Las esmeraldas/Capítulo XI

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Capítulo XI

Los nubarrones que durante la mañana entoldaban el cielo, descompusiéronse al llegar la tarde en menudos copos de nieve.

Fueron éstos cubriendo árboles y edificios, paseos y calles. En los últimos era la nieve como una alfombra de tisú; en los primeros, como un sudario o como un mosaico de nácares.

En la carretera que cruza La Bombilla reinaba completa soledad. El frío alejaba a los transeúntes. Los excursionistas, temiendo que la nieve dificultara su retorno a la villa, hablan renunciado a sus esparcimientos. Bajo los árboles brincaban las urracas, sacudiendo su plumaje monjil, enviando camino de la sierra su áspero y desabrido canto.

La sierra era, al fondo del horizonte, un alto relieve de plata. Blanca y brillante, desde la base hasta la cima, aumentaba la nitidez de sus alburas en las cresterías de El Puerto.

Parecía éste, a aquellas horas, el inmaculado reino de la nieve, el tabernáculo escogido en la tierra por el color blanco para encerrarse, para aislarse, custodiado por un ejército de copos vírgenes o para ofrecerse al homenaje de los hombres en toda su pureza, sin que aliento o contacto alguno lo manchara. En ese tabernáculo no entra más perfume que el aire inviolado de la montaña, ni oficia otro sacerdote que el sol.

Los mismos rayos de éste pierden, al romperse en la crestería, sus áureas tonalidades y se truecan en lluvia de alabastro. El blanco impera allí como soberano absoluto. No admite, no consiente rivales. Él se basta para llenarlo, hermosearlo y dominarlo todo.

En los picos se endurece y congela la nieve, despidiendo reflejos metálicos; envuelve los peñotes con artísticas blondas, descuelga por los salientes y rebordes en caireles de hielo; transforma los pedruscos en perlas enormes, que a veces se juntan formando espléndidos collares. Aquí construye palacios de marfil; allá, graderías de mármol; en este sitio, humanas figuras que se engalanan con ropones de armiño; en aquél, monstruos con escamas de acero que se amenazan y se retan. Cuando el aire la empuja hacia arriba es diamante en polvo; cuando cae de las nubes, lluvia de hojas de azahar.

La misma sombra, que sobre todo cuanto brilla se extiende para ennegrecerlo, respeta allí el señorío de la nieve y se torna azul, de un azul pálido, muy pálido, que se desvanece y atenúa hasta confundirse con las incoloras gasas del aire...



Por la carretera avanza un automóvil que de ella se desvía al llegar a un camino accesorio. Entra por él y hace alto junto a un entre merendero y casa de labranza que a la mano izquierda se yergue, frente a un boscaje de perennes verduras.

El automóvil, que es de alquiler, lleva las cortinas corridas. De él se apea una dama, envuelta en amplio abrigo y cubierto el rostro por un velo tupido que desdibuja sus facciones.

Con paso rápido, precedida por un viejo de cara astuta que salió a recibirla, atraviesa un pasillo y entra en una habitación que su guía, inclinándose, le señala.

Cierra el viejo, desde fuera, la puerta y la duquesa de Neblijar se halla frente a don Agapito.

-¡Vaya!, ¡vaya! -zalameaba éste, golpeando con su manaza llena de sortijones la enguantada mano de Leonor-. ¡No vale apurarse! ¡Sosiéguese! No soy ningún ogro. Ya se lo dije una tarde en la Castellana, exponiéndome a sufrir un descaro: «Si alguna vez puedo ser a usted útil, recurra usted a mí. No perderá su tiempo». La ocasión ha venido y me complazco en repetirle lo que entonces le dije.

-Usted no sabrá...

-Lo supongo. Ese baile de la embajada rusa ha dado al traste con el secretillo de usted. El señor duque quiere que su esposa luzca en la recepción las incomparables esmeraldas; usted se encuentra en el atranco de que no las tiene, de que no las puede recobrar porque no posee, así, de pronto, las doscientas cincuenta mil pesetas necesarias para arrancar la joya de entre las garras de este pícaro! ¿No es cierto, señora duquesa?

-Yo...

-¡Ánimo!... No es tan insoluble el conflicto. Ya hallaremos forma de conjurarlo. Todo estriba en que usted no sea más tirana conmigo que lo que yo lo soy con algunos deudores.

-Yo me comprometo... Mis fincas...

-No hablemos de niñerías, ni de inmuebles. Por ahí no llegaríamos a ninguna parte.

-En tal caso...

-¡Aguárdese, Leonorcita!... No sea tan súpita. Todo puede echarse a perder y fuera gran lástima. Aquí, donde usted puede verme, con esta facha de rinoceronte y con esta fama de usurero sin entrañas, tengo, como cualquier otro, mi miajita de corazón y de delicadeza. No creo preciso decirle que usted me gusta una atrocidad...

-¡Don Agapito!...

-¡Pero una atrocidad!... ¡Como que estoy dispuesto a cometer otra atrocidad por serle a usted grato! Al fin y a la postre, puedo permitirme despilfarros de gran señor!

-Pero...

-Bien mirado, mi caudal supera al de casi todos esos grandes señores. Si escatimo un ochavo en las ocasiones de empeño, cuando se me mete una cosa entre ceja y ceja dejo tamaño al difunto duque de Osuna. Entre ceja y ceja, y en las entretelas del corazón, la tengo a usted metida. De forma...

-¿Qué va usted a decir?

-Que si mañana en todo el día, a la hora que usted guste, quiere venir un par de horitas a cierta finca que tengo próxima a la Corte, y cuyas señas van en esa tarjeta, en la finca estará yo con las alhajas. Usted se las lleva regaladas, ¿eh?, regaladas. Si quiere volver otro día -siempre hay apuros-, no tiene usted más que avisarme. Si no... Sólo unas horas pido. ¡A ver si sería más pródigo Osuna! Yo espero. Usted hace lo que tenga por conveniente. Ahora, cada cual por su lado. Aunque el sitio es fuera de paso, no conviene alargar la escena. Salga usted primero. Ya sabe.



Un carruaje que estaba oculto más allá de la finca, en el boscaje de perpetua verdura, partió, algún tiempo después de haberlo hecho la duquesa y D. Agapito, camino de Madrid.