.
Fernando (así se llamaba el de Nuévalos), no transcurridos todavía dos meses de la ausencia del duque, obtuvo de Leonor la promesa de visitarle en cierta casita que, para este género de lances, había el Don Juan arrendado en calle, si extraviada, céntrica.
Dejando su automóvil a la puerta principal de un templo, que alza sus muros sobre hermosa y popular vía, escapó Leonor por la puerta falsa; hizo seña a un coche de punto, dióle las del sitio designado para la cita, y a él llegó, a poco rato, al trote cansino de un jamelgo.
Ocultando con el manguito el rostro, atravesó el portal, que muy al fondo, tras una escalerilla de cuatro peldaños, tenía el guardián cuchitril. Fué este alejamiento tomado muy en cuenta por el calavera inquilino. Así evitaban sus visitas ser fiscalizadas de cerca. La luz esclarecedora del portal era opaca. Bajo ella pasó Leonor en imagen confusa; subió a tropezones la escalera y llamó temblando a la puerta.
Abrió Nuévalos en persona.
Sin palabras, apretando con sus dos manos las trémulas de la duquesa, la condujo, por un corredor alfombrado y obscuro, hasta un gabinetito octógono, sobre cuyos balcones caían, ocultándolos, dos tapices.
Un tercer tapiz, copia del sensual Rubens, bajaba del techo en el fondo del gabinete. Éste, suave, misteriosamente alumbrado por una lámpara de cristal ambarino, tenía, a la izquierda, una mesita, donde humeaba la cafetera para el te, y descollaban dos tazas y un azucarero de Sèvres, una anforilla de oro y cuatro copas de bohemio cristal. Como ellas era el jarro del agua.
Varias sillas de ancho asiento y cómodo respaldo se apoyaban en las paredes; dos butacas sobresalían a un lado y otro de la mesa. Frente a ésta velase un diván, y a sus pies una piel de bisonte.
Hasta el diván condujo Fernando a Leonor. Dulcemente, la hizo sentar, mientras él, cayendo de rodillas, besaba los enguantados dedos de la bella.
-¡Gracias! -murmuró con tímido acento-. ¡Gracias, vida mía! Mi vida entera es nada para pagar este minuto.
Hubo una pausa. Durante ella, el galán quitó las agujas que sujetaban el sombrero a la cabeza de la dama; púsolo en una silla, e imprimiendo su boca en el hueco de los guantes, que dejaba la carne libre, fué desabrochándolos botón a botón.
-¡Qué locura! -suspiró la duquesa-. ¡Déjeme usted salir! -añadió, levantándose, en un arranque de pudor y de miedo.
-¡Irte! -repuso el conde, haciéndola sentar y rodeándola con sus brazos-. ¡No! ¡No te vas! ¡No te irás sin que antes me jures, me pruebes la verdad de tu amor, por y para el cual vivo desde la primera vez que puse en ti los ojos!
-¡Probártelo!... ¿Quieres mejor prueba que mi presencia aquí?
Y Leonor, atraída por Fernando, apoyó la cabeza en su hombro.
Fernando, oprimiendo la gentil cintura de la dama, besando la hermosa frente que sobre su pecho desfallecía, alzóse del diván con estudiada lentitud, casi teniendo a la joven suspendida en el aire.
De este modo, despacio, sin que se oyera el ruido de sus pies en la alfombra, cruzó el gabinete, y llegando junto al tapiz lo alzó sobre el grupo que él y la duquesa formaban.
Por bajo de sus pliegues pasaron, y de golpe cayó el tapiz, donde un amor aleteaba sobre un desnudo maravilloso de mujer.