Las ilusiones del doctor Faustino: 30

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- XXVIII - La crisis[editar]

En esta sazón ocurrió en Madrid una novedad que hizo época en los fastos del mundo elegante, y de la cual no quedó periódico que no hablara.

Cansado de vivir en París y en Londres el opulento Marqués de Guadalbarbo, volvió a establecerse en la villa del oso y del madroño. Su antigua casa, que bien podía calificarse de palacio, había sido restaurada y adornada de nuevo con suma elegancia y lujo. Muebles los más primorosos, cuadros bellísimos, estatuas de mármol y bronce, ricos y espléndidos tapices, vasos del Japón y de Sévres, figuritas graciosas de porcelana de Sajonia, raros esmaltes de los mejores tiempos, libros costosísimos, o por el esmero de las ediciones y encuadernaciones, o por el escaso número de ejemplares que de ellos se han conservado; todo esto, con mil cosas más que por huir de la prolijidad no se mencionan, estaba amontonado en aquella casa, en aparente, aunque hábil y concertado desorden, ya en gabinetes tapizados de rica seda, ya en salones dorados, ya en otros, en cuyos techos lucían pinturas al fresco de los más famosos artistas.

No tenía aquella casa el aspecto de un almacén de curiosidades, como tienen otras, donde, si hubo vanidad y dinero para comprar, falta aquel amor al arte que se refleja en los objetos y los anima. Allí parecía que todo estaba cuidado, animado y hasta mimado por una hada. La presencia, la huella, el paso y la mano del genio del hogar se advertían en cada primor, en cada adorno, hasta en el ambiente mismo. Se diría que su mirada cariñosa lo había bañado todo de luz suave y de perfume poético. Las plantas y las flores eran allí más bonitas y tenían un verde más vivo y colores mil veces más puros que en los huertos y jardines. Perfiles, casi imperceptibles para los no acostumbrados a observar, revelaban a cada instante el tino, el buen gusto y la solicitud de una mujer aristocrática, linda y discreta.

Esta mujer era nuestra antigua conocida Costancita, después Marquesa de Guadalbarbo. Sobre el valor intrínseco que, como piedra preciosa o como perla limpia y de tornasolado oriente al salir de la mina o del fondo de los mares, tenía ella al salir de su lugar de Andalucía, había añadido la moderna cultura cuanto tiene de más refinado y exquisito.

Diez y siete años transcurridos sin un disgusto para ella, en el seno del más dulce bienestar, adorada de su marido, celebrada por todos, inspirando respetuoso amor a los hombres y envidia a las mujeres, no habían menoscabado en nada su hermosura. Nadie diría que Costancita tenía treinta y cinco años cumplidos. Su boca era tan fresca, su sonrisa tan alegre, entre infantil y maliciosa, sus dientes tan blancos, sus mejillas tan sonrosadas y tan tersa y serena su frente, como cuando salió en el birlocho a recibir a su primo Faustino que venía a vistas desde Villabermeja.

Aunque la Marquesa tenía dos hijos, el mayor de diez y seis años, podríamos seguir ahora diciendo de ella lo que dijimos cuando por primera vez la presentamos a nuestros lectores; que su talle era flexible, no como una palma, sino como una culebra, y que todo lo que de sus formas podía revelarse, presumirse o conjeturarse, estaba artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte.

En el seno de la opulencia y del regalo, nos atreveríamos a añadir que Costancita había pasado el tiempo sin que el tiempo marcase en ella su rastro destructor, como aquellas princesas encantadas que se conservan en el mismo ser en que las cogió el encanto, si no fuese porque había habido mudanzas favorables. La tez, de trigueña que era, había adquirido una blancura transparente y nítida, propia encarnación de diosa o de ninfa y no de ser mortal; y las manos también, mejor cuidadas ahora, parecían más bellas en contornos y dintornos y en el color y esmalte de la carne y de las uñas. En todo esto, aunque hubiese habido alguna industria o artificio, era tan sabia industria y artificio tan sutil, que el más severo crítico, el más experto en tales cosas, con ojos de lince, no lo descubriría.

La marquesa de Guadalbarbo había deslumbrado y seguía deslumbrando a Madrid con la riqueza de sus trajes, con sus joyas y con sus trenes. La fama de su virtud era mayor y más envidiable aún. La marquesa amaba a su marido como a una providencia benéfica y munífica que la cubría de diamantes, que llovía oro en su regazo, que satisfacía sin titubear sus más costosos y atrevidos caprichos. La suerte del marqués en los negocios relucía en la mente agradecida de la marquesa como habilidad o como genio. El marqués le parecía un encantador que tocaba con su varita cualquier esperanza, cualquier ilusión, cualquier antojo, cualquier ensueño, y al instante le realizaba, trayéndole por ensalmo del mundo de las quimeras y de las sombras al mundo de los seres sólidos y consistentes.

La misma Costancita tenía de sí un alto concepto que la hacía invulnerable a no pocas seducciones.

Una mujer pobre, aunque sea el desinterés personificado, suele dejarse deslumbrar por la riqueza, por el esplendor, por la magnificencia de un galán rico. No tomará nada de él, pero podrá sentirse avasallada y pasmada de los coches, de los caballos, del palacio, de la pompa, de la atmósfera, en suma, que circunda al galán. A Costancita nada de esto le hacía efecto. Era o se creía tan rica como cualquiera, y no había lujo, ni gala, ni prodigio de la industria o del arte que lograse aturdirla, que excitase su admiración o su curiosidad.

Una mujer plebeya suele hallar un atractivo invencible en el galán que lleva un nombre ilustre. Una mujer que no está en la más alta sociedad, se hechiza con el galán que brilla en los aristocráticos salones; quizás el deseo de presentarse como rival, de vencer y de mortificar a alguna gran señora, puede más en ella que todos los propósitos de virtud. Para Costancita, que, por sí y por su marido, se creía de la prosapia más esclarecida y que había vivido y resplandecido en los círculos más encumbrados de París y de Londres, nada de lo dicho podía perturbar el endiosado corazón. Todo lo miraba como por bajo de ella. Nada había que no desdeñase.

La fama de la marquesa de Guadalbarbo se extendía por toda Europa. La marquesa había brillado en Baden, en Brighton, en Spa y en Trouville: en los salones del Faubourg Saint-Germain; en los castillos de los lores más ilustres de Inglaterra y de Escocia. En Berlín, en Petersburgo, en Niza, en Florencia y en Roma, tenía amigas que la escribían: adoradores que aún suspiraban por ella. Costancita estaba harta de brillar, y casi, casi se puede asegurar que había venido a Madrid con el propósito de eclipsarse.

En las edades y en los centros de más complicada y refinada civilización, en Alejandría, por ejemplo en tiempo de los sucesores del hijo de Filipo, y en Versalles, en tiempo de Luis XIV y de Luis XV, es cuando, por contraposición, se ha despertado el gusto y hasta la manía de la poesía bucólica; del idilio, de la vida campestre, del amor sencillo entre pastores y zagalas. Un fenómeno parecido podía observarse en el corazón de la bella marquesa. Vivía gustosa en Madrid, pero de vez en cuando atormentaba su corazón cierto prurito de vida patriarcal y primitiva. La marquesa de Guadalbarbo componía a veces idilios inefables, allá en el fondo de su alma, en cuya composición entraban por mucho los recuerdos de su pequeña ciudad natal, de su jardín, del azahar y de las violetas que le embalsamaban, del cielo despejado de Andalucía y de toda aquella existencia menos artificiosa y más próxima a la madre naturaleza.

Cansada Costancita de que la admirasen, de ver rendidos a sus pies lores ingleses, príncipes rusos, leones parisienses, todo lo que hay de más distinguido, soñaba con otra novela; echaba de menos en su vida cierta poesía; y la buscaba por otra parte: no en aquello de que estaba satisfecha hasta la saciedad.

Mientras el afán de lucir y ser adorada no se había amortiguado en su pecho, la novela, la poesía, el ideal de la marquesa de Guadalbarbo, se había realizado en aquellas adoraciones y rendimientos de que había sido objeto. Su severa virtud y su fiel amor al respetable marqués habían sido la primera condición de aquel ideal realizado. Faltar en lo más mínimo al marqués de Guadalbarbo, deslustrar su nombre aun sólo con la ocasión de una sospecha, hubiera sido para Costancita como arrojarse al suelo desde el altar de oro en que estaba subida. Era menester hacer creer, era menester que Costancita misma creyese, y nos parece que lo creía, que la admiración que le inspiraba la constante dicha del marqués en los negocios y la gratitud que infundía en el pecho de ella aquella esplendidez con que le proporcionaba cuanto quería, era un verdadero amor, era una devoción sincera, que hacían de ella y del marqués un ser mismo, o por lo menos una unidad inseparable, por donde todas aquellas magnificencias y esplendores no venían como de fuera y de extraño poder, sino que brotaban de la propia condición de Costancita y eran cualidades y prendas de su persona.

Así había vivido Costancita, durante diez y siete años, amando al marqués, siendo modelo de madres de familia, pasando entre los libertinos por una diosa de mármol, y citada como dechado de fidelidad y afecto conyugales por todos los sujetos graves y severos que la conocían.

La propia condesa del Majano, hermana del marqués, de quien ya hemos hablado a nuestros lectores, aunque era la dama más austera y descontentadiza de Madrid, estaba encantada de Costancita, y nada tenía que censurar en ella, salvo un poco de tibieza en rezos y devociones; pero el estímulo de formular esta censura se embotaba en el corazón de la condesa del Majano, quien como casi todas las mujeres devotas era muy avara, con los presentes y limosnas que Costancita daba para las iglesias, conventos de monjas y casas de caridad, de todos los cuales presentes era distribuidora la condesa, luciéndose así y pasando por generosa sin gastar un cuarto.

El marqués de Guadalbarbo había cumplido ya sesenta y seis años de edad, pero se conservaba que era un portento. Su vida activa, el montar a caballo y el cazar con frecuencia, el buen trato y las satisfacciones de todo género, le tenía como remozado.

Cada día el marqués se aplaudía más a sí propio por el buen tino que tuvo en elegir mujer. Costancita, que mimaba las flores, los canarios y hasta las joyas y las telas insensibles, ¿cómo no había de mimar, cuidar y arrullar y contentar a un marido tan bueno, tan providente, tan servicial y tan pródigo? Costancita se desvivía por el marqués, le adivinaba los pensamientos, procuraba que se distrajese, le hacía reír con chistes y burlas, le consolaba cuando tenía algún disgusto, siempre levísimo, y le cuidaba como a un niño cuando tenía alguna enfermedad, también siempre ligera.

Mas a pesar de todo esto, fuerza es confesar de plano lo que ya hemos dejado entrever; lo que hemos indicado hace poco. Costancita se hallaba en un momento peligroso de crisis.

El ideal de su vida de hasta entonces estaba ya agotado: había dado de sí cuanto podía dar. El incienso de la lisonja, los triunfos de la sociedad, las mil pasiones inspiradas por su belleza y sólo pagadas con gratitud, de todo esto, permítasenos lo vulgar de la palabra, estaba ya más que empalagada Costancita. Hacia deleites más subidos, hacia un ideal más bello, hacia una poesía más fogosa aspiraba su alma. Al tramontar del sol en una hermosa tarde, cuando el sol tiñe aún de topacio y de púrpura los celajes de Occidente, se llena el corazón de vaga melancolía y suele forjarse mil extrañas quimeras, en arrobos inexplicables; así el alma de Costancita, en el luciente y apenas empezado ocaso de su duradera y briosa juventud, buscaba melancólica un bien extraño, una poesía bella, una luz, un calor suave, un contentamiento divino, que alegrasen y alumbrasen la serena tarde de su vida.

Una circunstancia casual vino a dar mayor impulso al vuelo del espíritu de Costancita en esta dirección romántica y a engolfarle más por el misterioso piélago de sus ensueños, lleno todo de sirtes, escollos y bajíos.

Los marqueses de Guadalbarbo recibían una vez por semana y reunían en sus salones a lo más distinguido de Madrid por hermosura, nacimiento, fortuna, letras y armas. Los marqueses tenían además de diario gente convidada a comer. El general Pérez era de los que más frecuentaban la casa.

El general Pérez, la índole de cuyas relaciones con Rosita hemos dejado en una discreta penumbra, no sólo era un oráculo en política, un poder de quien a veces pendía la muerte o el nacimiento de los ministerios, sino el más pertinaz, confiado, audaz y fatuo de los galanteadores. En este linaje de lides, así como en los verdaderos campos de batalla, el general Pérez se juzgaba un César, y el vine, vi y vencí no se le apartaba del pensamiento cuando no de los labios.

Este tremendo general, este héroe impertérrito y halagado por mil éxitos ruidosos, se consagró completamente a la marquesa de Guadalbarbo. La perseguía con miradas volcánicas, la requebraba con cierto desenfado militar, y no quería creer jamás que los desdenes, las burlas y hasta las iras a veces de la marquesa, fuesen iras, burlas y desdenes legítimos, sino artificios, fingimiento y tácticas amorosas, para hacer más deseable la victoria y para dar más precio a la fortaleza que al cabo se había de rendir.

La persistencia vanidosa del general Pérez tenía fuera de sí a Costancita. Juzgaba ya que, dentro de la buena educación y de los respetos sociales, había hecho cuanto puede hacerse y aun más de lo que puede hacerse para refrenar al feroz e intrépido guerrero o alejarle de sí desengañado; pero el ahínco del general Pérez era descomunal: rayaba en lo inverosímil.

Acostumbrado el marqués de Guadalbarbo a que le adorasen a su mujer y confiadísimo además en la virtud de ella, no advertía o no hacía caso del apretado y durísimo asedio en que el general la había puesto. Costancita además era prudente, y no había de acudir a su marido para que la libertase de las impertinencias de aquel presumido galán, para que osease a aquel moscón, empeñándole acaso con él en un lance, a par que peligroso, ridículo.

Costancita, pues, seguía sufriendo, si bien con impaciencia y disgusto, las pretensiones del general, esperando cansarle y apartarle de sí a fuerza de seriedad y desvío. Hasta entonces no había comprendido Costancita una parte de la mitología: las persecuciones del dios Pan a las ninfas, de Apolo a Dafne, y del cíclope Polifemo a Galatea. Ahora, mutatis mutandis, en vista del modo de vivir actual mucho más ordenado y político, casi se consideraba ella como una Galatea, y miraba como a un furioso Polifemo al general Pérez.

Lo que más la molestaba, lo que más hería su orgullo era la majestad del general, su creencia mal disimulada de que casi la honraba pretendiéndola y sufriendo sus desdenes. Ella que se creía por cima de todos los generales, ella que sabía que la riqueza y la posición de su marido no dependían del favor de ningún repúblico o gobernante poderoso, ella que comprendía que su marido no necesitaba del ministro de Hacienda sino que en todo caso el ministro de Hacienda necesitaría de su marido, perdía la serenidad y se mordía los labios de rabia cuando el general Pérez se le acercaba hasta con aire de protección, y como diciéndole: -Admírese Vd.: ¿qué no valdrá Vd.; cuán grande no será mi amor, cuando sufro tanto, siendo quien soy y pudiendo cuanto puedo?

Acudía por entonces a casa de Costancita, todas las noches de tertulia, y venía asimismo a comer una vez por semana, nuestro protagonista, su desdeñado primo D. Faustino López de Mendoza.

La suerte habíale mostrado siempre tan adusto ceño, que D. Faustino, a pesar de sus ilusiones, había acabado por crearse un carácter del todo contrario al del general Pérez. Se había hecho tímido, desconfiado, modesto y encogido. Su humildad le dio cierto encanto a los ojos de Costancita y le ganó las simpatías del marqués de Guadalbarbo, quien llegó a hacer de él los mayores elogios y a sacarle siempre a relucir como ejemplo de los caprichos e injusticias del destino, que le tenía en tan bajo lugar, mientras que había encumbrado a tanto zopenco.

Costancita en un principio contradecía a su marido, sosteniendo que el no haber hecho carrera don Faustino era por culpa de su carácter, hallando y marcando en él infinidad de defectos: pero el marqués propendía a probar que no había tales defectos, sino que todas eran excelencias y perfecciones. La marquesa se fue poco a poco convenciendo de lo que su marido afirmaba. De esta suerte, el doctor Faustino vino al fin a parecerle un sabio marchito en flor, un león a quien han cortado las uñas, un genio a quien han arrancado las alas pujantes con que iba a encumbrarse al empíreo.

¿Y quién había sido la maga maléfica, la hechicera traidora que había hecho tan impía y bárbara amputación de alas y de uñas? Costancita se dio a cavilar en esto, y a sentir remordimientos que hasta entonces no había sentido, y a considerarse bastante culpada. Entonces recordó con ternura, con cierta tristeza entre dulce y amarga, con lánguida y morosa delectación, las veladas y los coloquios por las rejas del jardín, las lágrimas que vertió la noche de las calabazas, el beso humilde y manso que le dio en la frente su primo en pago de la herida que ella le hacía en el alma; y creyó oír el murmullo de la fuente de su jardín, y se sintió en la amena soledad nocturna, y vio el sereno cielo de Andalucía tachonado de mil y mil claras estrellas y aspiró embriagada el perfume de aquel azahar y de aquellas violetas. Todo esto, poetizado, hermoseado, sublimado por la distancia, acudía a la memoria como cuento de hadas, con destellos refulgentes, con el encanto de la primera juventud evocada por el recuerdo.

Una piedad infinita penetraba en el corazón de la marquesa. Quizás ella había torcido la suerte de Faustino. Amado por ella, animado, estimulado por ella, Faustino hubiera realizado todos sus sueños de gloria. Sus ilusiones hubieran sido realidades. Ella quizás había tronchado aquella flor cuando se abría al blando soplo de las más nobles esperanzas; ella quizá había destrozado las alas de aquel genio; ella quizás había roto las mágicas cuerdas de aquella melodiosa arpa, arrojándola después en un rincón, como el arpa de los versos de Bécquer.

Forjábase entonces la marquesa una existencia fantástica, mil veces más bella que la que había pasado. Se representaba a sí misma como la musa, el impulso, la inspiración, el resorte enérgico y fecundo en milagros y creaciones, de un hombre que tal vez hubiera llenado de gloria a su patria. Esto le pareció más bello, más poético, más noble que todos los casos, lances y sucesos de su vida real.

Por primera vez, allá en lo íntimo de su conciencia, sin atreverse a confesárselo con claridad, columbrándolo apenas, pensó Costancita que sólo el egoísmo, el miserable interés, el ansia de goces materiales, el afán del lujo y la vanidad, la habían guiado y arrastrado a preferir a Faustino al marqués de Guadalbarbo.

Costancita, con todo, no había coqueteado aún en Madrid con D. Faustino. Costancita seguía amando y reverenciando al marqués. Y D. Faustino, tan castigado por la mala ventura, no soñaba en que su prima, que no le quiso en su tierra, pudiera quererle ahora, cuando ya el indigno misterio de su porvenir estaba claro; cuando ya se había demostrado, con el éxito, todo lo vano, infundado y falto de ser de sus esperanzas y de sus planes de glorias y triunfos.

Sin embargo, estimulada Costancita por las asiduas pretensiones del general Pérez, concibió una idea de todos los diablos. El marqués no había de echar de su lado al general. Cualquier coqueteo con otro personaje de primera magnitud no haría sino darle picón y entusiasmarle más todavía. El modo de ahuyentar al general y de vengarse de él, humillando su soberbia, era buscarle un rival oscuro, modesto, a quien ella, con su omnipotencia de gran señora, realzaría por medio de una mirada, por el conjuro de un favor. Así remedaría Costancita a Dios mismo, arrojando del encumbrado sitial al poderoso y exaltando al humilde. Costancita se resolvió, pues, a dar aliento a su pobre primo, a sacarle de aquella postración y abatimiento en que se hallaba, a hacerle sentir lo que valía, y a ponérsele como rival y contrario al engreído general, a ver si reventaba de furor al verse suplantado por un empleadillo de catorce mil reales, por poco más de un escribiente. A ella además le parecía que aquel escribiente, aquel empleadillo de catorce mil reales, valía mil veces más por todos estilos que el general Pérez, con todas sus conquistas; y que ella no necesitaba que la gloria y la fama del general Pérez ni de nadie reflejasen en su persona para esclarecerla. Costancita se creía con sobrado esplendor propio para brillar por sí y para iluminar, hermosear y ensalzar cuanto se le acercase.