Las esmeraldas/Capítulo III

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Capítulo III

Celebróse la boda en la capilla del palacio ducal, y bendijo a los novios el patriarca de las Indias. Padrinos fueron la madre del novio y un infante de España; testigos los más altos personajes de la patria nobleza.

Acompañó el órgano la bendición patriarcal; sirvióse un espléndido lunch en el comedor: cambió Leonor, por uno de viaje, su atavío de novia; imitóla Alfonso, y, despedidos por invitados y parientes, ganaron un lujoso automóvil, haciendo camino a las posesiones que, inmediatas a Córdoba, pregonaban la riqueza del duque.

No quiso éste zarandear su nupcia por capitales extranjeras. Tiempo habría, más tarde, de recorrerlas todas y aun de ir mar adentro en un yacht, que, meciéndose sobre aguas gaditanas, aguardaba órdenes de su aristocrático armador.

Al presente, para desflorar sus amores, nada comparable a un vergel andaluz.

Sin estorbo de curiosos impertinentes, recorrerían senderos y alamedas; en las noches de luna, a su pálido resplandor; en las noches claras, al reflejo de las estrellas; en las obscuras, envueltos por la sombra, llevarían, como los ciegos, en el tacto los ojos.

Irían al bosque en las horas de sol para recogerlo, cernido por las hojas, y envolverse en las caricias de su luz. El bosque tiene camarines acolchados con rosas; en ellos, la hierba es tapiz y orquesta los pájaros.

Al caer la tarde navegarían por el río. Él bogaría lentamente; hablaríale ella con la voz o con las pupilas. Al llegar donde los prietos juncos son varitas de hada que a los amadores ocultan, se alzarían sobre los asientos del bote, cogidos por los talles, y recogerían en los frunces de un beso el adiós último del sol...

Así pensaba el duque, hombre de treinta años que había recorrido, en su carrera diplomática, las grandes ciudades del mundo, y, harto ya de vivirlas, iba indiferente por ellas, como va por un camino, sea éste cual fuere, quien a diario lo recorre.

Ello aparte, y también aparte el hondo afecto que le inspiraba Leonor, había en el duque, para poetizar sus amores con la soledad campesina, otra causa.

Con el noviazgo despertóse en Neblijar el alma recelosa de sus abuelos. Amaron aquellos varones, escondiendo a sus hembras del ajeno mirar, con suspicacias y hurañeces, donde se fundían el católico y mahometano que los antiguos duques llevaban disuelto en la sangre, como los llevaban todos los españoles de entonces y los llevan casi todos los de hoy.

Al igual de monjas en clausura, vivían antaño las esposas de los Neblijar, mientras ellos guerreaban con los infieles, ganaban imperios en América, acuchillaban protestantes en los Países Bajos, católicos en Roma y piratas en las aguas de Argel. Sin ser vistas de nadie, paseaban por sus jardines; tan sólo abrían sus balcones y asomaban a ellos para recibir a los duques cuando tornaban de la guerra, con la espada roja de sangre hasta la guarnición.

No cambiaba mucho, con el retorno de sus hombres, la existencia de estas mujeres. Ni aun para satisfacer vanidades gustaban de exhibirlas.

Por no hacer desacato al monarca, las llevaban a su palacio en los días de ceremonia; por no desacatar al cielo, permitíanlas acudir a la iglesia con el largo manto ceñido, la dueña a la vera y el rodrigón detrás.

Bien comprendía el duque actual que eran los tiempos otros. A ellos estaba dispuesto a acomodarse, sólo que lo más tarde posible.

Al presente, necesitaba disfrutar el cariño de Leonor teniendo a la Naturaleza por testigo único de su dicha.

¡La Naturaleza!... Leonor estaba harta de contemplarla.

Hasta dos años antes de su boda habitó en un pueblo andaluz, donde sus padres, aristócratas empobrecidos, se recluyeron para esconder su ruina y no malbaratar los restos de una hacienda que, si en el villorrio les permitía vivir con desahogo, en Madrid les hubiera traído a miserias, cuanto más ocultas más crueles.

Ahorrando, peseta a peseta, unos miles, habitaron quince años en el antipático lugarón los Pérez de Carmona. Tenía por objeto su ahorro pasar una larga temporada en la Corte cuando Leonor fuera moza; volver a codearse con las antiguas relaciones y buscar novio a la doncella, que desde niña era prodigio de hermosura y de gracia.

Perteneciendo los Pérez de Carmona a empingorotado linaje, y siendo portento de beldad su heredera, mala suerte habrían si no tropezaban en Madrid con novio de pura cepa y gran caudal.

No vieron los viejos defraudadas sus esperanzas.

Alfonso de Quirós fué presentado, en un baile de la Embajada inglesa, a la encantadora andaluza; quedó prendado de ella, y al año del conocimiento bendijo a los amantes el Patriarca de las Indias.

Aun siendo muy altas las aspiraciones matrimoniales que trajeron a Madrid los Pérez de Carmona, las sobrepujó el enlace de Leonor con Alfonso Neblijar. Arrancaba su árbol genealógico de la Reconquista; por sus venas corría sangre de héroes y de reyes; eran: su caudal, pingüe; su persona, gallarda; caballeroso su carácter; su entendimiento, claro.

Satisfechos estaban los padres con el marido que tocó a su hija en suerte; satisfecha ella, por lo que hace a prendas heráldicas, económicas, personales o intelectuales de su Alfonso. Lo que ni poco ni mucho le agradaba era pasar la luna de miel en el campo.

Desde los tres a diez y siete años residió en la campiña. ¿No sobraba con ellos? Claro que durante su estancia en Madrid disfrutó de cuantas diversiones puede ofrecer la Corte; pero, ¿qué significaba Madrid comparado con París, con Londres, con las grandes capitales del mundo? A más, de soltera no es posible vivir la vida de alta sociedad como las casadas la viven.

Sueño y esperanza fueron de su noviazgo los cuadros fastuosos que dibujaba con su imaginación, para hacerlos realidades cuando fuera, por matrimonio, duquesa de Neblijar; por la estirpe y caudal de su esposo, reina de la distinción y del lujo; reina de belleza en corte de beldades, por fuero natural.

Abriría los salones de su palacio a sus amigas y mataría de envidia a sus rivales; impondría la moda con sus tocados y sus trenes; deslumbrarla con sus esplendideces a las grandes damas d las extranjeras ciudades; recorrería los mares en su yacht, los caminos en su automóvil; triunfaría en los balnearios al llegar la estación veraniega. ¡El campo! Bueno estaba para una o dos semanas dedicadas a los placeres cinegéticos; pero de esto a convertirlo en residencia indefinida mediaba gran distancia: la que va de la diversión al aburrimiento.

Porque Leonor se aburría en aquella luna de miel aldeana.

-¡Y tan aldeana! -pensaba la duquesa-. Dando al confort de lado -añadía-, ¿en qué me diferencio de la hija del aperador del cortijo, que es recién casada también?

Discurriendo así no es extraño que, a los quince días de estancia en sus posesiones de Córdoba, se le saliera el aburrimiento por los ojos y se reflejara en todas sus palabras y acciones.

Alfonso no tardó en enterarse, y, a fuer de hombre avisado, puso al daño inmediato remedio. Malo es que el hastío de los lugares donde habita se adueñe de una hembra. De prólogo sirven tales hastíos a otros más difíciles de vencer.

-Después de todo -murmuraba el duque a sus solas- no es suya la culpa. Lo es de mi egoísmo. Pájaro con las alas rendidas, quise imponer quietud y aislamiento a otro pájaro recién salido del nidal. Necio anduve. Disfrute Leonor de su juventud y acompáñela yo en su triunfo. Al fin y a la postre para adorarse es bueno cualquier sitio.

Al día siguiente tomaron marido y mujer la carretera que conduce a la Corte. Al finalizar la semana estaban en París.