Las ilusiones del doctor Faustino: 25
- XXIII - Confidencias de Joselito
[editar]Fuerza es volver ahora a hablar del doctor que, como sospecharán los lectores, seguía en poder de Joselito el Seco.
A poco de estar con él comprendió el doctor que Joselito venía en busca de su hija, con el intento de robarla de casa del Padre Piñón, donde había averiguado que se escondía, por espías y amigos que tenía en Villabermeja.
El padre Piñón y María habían prevenido a tiempo este golpe, huyendo ella sin que se supiese hacia dónde.
El doctor sufrió un prolijo interrogatorio de Joselito, quien, informado también de que su hija andaba enamorada del doctor, no sabía cómo explicarse aquel viaje nocturno de D. Faustino.
Joselito no receló que su hija, sabedora de que él venía en su busca, se hubiese escapado y que el doctor fuese persiguiéndola: pero, aunque lo hubiese recelado, era ya tarde para alcanzarla. D. Faustino, no obstante, ocultó la fuga de María y buscó razones para explicar su viaje nocturno, hasta que vio que Joselito, por caminos extraviados, los llevaba a Villabermeja, con el evidente propósito de penetrar en casa del Padre Piñón. Para evitar este lance, el doctor, ya cerca del pueblo, declaró que María había huido y que él había salido persiguiéndola.
Joselito exigió al doctor su palabra de honor de que decía verdad, y convencido de que el doctor no le engañaba, echó sus cuentas y decidió con gran rabia que ya era imposible alcanzar ni detener a su hija, antes de que llegase a cierto punto, donde estaba segura.
Desistió, pues, Joselito de entrar en Villabermeja; y él y su partida y su prisionero anduvieron, durante muchos días, vagando por diferentes sitios, fuera de los caminos reales, y haciendo noche en caserías y cortijos, donde Joselito tenía partidarios o cómplices.
El doctor, completamente desorientado ya, no sabía en qué punto, ni siquiera en qué provincia de Andalucía se encontraba.
Fiado Joselito en la palabra de honor dada por el doctor y en el compromiso que había contraído, le dejaba ir en su jaca, con sus armas, y al parecer completamente libre, aunque dos bandidos le vigilasen constantemente.
No se permitió al doctor que escribiese a su madre, por más que lo pidió con gran empeño. Por lo demás, estaba todo lo regalado, considerado y atendido que en aquella vida era posible.
Algunas veces se apartaron de Joselito varios de la partida, presumiendo D. Faustino que fuese para algún lance o golpe de poca importancia, porque luego volvían y notaba el doctor que hablaban con el capitán y que dividían y repartían dinero.
A todo esto, el doctor se desesperaba cada vez más, rabiaba o cavilaba, y no atinaba con la razón de que así le llevasen cautivo.
Joselito era hombre de tan pocas palabras, que no había modo de que el doctor pusiese nada en claro por más que le interrogaba.
Una noche, por último, estando en una casería, que debía de ser de algún señor rico, pues había cuartos de dormir bastante cómodos y bien amueblados, Joselito dijo al doctor que deseaba hablarle a solas. Subieron juntos al cuarto del doctor, que era el más elegante y lujoso, y allí tuvieron la siguiente conferencia.
-Sr. D. Faustino -dijo Joselito el Seco-, no era mi intención secuestrar a su merced. Yo iba en busca de mi hija; hallé a su merced por casualidad; le reconocí, y dé su merced gracias al cielo de mi buena memoria y de lo mucho que se parece a su padre, porque si no le reconozco, su merced sería ya pasto de los grajos; le reconocí, digo, y le he detenido entre los míos. Hoy quiero y debo decirle mis propósitos y muchas cosas que me importan y que le importan.
-Hable Vd., Joselito -interrumpió el doctor-; la curiosidad me consume hace días.
Ambos interlocutores se sentaron entonces, frente a frente, en sillas que había junto a una mesa, sobre la cual estaban dos candeleros de cristal, con sendas velas ardiendo.
La traza de Joselito era de lo menos patibularia que puede imaginarse. Alto y esbelto de cuerpo, la tez blanca, aunque tostada del sol, y el pelo negro, si bien con algunas canas. Parecía ser hombre de cuarenta años, pero bien conservado y robusto. Los ojos eran entre garzos y verdes, rasgados y dulces. Gastaba Joselito patillas, y llevaba afeitado el bigote, luciendo, en una boca pequeña, dientes blancos, iguales y bien formados. En suma, Joselito era un majo muy guapo, y se conocía que en su no lejana mocedad habría sido lo que se llama un real mozo.
-Aquí donde Vd. me ve -dijo a D. Faustino-, yo estaba destinado a hacer otra vida harto distinta de la que estoy haciendo; pero el hombre pone y Dios o el diablo dispone. Cuando yo tenía diez y ocho años estaba de novicio en el convento de Villabermeja. Bien se acordará de aquellos tiempos el Padre Piñón, que me quería en extremo por el fervor y excelente voz con que yo cantaba las cosas de iglesia, y porque me suponía tan humilde y sencillo, que siempre andaba diciendo que yo iba a ser un santo. Tal vez lo hubiera sido, si no llego a ver a Juanita. Antes hubiera cegado. Juanita frecuentaba mucho la iglesia en compañía de su madre doña Petra la viuda. Esta buena señora era muy presumida y entonada. Se jactaba de hidalga, y no sin razón. Su madre, la abuela de Juanita, había sido una hermana de su abuelo de Vd., Sr. D. Faustino. El pobre novicio tuvo, pues, la audacia de poner los ojos en una parienta de los Mendoza.
-¿De quién era viuda doña Petra? -preguntó el doctor.
-De un arriero enriquecido -contestó Joselito-. Eso importa poco. El caso fue que yo me enamoré perdidamente de Juanita. Mis ardientes miradas lograron excitar en su alma un amor igual al mío. En la misma iglesia nos hablamos con tal recato y disimulo, que doña Petra no sospechó nada. Juanita y yo nos pusimos de acuerdo. Yo me escapaba por la noche del convento e iba a verla a su casa, saltando por las tapias del corral. Así seguían nuestros misteriosos y felices amores, cuando la belleza de Juanita despertó, en una feria, gran cariño en el corazón de cierto mayorazgo de la ciudad de..., no distante de Villabermeja. Doña Petra concertó el casamiento de Juanita, la cual no se atrevió a oponerse; pero me informó de todo al momento. Ambos nos decidimos entonces a huir. La noche en que estaba todo dispuesto ya para la fuga, que iba a ser en un mulo que había en el convento, llevando yo a las ancas a Juanita, fui a buscarla y a sacarla de su casa. Por desgracia el novio mayorazgo, que rondaba por allí con un criado suyo, me vio cuando yo saltaba la tapia del corral, y antes de que cayese yo del otro lado, me asió de una pierna y, tirando de mí con violencia, logró derribarme en el suelo. Me levanté al punto algo magullado, y antes de que me rehiciese, me aplicó el mayorazgo tres o cuatro furiosos puntapiés, llamándome ladrón. Casi me derribó en el suelo otra vez, pues era hombre forzudo de veras. A pesar de mi turbación y malas andanzas, tuve tiempo de ver y de reconocer en quien me maltrataba a mi rival aborrecido. Los celos, entonces, y la ira y la vergüenza de verme afrentado de un modo tan cruel, me hicieron olvidar toda mi humildad de novicio, que tanto el Padre Piñón celebraba. Mi antigua mansedumbre se trocó de repente en ferocidad y en encono. Las llamas del infierno abrasaron mi corazón en deseos de pronta y terrible venganza. El diablo, a quien sin duda hube de llamar en mi socorro, me oyó y me proporcionó los medios en el acto. Junto al sitio, hasta donde el último puntapié me había echado, había un montón de gruesas piedras. Agarré una, y con la velocidad del rayo, volví contra mi enemigo, y, antes de que tratase de parar el golpe, se le dí con tal tino y brío sobre la cabeza, de la cual al pegarme había dejado caer el sombrero, que le hundí y rompí los huesos de un modo horroroso, haciéndole caer muerto a mis plantas. Fue todo esto tan instantáneo, que el criado no había tenido tiempo para favorecer a su amo. Cuando le vio caer, sintió miedo de mí y empezó a gritar: «¡Al asesino, al asesino!». Lleno yo de terror, todo confuso y aturdido, pues era al cabo la primera muerte que hacía, no tuve serenidad para huir. Salieron hombres de varias casas: me prendieron; me entregaron a la justicia, y, por último, me condenaron a presidio. Con los años y las desgracias deseché en presidio los escrúpulos que en el convento me habían inspirado; conocí a fondo lo que es la vida; y vi que era mala mi estrella y que sólo a fuerza de valor podía yo dominar su influjo funesto. Un día, mientras trabajábamos en un camino, concerté tan hábilmente las cosas con cuatro compañeros, que logré recobrar mi libertad en su compañía, no sin que perdiese la vida uno de los capataces que quiso detenernos. Desde entonces ando en este oficio, en que ahora me ve su merced, y no es posible que ande en otro. Juanita murió miserable y deshonrada, mientras estaba yo con la cadena. Dejó una hija, que es María. Yo adoro a mi hija, Sr. D. Faustino. La quiero por ella y porque es un recuerdo vivo de Juanita; pero María se avergüenza de mí: me huye; no quiere verme. Los que la han educado, le habrán inspirado quizás algunas buenas ideas: pero se han olvidado de inspirarle amor y hasta respeto a su padre. Sea yo quien sea, ¿dejaré de ser su padre? ¿No es un mandamiento de la ley de Dios el que ella me ame y me respete?
Mucho había que contestar a esto: pero al doctor no le pareció prudente ni oportuno ponerse a disputar con Joselito, y permaneció callado.