Las ilusiones del doctor Faustino: 29
- XXVII - Cabos sueltos
[editar]No faltará quien halle inverosímil la poca o ninguna carrera que hizo en Madrid D. Faustino López de Mendoza. O D. Faustino era tonto o no lo era, dirán. Si era tonto debió pintarle tonto el autor de esta historia; pero, como le ha pintado discreto, aunque extravagante, no se comprende cómo no llegó a elevarse, en esta sociedad agitadísima y revuelta, donde tan fáciles son las elevaciones.
Contra estos argumentos va ya mucho en el capítulo anterior. Sin embargo, prefiriendo nosotros pasar por pesados a pasar por aficionados a lo inverosímil, vamos a añadir otras razones.
En España está el entendimiento muy repartido: casi no existe la gran masa de tontos utilísimos, mansos, gobernables, industriosos, trabajadores, y fáciles de entusiasmar que existe en otras naciones más dichosas, donde el entendimiento está reconcentrado y como vinculado en pocos hombres.
Hay, pues, en España muchos más de entendimiento que por ahí en otras tierras; pero, en cambio, cabemos a bastante menos entendimiento. Apenas si pasa nadie de lo que se llama listo o travieso. Esta listura o travesura, no auxiliada por gran saber, porque somos perezosos, no da para lo bueno el fruto que debiera dar; y por otra parte, como son tantos los que la tienen, en mayor o menor grado, raro es el hombre en quien llega a constituir tal excelencia, que le distinga y eleve, con el asentimiento general, sobre el nivel de los otros, y le haga apto para el mando. De aquí lo instable de toda dominación y la escasa reverencia con que se mira a quien la ejerce. De aquí además el que haya tantos y tantos que aspiren a ejercerla, creyéndose con títulos iguales o superiores a los más encumbrados.
En esta perpetua contienda por subir, toman parte unos cuantos miles de hombres: el proletario de levita. Como hay, cada año casi, caídas y encumbramientos, llegan a ser personajes los más capaces sin duda: llega a serlo también un tanto por ciento de los meramente listos; pero como los listos abundan, los más se quedan tocando tabletas. Lo que sucede es que de los que se quedan no nos volvemos a acordar y nos parece que no han existido. Sólo de vez en cuando reconocemos y recordamos a tal cual de ellos antiguo compañero de colegio, de universidad o de los primeros años de la vida, en alguien que viene, cubierto de harapos, a pedirnos una limosna o un empleo de cinco o seis mil reales, cuando en otro tiempo esperaba llegar a duque o a príncipe, y aun entendía que se quedaba corto.
Que el carácter de las personas influye mucho en la diversidad de éxitos es cosa de que no se puede dudar: pero la suerte, el mal llamado acaso, esto es, la combinación y enlace de los sucesos, que no hay mente humana que prevea, influyen más aún. Por lo demás, lo inexplicable, lo misterioso, lo inverosímil en grado superlativo, en cualquiera otro país donde, como en España, no haya privilegios aristocráticos ni valga el capricho de un rey, es el encumbramiento de la gente inepta por todos estilos. Lo que es el que D. Faustino se quedase siempre con 14.000 rs. de sueldo y no pasase más allá, era natural, verosímil y justo, en todo país, sin que por eso tengamos que calificar de idiota ni de mucho menos al protagonista de nuestra historia.
El momento de los grandes sucesos, que van a terminarla, se aproxima ya; pero antes nos parece indispensable atar algunos cabos sueltos: decir algo de lo que sucedió a varios de los personajes más importantes, durante los diez y siete años, que tan sin dicha perdió en Madrid D. Faustino.
El escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez murió tranquila y cristianamente en su lecho. El padre Piñón, que le asistió en aquel último trance, exigió de él que se casase con Elvirita. El escribano se casó, reconociendo y legitimando a un hijo que de Elvirita tenía, llamado Serafinito, a quien ya hemos visto figurar en la introducción de esta historia. Los bienes del escribano eran tan cuantiosos, que, divididos en partes iguales entre sus tres hijos, bastaron a dejarlos muy ricos a todos.
En el momento de nuestra historia a que hemos llegado, Serafinito permanecía soltero; y Ramoncita hacía años que estaba casada con D. Jerónimo, el cual ejercía con gran éxito y tino la medicina en Villabermeja. Aunque no tenían hijos, que estrechasen los lazos conyugales y completasen su dicha, la médica y el médico vivían muy felices.
Rosita, a pesar de sus lances con D. Faustino, harto escandalosos para que pudieran olvidarse, era tan graciosa, tan discreta, tan firme de voluntad y tan rica, para aquellos lugares, que siguió siendo pretendida de muchos. Sólo de ella dependía el hacer o no lo que se llama un buen casamiento.
El amor al régimen autonómico y tal vez el recuerdo de D. Faustino y de su abandono, indujeron a Rosita a que continuase soltera durante algunos años más. Según hemos dicho, Rosita era una hermosura de bronce. Llegó a los treinta, llegó a los treinta y dos, llegó, en fin, a los treinta y ocho, y aún parecía la misma Rosita del día y de la noche de la Nava. Sin embargo, al frisar en los cuarenta, aunque su cara y su limpio y bien formado cuerpo, con el aseo, el ejercicio constante y los aires campesinos, estaban como siempre, sin que la gordura hubiese venido a desfigurarlos, ni una delgadez malsana hubiese impreso en su piel trigueña, delicada y tersa, ni mancha ni arruga, Rosita hubo de tener melancólicos presentimientos de que la vejez empezaba a surgir en las profundidades y abismos de su ser, por más que por la superficie no apareciera. Aquella mocedad, aquella gallardía, aquella gracia, que aún conservaba, eran como un milagro de su voluntad enérgica, y el milagro podía tener término. Algunas canas, que aparecían entre su negra y hermosa cabellera, eran el único signo exterior que le anunciaba la venida de la vejez. Esto bastó, no obstante, para que Rosita pensase con espanto en la vejez, y sobre todo en la vejez solitaria. Un deseo ambicioso de encumbrarse más, de figurar y de lucir fuera de Villabermeja, de triunfos, de esplendores y de conquistas en más vasto teatro, y de deslumbrar aún con la luz de su belleza antes que del todo se eclipsase, se apoderó entonces del alma de Rosita.
Entre sus pretendientes se contaba D. Claudio Martínez, consecuente hombre político, y diputado a Cortes casi perpetuo por el distrito de que formaba parte Villabermeja. D. Claudio había hablado cuatro o cinco veces sobre Hacienda en las sesiones del Congreso, y había llegado a ser director general en el Ministerio de aquel ramo. Allí se había dado tan buena maña, que había formado un capitalito de un par de millones. Era, pues, un señor de muchas campanillas, un pájaro de cuenta, en potencia propincua de ser ministro, título, banquero, o las tres cosas.
Solterón de cuarenta y pico de años, estaba bien conservado y era alegre, servicial y ameno. Trataba con tal llaneza a todos sus electores, les buscaba tantos empleos, y les desempeñaba tantos encargos, y comisiones, que era adorado por todo el distrito. Su retrato, ora al óleo, ora en fotografía iluminada, resplandecía en las casas consistoriales de los cinco o seis pueblos que el distrito formaban. En todos ellos le recibían con repique general de campanas e iluminación, cuando volvía de Madrid. En todos ellos se daban comilonas, bailes y jiras campestres en su obsequio. Y de todos ellos le enviaban, cuando estaba en Madrid, barriles del mejor vino, piñonate, hojaldres, alfajores, arrope y otra multitud de regalos.
No era Rosita mujer que se dejase deslumbrar por tales grandezas. Cuando no su claro entendimiento, su instinto hubiera sobrado para darle a conocer que D. Claudio era un personaje vulgar: lo que llaman por allá un tío. A veces le comparaba con el cruel alcaide perpetuo, y éste le parecía aún de oro puro y el D. Claudio de muy bajo y ruin metal; pero don Faustino era un dije funesto o inútil, un primor, una joya que no servía para nada, mientras que D. Claudio era y podía ser un instrumento provechoso para conseguir multitud de cosas y realizar mil gratos ensueños. Rosita concibió la idea de su casamiento con D. Claudio como una sociedad en comandita, donde, unidos capitales y aptitudes, podrían encumbrarse pronto los socios al pináculo de la riqueza y de los honores. Esto la sedujo: y si bien D. Claudio distaba infinito de inspirarle amor, como no le inspiraba repugnancia, Rosita se casó con D. Claudio.
Años hacía que ambos esposos vivían en Madrid, donde Rosita era admirada por su talento y su chiste, y donde aún tenía mil adoradores, aunque ya jamona. La casa de D. Claudio era el centro de lo más ilustre y empingorotado que había en Madrid, en la sociedad de medio pelo. Rosita era la lionne, la reina, la emperatriz de las cursis. Lo menos catorce o quince poetas, simultánea o sucesivamente, habían hecho de ella su musa, su Laura o su Beatriz, y le habían compuesto baladas, elegías, cantares y doloras. Rosita procuraba hacer creer que sus amores con todos estos vates habían sido platónicos, y no hay razón para que no la creamos. Propalaban, por último, algunas malas lenguas que el general Pérez era más dichoso, o dígase no era, como los poetas, tan severo secuaz del gran filósofo griego en sus amoríos con Rosita. Ello es que el general Pérez tenía vara alta con todos los ministros y en particular con el de Hacienda y con el director del Tesoro, cerca de los cuales prestaba todo su apoyo a don Claudio, quien siempre tenía pendientes de allí una infinidad de enredos, tramoyas y discretas e ingeniosas combinaciones, para dislocar el dinero, alzándose con él,
- Entre la turba perezosa y torpe
- De los demás mortales.
D. Claudio iba aproximándose cada vez más a su ideal: a ser un capitalista, cuya misión en el mundo solía comparar él a la de los grandes pantanos artificiales, donde se reúnen y acumulan las aguas, que sirven después para fecundar con su riego inmensos terrenos incultos, antes secos y estériles. Considerándose D. Claudio uno de estos pantanos, trataba de llenarle o llenarse pronto y bien; su mujer, Rosita, le ayudaba como podía.
D. Faustino no había puesto nunca los pies en casa de Rosita; pero la saludaba y era saludado por ella, cuando la veía por acaso en paseo, en los teatros o en alguna tertulia. Jamás se acercaba a ella, ni la hablaba.
Otro personaje importantísimo de nuestra historia, el famoso Joselito el Seco, había tenido un fin trágico, como era de presumir, en cumplimiento de la sentencia o refrán que dice: quien mal anda mal acaba. Como Joselito era la providencia de la gente menuda, como su rumbo y su generosidad no tenían límites, y como una de las dos terceras partes de lo que ganaba en su oficio, las repartía caritativamente entre los pobres, gastando lo restante con esplendidez de gran señor, no había arriero que no le idolatrase, ni ventero ni casero que no le amparase y ocultase, ni coplero rústico que no le celebrase en sus copias, ni señorito de lugar que no procurase ser su amigo, llevado de la cuenta que le tenía y aun de la admiración sincera que sus hazañas, altas caballerías y estupendas magnificencias inspiraban. Entre el vulgo de Andalucía gozaba, pues, Joselito de tanta popularidad como D. Claudio entre sus electores. Así es que no había modo de cogerle, ni vivo ni muerto, y seguía haciendo de las suyas, paseándose por todas partes como por su casa, y campando, en suma, por sus respetos.
De este modo hubiera continuado quizás, aunque hubiese vivido más años que Matusalén, si no acontece lo que vamos a referir ahora, valiéndonos de una carta de Respetilla a su amo, que trasladamos aquí con fidelidad y exactitud.
Dice la carta:
«Villabermeja entera está indignada con lo ocurrido a Joselito el Seco. Voy a contárselo a su merced, porque debe interesarle. Permítame su merced que tome las cosas de muy atrás para que lo entienda todo.
»Joselito era tan bueno y tan escrupuloso, que no se apoderaba de nada de los pobres. Perseguido además en estos últimos años por la guardia civil, no lograba proporcionarse recursos suficientes y andaba muy apurado.
»En sus apuros acudió a un amigo rico, al alcalde de..., en la provincia de Málaga, y le rogó, con muy buenos modos que le enviase tres mil reales a su casería, por donde él pasaría a recogerlos. El Alcalde envió sin dificultad los tres mil reales. Al mes, volvió Joselito a sus apuros: pidió otros tres mil reales y los obtuvo también. Poco después pidió cuatro mil. El alcalde hizo sus observaciones: resistió bastante; pero al cabo entregó los cuatro mil reales que Joselito le pedía. Así siguieron, Joselito pidiendo y el alcalde dando, hasta que llegó la séptima petición. El alcalde entonces hubo de sulfurarse. El mismo diablo sin duda le inspiró una idea terrible.
»Escribió a Joselito, diciéndole, como de costumbre, que el dinero estaría a su disposición en la casería, en tal día y a tal hora; que fuese allí a buscarle; pero el alcalde, en vez de enviar el dinero, envió a la casería con gran sigilo y recato, veinte certeros tiradores, los más famosos que pudo hallar.
»La casería, como muchas de estas tierras, formaba un cuadrado perfecto. El lado de frente o de la fachada era la habitación de los señores para cuando iban allí a pasar una temporada: en el lado derecho estaban las caballerizas y el tinado para los bueyes: en el lado izquierdo las bodegas, y a la espalda el lagar y el molino aceitero. En el centro había un ancho patio interior, sobre el cual daban muchas ventanas de los cuatro cuerpos o lados de la fábrica. En dichas ventanas se colocaron los tiradores con las escopetas prevenidas y bien cargadas. El casero, hombre de mucho estómago y de toda confianza, se había comprometido a introducir a Joselito y a su tropa en el patio, a meterse luego en la casa, y a dejarlos encerrados allí, donde los de las escopetas los habían de freír a tiros.
»El plan era tan hábil, que ya el alcalde daba por segura la muerte de todos los ladrones y creía tocar los laureles que iban a prodigarle por haber librado a las gentes de aquel sobresalto continuo.
»Dios, sin embargo, lo dispuso de otra manera. Cuando Joselito iba a entrar con su cuadrilla en la casería y en el patio, tuvo cierto recelo, y miró al casero con fija atención. Éste perdió la serenidad y se puso más amarillo que la cera. No fue menester más. Joselito sospechó la trama. Conoció, como si lo viese, que había dentro gente oculta para matarle y matar a sus camaradas. Joselito era generoso. Supuso que el casero cumplía con las órdenes de su amo, y le dejó vivo: pero no consintió que ninguno de los suyos entrase en la casería. Todos ellos se fueron sin entrar.
»Joselito juró vengarse del alcalde. Harto calculaba éste que, después del mal éxito de su plan, corría el peligro de que Joselito le asesinase. El alcalde se amilanó de tal modo, que no salía del lugar. Apenas salía de su casa, sino a las horas en que hay más gentes en las calles y tomando mil precauciones.
»Nada bastó a libertarle. Una noche, entre nueve y diez, entró Joselito a pie en el lugar con ocho de su partida. Lleno de atrevimiento, se fue como un rayo a casa del Alcalde. Entró en ella cuando nadie sospechaba que pudiera venir. Sus compañeros maniataron, ataron lienzos a la boca, y amedrentaron a los criados y a las criadas para que no se defendiesen ni chillasen. Joselito halló solo y de improviso al alcalde en su despacho.
»-Encomiéndate a Dios a galope -le dijo-, y reza el credo. No quiero que se pierda tu alma. Lo que es con tu cuerpo y con tu vida vas a pagar ahora la traición que me hiciste.
»El alcalde, que conocía bien a Joselito, se persuadió de que no había remedio. Los ruegos no hubieran valido de nada. La resistencia era inútil también. Joselito le apuntaba con su trabuco, cuya boca casi le tocaba en la sien. Al menor movimiento hubiera Joselito disparado. El alcalde, pues, tomó el partido de guardar un digno silencio.
»Pasado un minuto, y calculando ya Joselito que el alcalde se había encomendado a Dios pidiéndole perdón de sus culpas, volvió a decir:
»-Reza el credo.
»Con voz firme y entera empezó a rezar el alcalde; pero al llegar a decir y en Jesucristo, su único hijo, Joselito disparó el trabuco y le metió en la cabeza todo el plomo y hasta los tacos de que estaba cargado.
»Muerto el Alcalde sobre el sillón mismo de su bufete, Joselito salió de la casa y del lugar con sus ocho compañeros. Fuera le aguardaban otros con los caballos, y montando en ellos, todos se pusieron en salvo.
»El alcalde no tenía más familia que un hijo de 18 años, soltero y guapo mozo. Como aquella noche era sábado, el muchacho, que ya tenía barbas muy recias, estaba afeitándose en la barbería.
»Allí vinieron a contarle la espantosa desgracia que acababa de suceder. Voló a su casa con la cara a medio afeitar, y vio a su padre, a quien amaba de todo corazón, muerto de un modo horrible: con la cabeza deshecha.
»Levantando entonces las manos al cielo, sobre el cadáver, caliente aún, juró el mozo por cuanto hay de más sagrado, no raparse las barbas, no comer en mesa con manteles, no desnudarse la ropa que tenía puesta y no dormir en cama, hasta que matase a los ladrones y al capitán de ellos Joselito.
»Cinco años han pasado desde que esto aconteció, y el mozo ha cumplido su juramento en cuanto de él dependía. Arruinándose, derritiendo la rica herencia que le dejó su padre, ha mantenido compañía de escopeteros de a pie y de a caballo, y ha perseguido y acosado tanto a los ladrones, que una vez dos, otra uno, otra cuatro, ha acabado por despacharlos a todos al otro mundo. Joselito solo vivía. Ya no había forma de que el mozo vengador le encontrase y le matase. De manera que el mozo seguía sin mudarse, sin comer a la mesa, sin dormir en cama y sin raparse las barbas. Cuentan que ponía miedo su vista.
»Así hubiera seguido largo tiempo, porque Joselito era muy sagaz y hábil y no se dejaba coger fácilmente. Además Joselito tenía multitud de protectores y encubridores. Pero Joselito (Dios le haya perdonado con su inagotable misericordia) aunque era un gran pecador, tenía golpes y partidas de hidalgo y bien nacido. Harto de aquella persecución, envió un recado al hijo del alcalde con una gitana vieja de quien mucho se fiaba. El recado era que si quería acabar de una vez y poder raparse las barbas, que viniese, sin su gente, a donde él designara: que, seguros los dos, se verían y terminarían su pleito a navajazos, muriendo el uno o el otro o ambos, como buenos caballeros. Agradó la propuesta al hijo del alcalde, y previos los juramentos más terribles para precaverse de la traición por una y otra parte, el hijo del alcalde y Joselito se vieron en un encinar, y riñeron valerosamente con las navajas, sin más testigo que la gitana vieja, la cual, sentada en un peñón, miró el combate sin pestañear.
»Joselito era un héroe, señorito, y aunque el hijo del alcalde tenía muchos hígados y manejaba bien el abanico, Joselito pudo más, y dicen que le mató limpiamente, de un navajazo magistral por bajo de la tetilla izquierda. Así pasó a mejor vida el hijo del alcalde, sin haber podido raparse las barbas desde que su padre murió.
»Cuando se divulgó esta hazaña, creció la fama de Joselito por toda Andalucía, y pronto acudieron a ponerse a sus órdenes hasta siete hombres de pelo en pecho. Joselito volvió a encontrarse capitán, con una cuadrilla muy respetable de bandoleros.
»Así andaban las cosas, cuando el gobernador de esta provincia discurrió una abominable traición, viendo que Joselito era invencible en buena lid. Ajustó la muerte de Joselito con un malvado criminal, a quien tenía en la cárcel y a quien dio libertad, haciendo correr la voz de que se había escapado. Este traidor se unió a la partida de Joselito, ganó la voluntad de aquel bandido tan caballero, y una noche le asesinó mientras dormía. Imagine su merced, señorito, cuán grande y cuán justa será con este motivo la indignación de Villabermeja».
Respetilla, acostumbrado a mirar como héroes a los bandidos, sobre cuyas hazañas sabía de memoria no pocos romances, se extendía después en lamentar la muerte de Joselito, en condenar la traición que contra él se había empleado, y en celebrar sus virtudes. En obsequio de la brevedad, nos parece justo suprimir todo esto, limitándonos a afirmar que Respetilla no había leído libro alguno socialista, fatalista ni determinista moderno, y que era eco de las ideas vulgares, más rancias y castizas, cuando disculpaba a Joselito de sus crímenes, atribuyéndolo todo al sino y al pícaro mundo; esto es, a la organización fatal del individuo y a las faltas, vicios y durezas de la sociedad en que vive. No nos gusta sermonear en novelas: de un hecho singular sabemos que no deben sacarse consecuencias; pero el deplorable entusiasmo que entre los rústicos y lugareños suelen inspirar los bandoleros y forajidos es tan general y evidente, que a voces proclama que no son ideas nuevas y exóticas, sino resabios antiguos los que le producen, contra los cuales más han de valer la ilustración y la difusión de las buenas doctrinas filosóficas, que la santa ignorancia que suponen muchos que existe y que se debe conservar como oro en paño.
Doña Araceli había muerto también, siete años hacía. La buena señora, sin dolores, sin violencia, con aquel mismo amor suave, que era el fondo de su carácter, había exhalado el último aliento, quedando exánime como un pajarito. En su testamento no se olvidó del querido sobrino de Villabermeja y le dejó en herencia los seis mil duros de la deuda; pero el manirroto de D. Faustino había contraído ya otra deuda mucho mayor para poder seguir viviendo en Madrid con sus pocos recursos.
De María nada volvió a saber D. Faustino, ni antes ni después de la muerte del padre de ella. El único que en Villabermeja debía saber su paradero era el Padre Piñón; pero éste nada quería declarar, por más que en varias ocasiones el doctor le había escrito preguntando.
Había habido un personaje bermejino, del que hemos hablado en la introducción, sobre el cual recayeron en otro tiempo las sospechas del doctor de que hubiese sido el velador, ocultador y defensor de María. Era este personaje el cura Fernández; pero el cura Fernández hacía mucho tiempo que no existía. Averiguada con exactitud por el doctor la fecha de su muerte, aparecía posible que él hubiese sido el embozado que tuvo con Joselito la conferencia de que resultó su libertad. A poco hubo de morir el cura Fernández. ¿Dónde estaba, pues, María?
El lector no puede haber olvidado al personaje principal de la introducción: al verdadero narrador de esta historia, que yo me limito a repetir a mi manera: al famoso D. Juan Fresco, sobrino del célebre cura. ¿Sospechará quizás el lector que María se había ido a América y había buscado un refugio cerca de D. Juan Fresco?
El lector perspicaz quizás lo sospeche; pero don Faustino no podía sospecharlo. D. Juan Fresco no tenía más parientes cercanos que el cura Fernández; no había escrito a nadie; no conservaba relaciones en Villabermeja y nadie le recordaba.
El doctor que, para averiguar todo lo que con María se relacionase, había hecho mil indagaciones, sólo había puesto en claro que Joselito era huérfano de padre y madre cuando a la edad de cuatro años le recogieron en el convento, y que su madre, allá en su mocedad primera, quince años antes de que Joselito naciese, había tenido otro hijo, que se había ido a tierras muy lejanas y de quien hacía cerca de medio siglo que nada se sabía. El doctor no imaginaba siquiera que este otro hijo mayor hubiese llegado a ser un Creso.
Ya hemos dicho que, convencido D. Faustino de que sólo el Padre Piñón sabía el paradero de María, le había escrito varias veces pidiéndole noticias. Siempre se había negado a darlas el Padre Piñón. Al fin, en una carta que recientemente había recibido D. Faustino, el Padre era más explícito y se explicaba de este modo:
«Mil y mil veces te lo tengo dicho: sé dónde está María, mas no puedo revelártelo. Conténtate con saber que vive, que siempre te ama, que merece siempre que la llames tu inmortal amiga.
»El ser hija de quien era, y la consideración de que tú, movido de la ambición y de la inconstancia propia de la edad juvenil, pudieras desdeñarla y hasta aborrecerla, la excitaron a apartarse de ti.
»En esta resolución persiste todavía, si bien amándote siempre. Tal vez no alimenta otra esperanza que la de unirse contigo en otra vida mejor.
»Una idea extraña, poco católica, tiene la pobre María. Dios se la perdone. Ella es tan buena, que merece el perdón de Dios. Dios me perdone a mí también, que disculpo su delirio, por el mucho afecto que la profeso. María sigue creyendo que tú y ella os habéis amado siempre en otras existencias: que vuestros espíritus están y seguirán enlazados siempre, por siglos; y que esta vida que ahora vivís es de prueba para los dos.
»Cree María que hay algo en ti que no eres tú; algo que no es tu esencia, que no es tu alma, sino tu organismo, tu ser material, el medio en que vives, el ambiente que respiras, la sociedad que te rodea, la cual no es favorable, en la vida que vivís ahora, a vuestros inmortales amores.
»Llevada, sin embargo, hacia ti por un impulso irresistible, María fue tuya. Ahora teme por lo mismo volver a verte. Si se reuniera contigo, y algún acto lamentable os separase, poniendo enemistad entre vosotros, la unión de vuestros espíritus, que ella cree que ha de transcender a vidas ulteriores, se rompería quizás para siempre y ocurriría un divorcio eterno. «Prefiero -dice-, al eterno divorcio no verle más, no gozar de su compañía, no volver a ser suya en esta vida terrena».
»María, con todo, se muestra más confiada en otras ocasiones, y hasta concibe cierta leve esperanza de poder unirse contigo en esta vida, sin temor del divorcio eterno, cuando te halles desengañado, cuando el dolor purifique tu alma, cuando las ilusiones que te ciegan y perturban se desvanezcan del todo».
Esto decía el Padre Piñón en su última carta, y éstas eran las únicas noticias que de María había recibido el doctor Faustino, quien seguía su vida madrileña, siendo poco más que escribiente y mal escribiente a las horas de oficina; por la noche pisaverde que iba de tertulia en tertulia, y cuando se quedaba a solas consigo, filósofo, poeta y soñador ambicioso; en suma, si bien seguía amando poéticamente el dulce recuerdo de su amiga inmortal, distaba mucho aún de consentir en trocarle por la posesión real de aquella hermosa y enamorada mujer, si había de dar en cambio todas sus ilusiones, que él no creía tales.