Las ilusiones del doctor Faustino: 24
- XXII - La venganza de Rosita
[editar]Después de los sucesos que se refieren en el capítulo anterior, había pasado ya una semana, y nada se sabía en Villabermeja del paradero de don Faustino. Su madre, llena de angustia, procuraba en balde averiguar dónde se hallaba un hijo tan amado.
Rosita, entre tanto, furiosa con los celos y los agravios, difundía por todas partes que D. Faustino, prendado de María, había huido con ella, sentando plaza de bandolero en la cuadrilla de Joselito el Seco. Como alguien afirmase que la gente de Joselito había estado cerca del lugar la noche en que huyó D. Faustino, y como no sólo Rosita, sino también Jacintica, diesen por seguros los amores de María con el doctor, nadie dudaba en el lugar, salvo el Padre Piñón, de que D. Faustino estuviese por su gusto con los bandoleros.
La propia ruina de la casa de los Mendozas hacía verosímil a los ojos de aquellos lugareños el que D. Faustino hubiese adoptado determinación tan heroica para salir de apuros.
El Padre Piñón era el único que sabía que María no se había ido con el doctor: el único que sabía dónde María se hallaba; pero a nadie quería confiarlo. Calculaba además que D. Faustino, no por su voluntad, sino muy a despecho suyo, había caído en poder de los ladrones; pero, como afirmando esto hubiera dado a doña Ana más pesar que consuelo, el Padre Piñón se callaba.
Rosita no creía mentir asegurando que el doctor estaba con María entre los bandidos. Rosita lo daba todo por evidente. Su furia celosa la estimulaba, pues, de continuo. Las excitaciones a su padre para que la vengase no cesaban a ninguna hora.
D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, aunque avaro, usurero y poco escrupuloso en punto a moral, tenía dos prendas de carácter que le hubieran movido a obrar benignamente en aquella ocasión, si Rosita no le hubiese violentado. D. Juan Crisóstomo era compasivo y cobarde.
Por un lado, le inspiraba piedad la aflicción de doña Ana, y no quería acrecentarla. Por otro lado persuadido, como Rosita, de que D. Faustino se había hecho bandolero, temía que viniese a su vez a vengarse, o cogiéndole a él para matarle o darle por lo menos una paliza, o bien yendo a sus caserías par incendiar alguna, o romper las tinajas y las pipas, derramando el aceite, el vino y el vinagre, y haciendo de todo una trágica ensalada.
La figura del doctor Faustino, acompañada de Joselito el Seco y de un coro de facinerosos, era la pesadilla del pobre escribano. Durmiendo, soñaba con que le habían ya secuestrado y le daban martirio; despierto, recelaba descubrir al doctor o a algún emisario suyo en cuantos hombres venían hacia él.
Pero, si el escribano temblaba de excitar la cólera del doctor, todavía temblaba más delante de Rosita. Rosita le ponía entre la espada y la pared. ¿Qué medio le quedaba? ¿Cómo resistir a los mandatos de aquella hija imperiosa, de aquel tirano de su voluntad, frenético entonces de ira?
No hubo más recurso. El escribano concitó a los acreedores, que le obedecían más que puede obedecer a Rothschild cualquier banquerillo de mala muerte, y reunió créditos contra la casa de Mendoza por valor de cerca de ocho mil duros. Eran escrituras y pagarés vencidos todos, y que no se habían renovado, quedando así el deudor al arbitrio de los acreedores, quienes seguían cobrando los réditos mientras les convenía o no se enojaban, y quienes, no contentos con los réditos, exigían asimismo una gran dosis de humildad y agradecimiento, sopena de enojarse y de pedir al punto el capital de la deuda, conminando con la ejecución.
Tal era el estado de la casa de los Mendozas, por culpa del difunto D. Francisco, y por poca habilidad, descuido y mala ventura de D. Faustino y de su madre. Su caudal, mal cultivado por falta de capital, con los frutos malbaratados siempre, apenas producía para pagar los enormes réditos de aquella deuda. Varias veces se había tratado de vender fincas para pagar lo que se debía; pero en los lugares pequeños, hay una afición extraordinaria a tirar de los pies a los ahorcados. Cuantos tienen algún dinero andan siempre acechando la ocasión de que alguien esté en apuros y quiera o necesite vender algo para comprárselo por la tercera o cuarta parte de su justo precio. Aun así, piensan que favorecen al vendedor, pues le dan dinero, cuyos intereses son grandísimos, a trueque de tierras que producen poco, como no se esté sobre ellas y se emplee un capital de metálico y de inteligencia en su administración y cultivo.
D. Juan Crisóstomo hizo aún laudables esfuerzos para calmar a Rosita. Rosita llegó a decirle que preferiría ser hija de Joselito el Seco a ser hija suya; que si la hija de Joselito fuese la agraviada, su padre la vengaría.
D. Juan Crisóstomo no quiso ni pudo ser menos que Joselito el Seco; y por medio de su aperador, envió recado a Respetilla, diciéndole que los acreedores de los Mendozas no querían aguardar más; que era menester pagarles en el término de diez días, y que de lo contrario, serían ejecutados los Mendozas.
Rosita, no contenta con esto, dictó ella misma una carta insolente a doña Ana, amenazándola si no pagaba en el término señalado. El escribano, aunque resistiéndose y con mano temblorosa, tuvo que firmar la carta.
Respetilla, cuando se enteró de todo por su padre, fue a casa del escribano, habló con Rosita, le echó en cara su mal proceder, y trató de suavizarla. Viendo que era inútil la dulzura, empezó a echar fieros y a desvergonzarse con Rosita; pero ésta se revolvió enérgica contra él y le arrojó de su casa con cajas destempladas. Ganas se le pasaron a Respetilla de dar una soba a la hija del escribano, y aun de sacudir el polvo al escribano mismo; pero el miedo de provocar un lance sangriento con algún criado de aquella casa, lance que podía terminar en que le enviasen a Ceuta, tuvo a raya los ímpetus de su lealtad y devoción a D. Faustino. Harto hizo el fiel escudero con no volver a ir en casa del escribano y privarse del dulce trato de Jacintica, con quien cortó relaciones.
Sobre doña Ana, entretanto, habían venido todas las penas juntas.
Su hijo no parecía y su inquietud se aumentaba. Para consuelo, la amenazaban con la vergüenza de una ejecución; con la ruina total de su casa y hacienda.
Lo único que quedaba en casa, ya en el mes de Mayo, era un poco de vino, cuyo valor en venta no ascendería a diez mil reales. Doña Ana mandó a Respetilla que llamase a los corredores para que le vendiesen por lo que quisieran dar. Pero ¿qué eran diez mil reales cuando necesitaba ciento sesenta mil?
Doña Ana escudriñó todos sus armarios y cómodas; juntó la poca plata labrada y algunos dijecillos que conservaba aún; y, aunque tampoco, por bien vendidos que fuesen, importarían más de otros diez o doce mil reales, doña Ana se decidió a venderlos.
Por último, venciendo su extrema repugnancia y sofocando su orgullo, acudió a su única amiga de corazón; escribió una carta a la niña Araceli, pintándole con vivos colores la terrible cuita en que se hallaba y pidiéndole auxilio.
Respetilla, encargado de llevar la carta y las joyas, montó a caballo y salió de viaje para el pueblo de la niña Araceli.
La infeliz doña Ana, no pudiendo resistir por más tiempo tan crueles emociones, cayó enferma en cama con una espantosa calentura.
El pueblo, en medio de estos lances, se había dividido en bandos. Unos aplaudían la venganza de Rosita; otros la censuraban. Éstos juzgaban abominable la conducta del doctor, a quien ya suponían transformado en bandolero; aquéllos pensaban que Rosita era el mismo demonio, y que el seducido por ella había sido el doctor, sin que ella tuviese derecho para lamentarse de su abandono y para tomar tan despiadada y bárbara venganza. Toda Villabermeja ardía, pues, en chismes, suposiciones y disputas.
El padre Piñón era el más decidido partidario de los Mendozas. El médico y él venían a visitar con frecuencia a la enferma doña Ana, y el ama Vicenta la cuidaba con el mayor esmero.
-¿Dónde habrá ido a parar D. Faustino? -Se preguntaba a sí mismo el padre Piñón, ya que a nadie se atrevía a confiar sus secretos pensamientos-. ¿Habrá caído en poder de Joselito? Me temo que sí... Yo lo avisaré a María, la cual ya sé que está en salvo, gracias a Dios. Allá veremos cómo recobra su libertad el señorito D. Faustino.