Las ilusiones del doctor Faustino: 31

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- XXIX - A secreto agravio secreta venganza[editar]

El marqués de Guadalbarbo estaba cada día más dispuesto a coadyuvar, sin saberlo, al diabólico propósito de Costancita.

El entono y la arrogancia, que tenían o que él imaginaba que tenían los personajes más eminentes de Madrid, parecíanle tan injustificados que apenas si los podía sufrir. Admirador el marqués del buen orden, grandeza y florecimiento de la Gran Bretaña y de otros Estados de Europa, lamentaba como nadie el atraso, el desorden y el desgobierno de su patria. Imaginaba, pues, que nuestros próceres y repúblicos, lejos de mostrarse soberbios, debían estar avergonzados de su ineptitud y llenos de la humildad más profunda.

El marqués, como casi todos los hombres cuyos negocios prosperan, sobre todo si no tienen que acusarse de bajezas ni de bellaquerías, estaba dotado de un amor propio colosal, y naturalmente le molestaba el de los otros, que ni con mucho se le antojaba tan fundado.

Jamás había leído el marqués el curiosísimo libro del Padre Peñalosa, titulado Cinco excelencias del español que despueblan a España; mas, aunque le hubiera leído, no cabía en la índole de su entendimiento el creer la singular teoría de aquel ingenioso fraile, el cual daba por seguro que por ser los españoles tan hidalgos, tan católicos, tan realistas, tan generosos y tan guerreros, están siempre tan perdidos. Así es que la perdición, según el marqués, provenía de malas y no de buenas cualidades; por donde no cesaba de gruñir y de censurar a sus paisanos, si bien descargaba los rayos de su censura sobre las eminencias y se mostraba benévolo e indulgente con los humildes y poco afortunados.

Como entre estos últimos se contaba el primito D. Faustino, el marqués sentía por él, según ya hemos dicho, una singular predilección, que iba en aumento siempre. La prevención con que había mirado al primito, cuando le conoció en Andalucía, se había disipado por completo. La petulancia de la primera juventud, los alardes de impiedad y descreimiento y otras faltas de D. Faustino, se habían enmendado con los años y los desengaños. Y por otra parte, el marqués distaba mucho de ver ya en D. Faustino, como había visto en otro tiempo, a un rival que venía a robarle sus amores: antes bien veía ahora a un joven infeliz, de quien él había triunfado, y cuyo valer y nobles prendas, mientras en más se estimasen, daban más precio, mérito e importancia a su victoria. Cuanto más alto ponía el marqués a D. Faustino, allá en su imaginación, tanto más ensalzaba el afecto y la libre decisión de Costancita al desdeñar a D. Faustino y al preferirle a él.

En tal estado las cosas, las visitas del doctor a su prima menudeaban cada vez más, y si por cualquier motivo nuestro héroe no parecía durante dos o tres días por casa del marqués, el marqués le buscaba o le escribía llamándole.

Entretanto, el infatigable general Pérez, verdadero poliorcetes amoroso de nuestro siglo, aunque había sido rechazado en todos sus asaltos, arremetidas y ataques, seguía con regularidad y sin interrupción el cerco de la plaza. Como era un señor de tanto fuste, respeto y soberbia, nadie se atrevía casi a acercarse y a hablar con Costancita, considerándolo tiempo perdido, merced a aquel tremendo espantajo. El general Pérez, con sus miradas y con andar siempre en torno de Costancita, hacía una perpetua declaración de bloqueo. Claro está que los galanes de Madrid no se arredraban por temor de que el general Pérez se los comiera crudos, ni mucho menos: pero cuando veían a un conquistador como él tan empeñado en aquella empresa, sin desmayarse ni retirarse, tal vez suponían que no era tan mal recibido, y no había uno que se atreviese a presentarse como rival para salir derrotado.

Costancita, más harta cada día, empezó a ponerse fuera de sí al ver que el cerco se estrechaba y que la incomunicación en que el general Pérez quería tenerla iba poco a poco realizándose.

El propio D. Faustino, con la modestia y la timidez que su mala ventura le había infundido, sospechó, no que su prima amase al general y estuviese con él en relaciones, sino que se deleitaba y enorgullecía de la asidua corte de tan eminente personaje. Así es que, no bien veía al general al lado de la marquesa, juzgaba atinado y prudente irse por otra parte, a fin de no estorbar. Costancita rabiaba y se desesperaba más con esto, allá en su interior. El resultado era que hacía extremos cariñosos por su primo, que le miraba con ojos llenos de ternura, que le apretaba la mano con efusión, y que hasta le hacía elogios a cada paso: pero al doctor se le metió en la cabeza que todo ello era compasión, bondad, deseo de levantarle un poco de la postración en que se hallaba; quizás algo de leve remordimiento por las crueles calabazas que Costancita le había dado en otra época.

La marquesa de Guadalbarbo empezó a picarse no menos de esta impasibilidad del doctor que de la persecución sin tregua del general. Sin poder contenerse, vino entonces a hacer más declarados favores a su primo; pero, por declarados que fuesen, el doctor, o se los explicaba como antes por la compasión, o se daba a cavilar en una cosa que desechaba luego, como un mal pensamiento, si bien volvía a su imaginación con persistencia. «¿Querrá mi prima -se decía-, que yo le sirva de pantalla, para que lo del general no se perciba tanto?»

Lo cierto es que esta conducta de D. Faustino, seguida instintivamente en fuerza de lo abatido y descorazonado que se hallaba, hubiera sido, seguida con toda reflexión y cálculo por un seductor de oficio, la más hábil y la más a propósito para rendir a Costancita.

Costancita continuó, pues, favoreciendo a su primo por todos aquellos medios indefinibles, vagos y poéticos, que a veces hasta las mujeres tontas y vulgares saben emplear, si el amor o el deseo de ser amadas las inspira, y que la marquesa de Guadalbarbo, tan entendida, tan elegante, tan artista en todo, empleaba de una manera deliciosa. El doctor no se creyó amado aún, pero empezó a recordar los antiguos amores, y a pintarse en el alma los coloquios de la reja del jardín con todas sus circunstancias, y a creer que amaba aún a Costancita, a pesar de María.

Esta nueva situación del ánimo del doctor se hizo patente muy pronto a los ojos de la marquesa, quien advirtió en su primo una dulzura de expresión muy grande cuando la miraba, una gratitud profunda cuando ella hacía de él algún encomio, y un cuidado y una solicitud rebosando sencilla y natural galantería para hacer por ella mil pequeños servicios. En persona tan distraída como el doctor y que tanto distaba de ejercer tales artes por costumbre, casi, casi era esto una semi-declaración de amor.

Como se pasaba cuatro o cinco horas diarias en la oficina extractando expedientes, y luego otras tantas en la soledad de su cuartucho del pupilaje, tratando en balde de dar ser a su epopeya o de componer su nuevo sistema filosófico, el doctor se creía trasladado al cielo desde el purgatorio cuando entraba en aquellos elegantes y ricos salones, donde los criados le trataban con una consideración de que no había gozado desde que salió de Villabermeja, donde todo despedía dulce olor; donde había tantas cosas bonitas, y donde, sobre todo, hallaba a una tan bella mujer y tan aristocrática, que se interesaba por él, que le preguntaba por su salud con verdadero afecto, que deseaba leer sus versos y saber sus filosofías, y que hacía todo esto de un modo tan llano y tan discreto, que no advertía jamás el doctor, aunque era muy caviloso, que hubiera afectación en nada, ni que hubiera sensiblería ni pedantería, ni que pudiera aparecer el más ligero asomo de ridículo.

Sentía el doctor tanto bienestar y consolación tan suave en casa de Costancita, y en este punto de sus relaciones con ella, que estaba como el enfermo cuando halla una postura cómoda y grata, tiene miedo de perderla y no se atreve a moverse, o como quien ha tenido un sueño beatífico cuando se despierta y procura colocarse del mismo modo y conciliar el sueño de nuevo para que se repitan idénticas visiones. En suma, el doctor se contentaba con aquello y no aspiraba a más, por miedo de perderlo todo.

Una de las noches en que recibía la marquesa, en el mes de Mayo, el general Pérez estuvo pesado y atrevido como nunca: se quejó de que la marquesa no le recibía sino los días de recepción, y se obstinó en alcanzar una cita.

-Yo tengo que hablar a Vd. con cierto reposo -dijo a la marquesa-. Esto es terrible. Aquí tiene usted que hacer los honores, y con ese pretexto no me hace Vd. caso; no me oye nunca; cualquier majadero que se acerca me interrumpe en lo mejor de mi discurso. Óigame Vd. antes de condenarme. A nadie se le condena sin oírle.

-Pero, general -contestó Costancita-, si yo no le condeno a Vd., si yo le oigo, ¿de qué se queja?

-Es Vd. muy cruel. Vd. se burla de mí.

-No me burlo.

-¿Por qué no me recibe Vd. cuando vengo de día?

-Porque de día no recibo más que los martes. Venga Vd. cualquier martes y le recibiré.

-Eso es: me recibirá Vd. como a cualquiera otro.

-¿Y qué derecho tiene Vd. a que yo le reciba de diferente manera?

-¡Ingrata! ¿Y mi afecto, y mi amistad, y mi admiración, no me dan derecho?

-Por eso mismo quizás debo resistirme a recibir a Vd. Es Vd. muy peligroso -dijo Costancita riendo.

-¿Lo ve Vd.? Se ríe Vd. de mí, marquesa.

-No me río de Vd.; pero no debo recibirle. Por lo mismo que Vd. me hace la corte con tanta asiduidad, no debo recibir a Vd. para no dar ocasión a la maledicencia.

-Nadie dirá nada. Recíbame Vd. una vez sola. Su reputación de Vd. está tan bien sentada, que no murmurará nadie.

-Mire Vd. -dijo Costancita un poco contrariada de que el general tomase por lo serio aquella excusa-, harto sé que mi reputación no puede ni debe depender de tan poco. Vd. quiere verme mañana, cuando no recibo a los demás mortales. Pues sea. Venga Vd. mañana. De tres a cuatro. Encargaré a los criados que le dejen entrar.

-¿Y nada más que a mí solo?

-Nada más que a Vd. solo.

Dicho esto, la marquesa se fue hacia otra parte, dejando satisfecho al general Pérez, aunque acababa de darle la cita para que no creyese que temía avistarse con él a solas o para que no presumiese que su reputación pendía de tan poco que fuera a perderla por recibirle.

El general Pérez, como todo lo convertía en substancia, se quedó muy hueco. Allá, en el fondo de su alma, imaginaba él y pintaba con vivísimos colores una lucha muy brava que el amor y la virtud se estaban dando en el corazón de Costancita por culpa suya. La concesión de la cita le pareció una gran victoria del amor. No comprendió que Costancita había cedido a fin de demostrarle que él era para ella un hombre sin consecuencia. El general la había estrechado tanto, que, negándose a recibirle, hubiera sido como decir con la Leonor de El Trovador:


Libértame de ti: si por ti tiemblo,
Por ti, por mi virtud... ¿no es harto triunfo?


Por no aparecer en la mente del general como diciendo estos dos versos, pasó Costancita por la mortificación de verle y oírle a solas.

El general no faltó a la cita. Aunque había sido siempre con otra clase de mujeres imitador o émulo del joven Tarquino, ya sabía él, a pesar de su fatuidad, con quién se las había, y estuvo respetuoso, almibarado, humilde y rendido. Costancita, con más primores y discreteos que otras, dijo en aquella ocasión lo que en ocasiones semejantes dicen siempre todas las mujeres: que estimaba al general, que sentía por él una amistad viva, que le agradecía lo mucho que la distinguía; pero que a nadie amaba de amor, y que en este punto debía el general perder toda esperanza.

El desengaño dado por Costancita no pudo ser más explícito ni más claro. La vanidad del general no quería, con todo, recibirle. El general siguió viendo en espíritu el rudo combate entre el honor y la virtud, el amor y la castidad, que destrozaban el alma de Costancita; casi tuvo compasión de aquel tumulto de pasiones que había suscitado, y por un arranque de generosidad, se decidió a tener calma, a encaminar las cosas suavemente, y a no entrar en la plaza por asalto, llevándolo todo a sangre y fuego. El general se propuso ser magnánimo, usar de misericordia y venir de diario a moler a Costancita, mostrándose más fino que un coral y más dulce que una arropía.

La marquesa de Guadalbarbo no acertaba a librarse de aquellas visitas impertinentes que tanto la molestaban. En su orgullo no quería decir al general que no viniese a verla a menudo para no comprometerla; y no había medio tampoco de hacerle comprender que sus visitas la aburrían. En esta situación, el medio de osear al moscón del general, valiéndose del doctor Faustino, se le hizo a Costancita más deseable que nunca. Su primo, por otro lado, iba ganando cada vez más en su corazón.

Un día, de sobre mesa, mientras el marqués hablaba de política con otros convidados, Costancita y el doctor tuvieron el diálogo siguiente:

-¿Es posible, Faustino, que tengas tan mala opinión de mí y que me creas tan vana y tan poco orgullosa a la vez, que supongas que me complazco en la corte que me hace el general Pérez? ¿Qué lustre me doy con eso? ¿Necesito yo del general para algo? Mil veces te he dicho que me aburre, que me molesta, que no puedo sufrirle y tú me oyes siempre con visibles muestras de incredulidad.

-Francamente, prima -contestó el doctor-, te lo diré, aunque te enojes: yo no comprendo que el general esté hecho tan a prueba de desdenes. Cuando viene a verte casi todos los días, cuando está siempre donde tú estás, cuando se consagra a adorarte de continuo, no se verá tan mal tratado.

-Pues se ve: pero él trueca siempre en favores los desvíos, en esperanzas los desengaños y en triaca el veneno. Como no le eche a puntapiés, se me figura a veces que no tengo medio de echarle.

-Ya le echarías, si quisieses -dijo el doctor.

-Pues, quiero -respondió Costancita-. ¿Te prestas a ayudarme en la empresa?

-Con mucho gusto. No hay mayor felicidad para mí que la de poder ser útil en algo a mi linda prima, que es tan buena y tan cariñosa conmigo.

-Bien está. Ya sabes tú cuánto te agradezco el afecto que me tienes, cuánto te agradezco tu generosa amistad. ¡Qué noble eres, Faustino! Tú deberías guardarme rencor y no me lo guardas.

-¿Y por qué guardarte rencor? No recuerdo yo la despedida por la reja, de hace tantos años, sino para confesarme que tuviste razón en despedirme. La experiencia de mi vida, mi obscuridad, mi miseria, el mal éxito de mis propósitos, han justificado la prudencia y previsión de tu padre. Hubiera sido una locura que hubieras unido tu suerte a la mía. No me quejo, pues: antes bien te agradezco y guardo en el corazón, como el recuerdo más bello de mi vida, la pura esencia de aquellas lágrimas que por mí derramaste y el delicado aroma en que se bañaron mis labios cuando por primera y última vez tocaron tu serena frente. Pero, no hablemos de esto. Vamos a lo que más importa. ¿Qué pides? ¿Qué mandas?

-Yo no mando nada: yo te suplico que vengas mañana a verme.

-¿A qué hora?

-Ven a las dos y media. Que no faltes.

Costancita citó al doctor para media hora antes de la hora en que el general Pérez solía venir a verla casi todos los días.

Bien sabe el autor o narrador de esta historia que aquí, como en otros pasajes de ella, han de incomodarse los lectores con el héroe principal, de quien exigen en novela una fidelidad y una constancia prodigiosas, y a quien han de condenar porque ya amaba a María, ya a Costancita, ya a las dos a la vez, y porque amó durante algunos días a la misma Rosita: pero tire contra él la primera piedra quien en la vida real haya tenido menos variaciones, y menos fundadas variaciones en sus amores. El desdichado doctor Faustino había perdido a María quizás para siempre, por motivos que el hado adverso había creado. Harto había amado a María, harto había guardado y guardaba su imagen en el centro del alma, levantándole allí altar como en un santuario; pero también había amado a su prima Costanza antes de conocer a María, y no es extraño que renaciese ahora en su corazón el primitivo afecto. Además, desde el principio de esta historia, debe saber el lector que no tratamos de poner al doctor Faustino como ejemplo de virtud y como dechado de perfecciones, sino como muestra de lo que pueden viciarse y torcerse un claro entendimiento y una voluntad sana con las que vulgarmente se llaman ilusiones: esto es, con un concepto demasiado favorable de sí mismo, con la persuasión de que los propios merecimientos deben allanarnos el camino para el logro de toda esperanza ambiciosa, y con la creencia de que el grande hombre está en nosotros en germen, y de que, siendo así, sin perseverancia, sin trabajo, sin esfuerzos incesantes, sino llevados de la propia naturaleza, hemos de trepar a todas las alturas y rodearnos del fulgor inmortal de toda gloria.

Esta condición de carácter del doctor Faustino es comunísima en el día, porque las ambiciones están despiertas y soliviantadas, y en el doctor persistía, a pesar de mil desengaños amargos. Espíritu poético además, sin fe segura y firme en nada, sino en su propio valer, lo cual es también harto común por desgracia, el doctor era como personaje de antiguo cuento que vaga perdido en una selva, en la obscuridad de la noche, y corre ya en pos de una lucecita, ya en pos de otra, de las que ve brillar a lo lejos, creyéndolas alternativamente faros que han de salvarle. La lucecita, que ahora deslumbraba al doctor y hacia la cual corría lleno de esperanza, era de nuevo los ojos de su prima la marquesa. El doctor acudió a la hora de la cita con algunos minutos de anticipación.

Recibiole su prima en un primoroso saloncito contiguo a su tocador, donde ella solía estar a solas leyendo, escribiendo o soñando, y donde recibía a los íntimos. Era lo que llaman boudoir, valiéndose de un vocablo extranjero. Costancita estaba vestida de mañana, con traje gracioso y leve, propio de primavera. Las persianas, echadas, daban una media luz muy agradable a todos los objetos. Plantas y flores adornaban el saloncito. La marquesa parecía más fresca, lozana y encantadora que todas las flores.

El doctor hizo mil cumplimientos a su prima. Ella en cambio le prodigó mil dulces sonrisas y mil afectuosas miradas. No se habló de amor, ni pasado, ni presente. Se habló de amistad, de cariño indeterminado entre ambos; pero, en virtud de esta amistad, de este cariño, sin nombre, aunque puro y espiritualísimo, el doctor tomó la mano de la marquesa entre las suyas, y la marquesa se la dejó allí abandonada. El doctor la cubría de besos, cuando sonó la campanilla de la puerta principal. Costancita se rió:

-Este es -dijo- mi tremendo general que llega.

El doctor, que tenía su silla muy cerca del asiento de Costancita, la apartó maquinalmente.

-No, no -dijo Costancita, riendo con más gana todavía-, no apartes tu silla; acércala más y que rabie. No te levantes hasta que entre para que te vea sentado muy cerca de mí.

Don Faustino obedeció a la marquesa, aproximándose a ella cuanto pudo.

Un criado anunció al general Pérez, el cual entró enseguida en el saloncito, con aire triunfante y glorioso.

Costancita, aunque autora de aquella burla, la hizo involuntariamente más eficaz, por su falta de práctica y desenfado para tales negocios, poniéndose bastante colorada cuanto entró el general. Don Faustino, como hacía muchísimo tiempo que no había tenido aventuras galantes, y como jamás las había tenido en salones tan aristocráticos y con intervención de rivales tan gigantescos y egregios, estaba conmovido y agitadísimo, y se puso colorado también. Todo lo notó el general, con disgusto mal disimulado, a pesar de ser hombre de mundo, curtido en todo linaje de lances.

La conversación que se siguió no pudo menos de ser embarazosa y fría. La cara del general mostraba cada vez más la mal reprimida cólera. A Costancita le retozaba la risa dentro del cuerpo, y apenas si acertaba a contenerse. De vez en cuando miraba con ternura a su primo, no recatándose para ello del general, sino procurando que el general lo advirtiera. Éste, comprendiendo toda la ridiculez que traería consigo el enojarse, pugnaba por aparecer sereno y hasta jovial; pero no podía. Quiso hablar de cosas indiferentes: de teatros, de literatura y hasta de modas, y dijo infinidad de disparates, como persona que delira en sueños o que tiene el espíritu distraído a otros asuntos. Todo esto deleitaba a Costancita: la hacía feliz. El general era tan vano, que jamás había tenido celos de nadie, y menos aún del doctor, a quien siempre había mirado como a un pariente pobre, a quien daban algún amparo en aquella casa y a quien a veces convidaban a la mesa, como para ejercer la obra de misericordia de dar de comer al hambriento. Ahora el general las estaba pagando todas juntas.

-Vaya, vaya -dijo entre otras sandeces-, no esperaba yo encontrarme aquí en tan buena compañía.

-Favor que Vd. me hace, mi general -respondió D. Faustino, con suma modestia.

-¡Quién lo pensara! -prosiguió el general-. ¿Hoy no es día de oficina?

-Sí mi general -replicó el doctor-; pero yo he hecho novillos para acompañar y entretener un poco a mi primita, que está algo melancólica.

El general, aun reconociendo el candor con que hablaba D. Faustino, se sintió aludido sin intención por aquellas palabras. Se creyó el novillo más importante de los que el doctor había hecho, y que entre el doctor y la marquesa estaban lidiándole. Poco faltó para que no rompiese en un exabrupto de mal humor. Supo, con todo, reportarse.

-Pues me alegro, amiguito, me alegro. No sabía yo que fuese Vd. tan ameno y divertido.

-Lo es y mucho -exclamó Costancita, antes que el doctor replicase-. Vd., mi general, no conoce a mi primo o le ha tratado poco. La suerte le ha sido siempre muy adversa, y por eso tiene un empleo de tan corto sueldo e importancia: pero no dude Vd. de que es un hombre de mucho saber y de mucho entendimiento y discreción.

-Mi general -dijo el doctor-, mi prima me quiere demasiado. El afecto que me profesa la ciega sin duda y la excita a hacer de mí los encomios menos merecidos.

-Crea Vd., mi general, que no hago sino justicia. Faustino es un hombre de los más distinguidos que hay en España: poeta inspirado y elegante, filósofo, erudito...

-No, Costanza, no me avergüences, suponiendo en mí prendas y condiciones que nadie reconoce sino tú por lo mucho que me quieres; por lo buena e indulgente que eres para conmigo.

La marquesa y el doctor siguieron así largo rato, elogiándose mutuamente, agradeciéndose los elogios y atribuyéndolos todos al cariño que recíprocamente se tenían. En esta blanda contienda tomaban siempre por juez al general, que reventaba de furor, que sentía que iba perdiendo los estribos, y que advertía en la punta de su lengua cierta comezón de poner como chupa de dómine a ambos primos y de armar allí mismo un escándalo soberano. Sin embargo, como no tenía derecho para quejarse, como conocía que cualquiera imprudencia suya le haría pasar por un hombre brutal y mal educado, por un personaje cómico y por un cadete de medio siglo, el general se contuvo de nuevo y dijo con marcada ironía:

-Siento haber llegado en tan mala ocasión. Sin duda que yo, profano en la filosofía y en el arte poética, he venido a interrumpir alguna lección que el primito estaba dando a Vd., marquesa.

-Mi general -dijo el doctor-, yo soy muy humilde para dar lecciones a nadie, y menos a mi prima. ¿Cómo enseñarle la poesía, cuando la poesía misma es ella?

-Aunque disto mucho de ser yo la poesía, mi primo no me daba lección; pero si hubiera estado dándomela... (y aquí la marquesa dulcificó mucho la voz y puso en su acento un no sé qué de candoroso y manso, a fin de mitigar y embotar la fuerza y la punta que pudiera tener el dardo que disparaba); pero si hubiera estado dándomela... usted, mi General, no nos estorbaba; Vd. no hubiera perdido nada en recibir... en oír la misma lección.

El general echó de menos su sangre fría: conoció que iba a salir con alguna barbaridad si permanecía allí más tiempo, y se levantó furioso. Ya no pudo disimular su mal humor, y dijo al despedirse:

-Yo detesto la poesía, marquesa: yo soy todo prosa; y como no quiero recibir lecciones poéticas ni interrumpir las que a Vd. da el primito, me parece lo mejor eclipsarme. A los pies de Vd.

D. Faustino se levantó de su asiento para despedir al general con toda cortesía, haciéndole una respetuosa reverencia.

-Beso a Vd. la mano -le dijo el general.

-Mi general, beso a Vd. la suya -le contestó D. Faustino.

-Vaya Vd. con Dios, mi general -dijo Costancita con tono melifluo y conciliante, como para aplacar un poco la tempestad que había levantado-. Veo que está Vd. algo nervioso hoy, y un sí es no es disgustado de la poesía. Espero que no duren el mal humor y el disgusto, y deseo que si persevera usted en aborrecer la poesía, me considere y tenga por prosa, para que siga estimándome y queriéndome.

Al decir esto, alargó lánguida y graciosamente su blanca y linda mano al general, quien no pudo menos de tomarla.

Enseguida se fue el general, reconociendo en su interior que lo más atinado era irse, suspirando por las edades prehistóricas, o ya que no, por los siglos bárbaros, y renegando de lo que llaman conveniencias sociales, que no le habían consentido desahogarse, cuando no diciendo cuatro frescas a Costancita, porque no era él muy listo de lengua, rompiendo en la cabeza del doctor la mitad de los chirimbolos y baratijas que había en aquel boudoir, que tan de veras merecía entonces su nombre, con arreglo a la etimología.

Claro está, y esto lo comprendía Costancita mejor que nadie, que el general, por más deseos que tuviera de vengarse, no se había de allanar a provocar a un lance al pobrecillo empleado de 14.000 reales, ni mucho menos había de divulgar lo ocurrido para convertirse en la fábula de Madrid, haciendo saber que Costancita le había plantado y despreciado por semejante trasto, que así llamaba el general a D. Faustino, allá en el fondo de su corazón.

Costancita, no bien sintió que el general había salido de su casa, se acordó de su primera juventud y de la franqueza y naturalidad de Andalucía, olvidó por completo su papel de gran señora, volvió a ser la muchacha traviesa y alegre, y aflojó la rienda a la risa que hasta allí había tenido refrenada con el freno de la circunspección y que brotó a carcajadas entonces.

El doctor siguió haciendo el segundo papel en aquel dúo jocoso, y se rió también con toda el alma.

Después se miraron ambos con gran seriedad, con fijeza y por un movimiento involuntario. Fue una serie de mutuas interrogaciones, instintivas y mudas a par de elocuentes, ya que no podían ni debían expresarse con palabras.

El interrogatorio, no obstante, estaba claro, patente a los ojos del uno y del otro, como si le tuvieran escrito. Contenía, entre otras, las siguientes preguntas:

«¿Hasta qué punto debemos creer lo que sin duda ha creído de nosotros el general?»

«¿Qué iba de chanzas y qué iba de veras en esto que hemos hecho para zapearle?»

«En suma, ¿nos amamos? Y si nos amamos, ¿cómo nos amamos?»

La contestación que ambos dieron al interrogatorio inefable fue bajar los ojos y ponerse más colorados que cuando entró el general.

Hubo tres o cuatro minutos, largos como horas, de peligrosísimo silencio.

La silla del doctor continuaba tan próxima como antes al sofá en que estaba Costancita.

El doctor, casi maquinalmente, volvió a tomarle la mano. Ella volvió a dejársela abandonada.

Volvió el doctor a cubrirla de besos, pero estos besos, después del interrogatorio, tenían otra significación y otro valer.

Costancita retiró su mano bruscamente, y dijo, sin marcada angustia ni vehemencia de ningún género, pero con digna entereza y con toda la frialdad grave que le fue posible afectar:

-Vete, Faustino; vete y seamos buenos amigos.

El seamos buenos amigos sonó en los oídos del doctor con son vago e incierto entre súplica y mandato: pero el sentido de la frase se había hecho clarísimo en el modo de pronunciarla. Era una prohibición, era una limitación y no una excitación: equivalía a decir no seamos más que amigos buenos.

El doctor era bastante serio y delicado para comprender toda la gravedad de aquellas palabras de su prima.

Se levantó, tomó su sombrero y dijo:

-Adiós, primita.

Ya había vuelto la espalda, ya estaba cerca de la puerta, ya iba a salir, cuando se volvió atrás. Costancita estaba silenciosa. Se acercó a ella el doctor y repitió con tono entre resignado, humilde y agradecido a la vez:

-Seamos buenos amigos.

Al mismo tiempo alargó la mano a su prima como signo y prenda de aquella amistad pura. Costancita dio su mano, tan blanca, tan suave, tan bien formada. El doctor no pudo menos de besársela nuevamente, con un respeto santo y casto, pero bajo el cual hubo ella de percibir el ardor apasionado y duramente reprimido de los labios amorosos.

Luego, como si contrarrestase y venciese una fuerza invisible que a pesar suyo le detenía, el doctor salió algo precipitadamente de la estancia.

Desde aquel día no volvió el general a aparecer en casa de la marquesa de Guadalbarbo sino en los días de recepción y en las noches de tertulia. Levantó el sitio de la plaza; calló a todo el mundo el motivo; tuvo el buen gusto de no mostrarse muy enojado, y acudió de nuevo a consolarse con Rosita, donde halló fácil y pronto perdón de sus extravíos.

El doctor, por su parte, no persistió tampoco en hacer novillos a la oficina o secretaría y en venir a ver a la marquesa de mañana; pero siguió yendo a su tertulia, y a comer una vez por semana a su mesa.

Aquellos amores, medio reanudados entre ambos, después de diez y siete años de interrupción, debían concretarse y cifrarse en un sentimiento sublime, platónico, purísimo, por respeto al generoso marqués, que tanto los quería, a él como primo y como amigo, y como esposa a ella. Así pensaba Costancita. Así pensaba también el doctor. Sin confiarse estos pensamientos, sin ponerse de acuerdo en nada, se diría que se habían entendido. Los dos conocían el peligro de verse a solas. Los dos lo evitaban. Pero, viéndose en presencia del marqués, hablándose tal vez algunas palabras aparte, cuando lo consentía la sociedad que los rodeaba, mirándose, estimándose cada vez más, hasta por este heroico sacrificio y por esta noble conducta, el afecto de Costancita acabó por trocarse en adoración hacia su primo, y la adoración del doctor por Costancita se hizo más ferviente y ciega.

De esta suerte pasó más de un mes, y no fue chico milagro, sin que el doctor y Costancita se encontrasen solos. Al cabo, no obstante, aconteció lo que no podía menos de acontecer. No hay para qué culpar ni al destino, ni al diablo, ni a nadie. ¿Qué cosa más natural que un primo, que entraba con tanta confianza en aquella casa, hallase una noche sola a la marquesa? La marquesa estaba un poco mala de los nervios y se había negado a recibir. Los criados entendieron que la orden no rezaba con primo tan querido, e introdujeron al doctor en el boudoir que ya conocen nuestros lectores. El marqués había salido. Eran las once de la noche. Sabido es que en Madrid se vela mucho y se recibe hasta muy tarde.

A pesar del calor de la estación el balcón estaba cerrado, de modo, que la soledad era completa y segura. Del cuarto del tocador contiguo, cuya puerta de comunicación aparecía abierta, entraba un dulce vientecillo fresco, porque allí estaba de par en par el balcón, que daba sobre el jardín.

Costancita se encontraba en el mismo sitio que el día del mal rato que ambos dieron al general Pérez. Ella, a causa de su indisposición, no se había vestido para comer y tenía traje de mañana, tan elegante como sencillo. Sus hermosos cabellos desordenados la hacían más bonita e interesante, y mostraban que había estado recostada y que acababa de incorporarse y sentarse para recibir al doctor.

Estas circunstancias casuales contribuyeron a que la conversación fuese más amistosa y más íntima. Hablaron de todo; pero sin quererlo, procurando evitarlo ambos, acabaron por hablar de ellos mismos. Costancita dio ocasión, lamentando involuntariamente los cortos medros y adelantos del doctor en carrera y fortuna.

-¿Qué quieres? -dijo D. Faustino-. En mí se cumple el refrán que dice: quien mucho abarca, poco aprieta. No hay ambición que yo no haya tenido. Por eso no he visto satisfecha ninguna. Mi espíritu ha divagado, se ha distraído en cuantos objetos hay, no con el vuelo recto y firme del águila, sino con el revolotear incierto y vacilante del estornino. Mi voluntad marchita no ha sabido perseguir cosa alguna con energía. No extrañes que esté tan poco medrado. Me faltan los dos resortes más poderosos: el amor y la fe en algo fuera de mí.

-¿No amas, no crees en nada? Dios mío, ¡qué horror!

-Hablo de las cosas de esta vida.

-Menos mal: pero, aun así, es espantoso. ¿Con que no amas a nadie?

-He querido amar, he amado: pero el desdén ha muerto al amor. Hace algunos días, he sentido dentro de mi alma como una gloriosa resurrección del amor. ¿Volverá el desdén a matarle?

-Si amas de veras, como creo -respondió Costancita, hablando muy pausadamente y como si le costase trabajo y vergüenza hablar, y como si midiese y pesase las palabras, para no decir demasiado, y diciéndolo, no obstante, sin poderlo evitar-; si amas de veras, ¿quién podrá desdeñarte? El poeta ha dicho:


Amor a nullo amato amar perdona.


Además, cuando el que ama vale lo que tú vales, el amor debe ser poderoso, incontrastable como la muerte.

-El poeta dijo una falsedad -contestó D. Faustino-; o si es su sentencia regla verdadera, yo soy la excepción de la regia. Costanza, recuérdalo: yo te amé en otro tiempo y tú no me amaste. Ahora te amo más. ¿Me amas?

La marquesa se arrepintió de sus palabras y se llenó de espanto al oír las de su primo y al notar el fervor con que las pronunciaba. Sintió que una fuerza magnética, un poder de atracción superior a todo la llevaba hacia su primo; pero lo criminal, lo indigno, lo vilmente ingrato de engañar al marqués de Guadalbarbo no se le ocultaba; surgía ya en el seno de su atribulada conciencia como un remordimiento.

-Faustino -dijo con acento sumiso y triste-, yo hice mal, hice una villanía, fui una miserable, no amándote entonces. No exijas de mí que sea más miserable y más villana amándote ahora.

-Yo nada exijo, Costanza. El amor no se impone. Si depende de ti el no amarme, no me ames. Yo te amo: yo muero de amor por ti.

El doctor cayó de rodillas a los pies de la marquesa.

-Levántate, tranquilízate. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué locura! ¡Alguien puede venir!

-¡Ámame!

-Ten piedad. Déjame. Huye de aquí. ¿Qué va a ser de nosotros, santos cielos?

-Ámame, Costanza.

-¡Ah, sí... te amo!

El doctor ciñó en un abrazo febril el cuerpo de la marquesa, que cedía rendida y desfallecida. Sus labios se unieron.

De repente exhaló ella un grito ahogado, y poniendo ambas manos en el pecho del doctor le rechazó con violencia.

-¡Estoy perdida! -dijo con voz tan baja y tan intensa, que más que oírlo pudo adivinarlo el doctor.

La pasión sincera y vehemente los había apartado a ambos del mundo exterior: los había hecho insensibles a cuanto los rodeaba: habían estado incautos, imprevisores, imprudentísimos, locos.

No habían sentido llegar al marqués de Guadalbarbo. El marqués de Guadalbarbo acababa de entrar en el saloncito.

El doctor y la marquesa se repusieron y tomaron la conveniente actitud; pero ¡qué desorden moral en la mente del uno y de la otra! ¡Qué consternación y qué vergüenza no se pintaba en sus semblantes!

En cambio, el marqués mostraba en el suyo la misma serenidad, la misma satisfacción de siempre. ¿Habría hecho un milagro el demonio? ¿Habría puesto una nube ante los ojos del Marqués para que nada viese?

La esperanza es el último consuelo del corazón más lacerado, y Costancita, al reparar lo sereno que su marido estaba, no perdió la esperanza.

-Niña, hija querida -dijo el Marqués, llamando a su mujer con los mismos términos de siempre, donde iban expresados el amor que la tenía y la diferencia de edad-, ¿estás mejor de salud? Me tenías con cuidado, y he querido pasar por casa antes de ir al ministerio de Hacienda. Quiero saber cómo te encuentras antes de salir de nuevo... ¡Hola, Faustino! ¿Tú por acá?

Y el marqués estrechó la mano del doctor, que se la dio avergonzado y casi convulso.

La marquesa dijo tartamudeando, trabándosele la lengua, como si tuviera un nudo en la garganta:

-Estoy bastante mejor.

D. Faustino, aterrado, nada dijo.

O el Marqués no había visto nada, o no había querido ver nada, o tuvo piedad del martirio, del miedo, de la postración humillante de aquellos infelices.

El marqués dijo que el Ministro de Hacienda le aguardaba y se volvió a la calle.

D. Faustino y Costancita se quedaron solos de nuevo. Ambos, aunque apasionados, distaban mucho de estar pervertidos. El terror de ellos, no era, pues, por el peligro que acababan de correr: era por la conciencia de su pecado. Aquel abrazo y aquel beso habían sido un hurto infame. La honra, el amor, la confianza generosa del padre de sus hijos, todo había sido ofendido por la marquesa. El doctor había hecho traición al amigo leal, al que más le quería y le estimaba: había intentado robarle su más preciado tesoro. Al ser sorprendidos ambos, la cobardía de los delincuentes se había pintado en sus rostros; se había revelado en sus ademanes. Ambos se habían visto y estaban avergonzados de haberse visto. Este sentimiento de su común indignidad y humillación en presencia del marqués, pudo más entonces que todo recelo, y que el ansia de precaverse para lo futuro o de remediar, si era posible, el mal causado ya. Apenas tuvieron palabras con que hablarse y entenderse.

Largo rato permanecieron mudos.

-Vete ya. Vete. ¡Estoy perdida! -dijo ella, al fin...

-¿Quién sabe? -se atrevió a contestar el doctor-. Quizás él no ha visto nada. De seguro... no ha visto nada... El cielo nos ha protegido.

-¡Qué horrible blasfemia! El infierno... tal vez.

-Sea el infierno, en buena hora, con tal de que tú no pierdas.

-Faustino, vete, déjame; me haces daño en el alma-, exclamó la marquesa llena de disgusto y angustia.

El doctor tomó su sombrero; y silencioso, a paso lento, cabizbajo y pensativo, salió del salón y de la casa.

Tristes pensamientos y desatinadas medidas iba barajando en su cabeza conforme seguía maquinalmente por las calles su acostumbrado camino.

-¿Si lo sabrá el marqués? -se preguntaba-. Es posible que no lo haya visto todo. ¿Qué había de hacer sino disimular o matarnos allí? Por eso disimuló... pero ¿con qué propósito? ¿Irá a vengarse en ella? Yo debo evitarlo. Yo debo defenderla.

Luego, harto más abatido, da el doctor otro giro a su soliloquio, y se decía:

-Soy un miserable de la peor condición y especie. Carezco del amor, de la energía suficiente para ser virtuoso; para no hacer nada que no pueda sostenerse y defenderse a cara descubierta y con la conciencia tranquila, hasta en la presencia del mismo Dios, y me faltan bríos y me sobran atolondramientos, torpeza y flojedad de ánimo, para cometer un delito hábilmente; para ser diestro y sereno y valeroso en el pecado. Esta enervación de mi carácter me hace infeliz y me lleva a hacer infelices a cuantas personas he querido.

Así iba discurriendo el doctor, cuando al volver una esquina, se le acercó un hombre. Al punto reconoció al marqués de Guadalbarbo.

-Te estaba aguardando. Sígueme -le dijo el marqués.

El doctor le siguió sin contestar.

A corta distancia de allí, se encontraron parado el coche del marqués.

-Sube -dijo éste al doctor, y el doctor entró en el coche.

Enseguida entró el marqués y se sentó a su lado, diciendo al lacayo:

-¡A la quinta!

Los caballos tomaron el trote y empezó a rodar rápidamente el carruaje.

Silencio profundo entre los dos viajeros.

El doctor había conocido que el marqués lo sabía todo, y juzgaba de su deber darle la satisfacción que quisiese. Por un instante pasó por la mente del doctor la idea de si querría asesinarle el marqués; pero le pareció que, si bien estaba en su derecho, no podrían ser tales sus intenciones. El doctor se llenaba de sonrojo sólo de figurarse que preguntaba al marqués: «¿Qué quieres? ¿Qué pretendes hacer conmigo?» Callose, pues, y se dejó conducir a la quinta sin decir palabra.

Llegaron a la quinta, que está a media legua de Madrid; entraron en ella: hizo el marqués encender luces en un salón, que le servía de despacho en el piso bajo, y penetró allí solo con D. Faustino, cuando se retiró el único criado que había.

El marqués abrió un armario, sacó del armario una caja, y de la caja, un par de pistolas, que puso sobre el bufete. Luego rompió el silencio, dirigiéndose a D. Faustino, y dijo con la misma calma que si dijese «buenas noches»:

-Tú eres un ladrón, a quien puedo matar como a un perro. Me has robado lo que más amaba; has abusado de mi confianza; has hecho traición a mi amistad. Quiero, no obstante, matarte cara a cara y con armas iguales. Lo que no quiero es que nadie se entere de que soy yo quien te mato, ni que nadie sospeche por qué te mato. Esto sería publicar mi deshonra, la de mi mujer y la de mis hijos. Menester es que falten aquí los testigos y requisitos de un duelo. No tendremos más testigos que Dios. Mis criados se guardarán bien de decir nada, si de algo se enteran. El lacayo y el que cuida esta casa son dos ingleses muy sigilosos, muy fieles y que me sirven años ha. Coge una de esas pistolas, yo tomaré la otra.

El doctor tomó instintivamente una de las dos pistolas, al ver que el marqués se disponía también a tomar una. El acto de armarse fue, pues, casi simultáneo. El doctor no sabía qué decir y nada decía.

-Ahora -prosiguió el marqués-, vendrás conmigo -y abrió una puerta que daba a los jardines.

Todo estaba solitario. La luna alumbraba bastante. Antes de salir añadió el marqués:

-Voy a llevarte lejos de aquí, porque los jardines son grandes. Los criados así quizás no oigan los tiros. Cuando lleguemos al lugar conveniente, nos colocaremos a treinta pasos de distancia, que yo mediré. Luego montaremos las armas. Cuando yo diga ¡ya!, marcharemos el uno contra el otro. Cada cual podrá disparar cuando guste. Si tiras bien, puedes adelantarte. Si no te fías de tu tino, aguardas hasta ponerme en el pecho o en una sien la boca de la pistola.

El marqués, terminado este breve discurso, echó a andar seguido por D. Faustino. Pasaron por un hermoso bosque, y llegaron, por último, a un sitio llano y sin árboles, junto a las mismas tapias que cercan la posesión.

D. Faustino quiso entonces hablar; pero como no juzgaba decoroso tratar de disculparse, ni justo jactarse y gloriarse de la injuria que había hecho, se limitó a decir:

-Costanza es inocente.

-Lo sé -contestó el marqués-; por eso no me vengo de ella, sino de ti.

Midió el marqués los pasos. D. Faustino se puso en un extremo y él en otro.

-¡Ya! -exclamó el marqués no bien montó su pistola y advirtió que el doctor había también montado la suya.

Ambos marcharon el uno contra el otro. El marqués tenía fama de buen tirador, y alguna confianza en su puntería. Por lo mismo, aunque injuriado, sentía remordimiento en la conciencia de abusar de su ventaja, si disparaba desde luego.

Más de la mitad de la distancia que los separaba habían andado ya. Estarían a unos catorce o quince pasos el uno del otro. D. Faustino seguía marchando sin disparar. El instinto de conservación y el recelo de que se le frustrase la venganza conmovieron el corazón del marqués. Conoció que latía su pecho con violencia, y que su pulso agitado hacía que temblase ligeramente su diestra. No pudo contenerse más. El marqués disparó. Al punto advirtió una súbita vacilación en D. Faustino; pero pasó en seguida, y D. Faustino siguió avanzando con firmeza, con la pistola montada y apuntada contra su adversario.

El marqués no se explicaba su falta de tino; pero estaba ya casi seguro de haber dejado ileso al doctor. Del fondo de su alma nacía la desesperación y el abatimiento. Su deber, no obstante, era continuar acercándose a la persona en cuyas manos estaba su vida.

Pronto llegó el doctor junto al marqués. En el rostro del doctor, iluminado por la luna, había una profunda y bella expresión de tristeza; pero aquel rostro era terrible, espantoso para el marqués, en aquel momento.

D. Faustino puso la boca de su pistola casi sobre el pecho del marqués y le miró fijamente. Fue obra de un instante, si bien al marqués le pareció aquel instante un siglo.

El filósofo entonces hubo de pensar a escape en todas sus filosofías. Se había sometido, se había resignado al duelo a muerte, por no hallar medio decoroso, decente y natural de no aceptarle. Pero ya, cumplida la que juzgó extraña y penosa obligación impuesta por la sociedad, y ocasionada por un beso y un abrazo apretadísimo, dados con tan pocas precauciones, ¿qué ganaba D. Faustino en matar a aquel pobre viejo, a quien había hecho horriblemente desgraciado? Tal vez el marqués, imaginaba además el doctor, no le había llevado allí por rencor ni con saña, sino para cumplir con un deber, del que él presumía que estaba pendiente su honra. Todo cumplido, todo consumado ya, acortar la vida de aquel hombre, darle allí la muerte, era una barbaridad inútil. Por otra parte, el doctor, aunque por discurso sabía lo poco que vale la vida, la respetaba por un invencible sentimiento; el atentar contra la de nadie le parecía la mayor de las faltas: le parecía uno de aquellos pecados de que él no sabría absolverse jamás. Tales fueron las ideas que se agolparon en tumulto en su mente.

El doctor tiró lejos de sí la pistola, que se disparó al caer en el suelo, de la manera más inofensiva.

Luego exclamó el doctor:

-¡Ay Dios mío!

Y cayó de espaldas por tierra, como cogido por un desmayo.

El marqués se precipitó a levantarle, y al poner las manos sobre su cuerpo, advirtió que estaba bañado en sangre.

-¡Mi bala le había tocado! ¡Está herido!... La herida tal vez es mortal... Es en el pecho... ¡Maldito sea!...

El marqués, al decir estas frases entrecortadas, no sabía a quién maldecir: no sabía a quién echar la culpa de todo. Él, que medio minuto antes estaba desesperado de no haber herido o muerto a don Faustino, estaba ahora desesperado de haberle herido. Él, que se había previamente complacido en el misterio de aquel lance, se olvidó del misterio y empezó a dar voces pidiendo socorro a sus criados. Como no lo oían, corrió hacia la casa, gritando como un loco:

-¡Pedro! ¡Tomás! ¡Pronto... aquí!

Los criados al cabo acudieron.

D. Faustino había recibido un balazo en el pecho, que le había atravesado, saliendo la bala por la espalda.

El marqués, con ayuda de sus criados, le puso vendas para contener la hemorragia, y le llevó en su coche, a todo galope de sus caballos, desde la quinta a la casa de huéspedes donde moraba.

El marqués hizo llamar al médico de toda su confianza. Vio el médico la herida, y dijo que tal vez no era de peligro, que tal vez no era mortal; que la bala había entrado por el lado derecho, que sin ahondar había pasado de través y que acaso no había tocado el pulmón ni roto ningún vaso importante. La pérdida de sangre había sido muchísima; pero esto mismo, aunque debilitaba al enfermo, podría valerle por otra parte, a fin de evitar que sobreviniesen una gran inflamación y mayor calentura.

El marqués de Guadalbarbo, dejando muy encomendado a su médico y al ama de la casa de huéspedes el cuidado del enfermo, se retiró entonces a su casa, con la esperanza de que D. Faustino sanaría pronto.

Como el lector recordará, el marqués había dicho al doctor que creía inocente a Costancita: pero esto lo dijo por orgullo. Él no era ciego, y había visto perfectamente lo ocurrido. Cuando riñó a balazos con el doctor, creía a su mujer tan culpada como al doctor mismo. Por desgracia o por fortuna, hay casos inexplicables en el seno del hogar doméstico. En lo más recóndito y sagrado de dicho hogar ocurren lances, se ofrecen fenómenos psicológicos, que no hay sabio que explique, ni poeta que pinte con todos sus curiosos e indescriptibles pormenores. Ello es que de la entrevista y larga conferencia que en aquella noche tuvo el marqués con Costancita, Costancita salió para él, en su concepto, tan pura, tan inocente, tan impecable como antes. Poco a poco se fueron trocando y modificando los recuerdos del marqués, y las impresiones de sus sentidos ofuscados sufrieron la debida rectificación y razonable enmienda. El abrazo le pareció que había sido menos estrecho: muchísimo menos amante y desmedidamente mucho más respetuoso. La actitud de Costancita se transfiguró en la memoria del marqués, y la vio resistente en lugar de verla rendida, y víctima en lugar de verla cómplice. Los labios del doctor, en la misma tabla o pintura de la memoria del marqués, fueron subiendo poco a poco, desde la boca de Costancita, donde estaban antes, hasta tocar con suma ligereza su frente, de la cual casi no sintieron el calor y la aterciopelada blandura de la blanca tez, sino lo frío e inanimado de algunos ricillos crespos que por allí medio la cubrían o velaban.

El hecho mismo de haber sorprendido a los dos probaba lo impremeditado, lo falto de malicia que todo había sido. A buen seguro que sorprendan nunca los maridos a..., y el marqués se citaba una retahíla de nombres propios de lindas damas, y se gozaba un tanto al considerar la diferencia de destino que había entre él y aquellos otros maridos. Al doctor, a cuya generosidad debía infinito, también le disculpaba un poco. «¡Qué diantres! -se decía allá en sus adentros-. ¡Ella es tan guapa... tan seductora; sin querer! ¡Y el pobrecillo, que debió casarse con ella, es tan desgraciado!» Reducido ya el suceso a proporciones mínimas, el marqués le buscaba causas hasta cierto punto plausibles. El parentesco cercano, los recuerdos poéticos de la primera juventud, un ligero desagravio de las calabazas crueles, recibidas hacía diez y siete años... Luego pensaba en las consecuencias para lo futuro, dado que se salvase la vida del doctor como deseaba, y todo se convertía en una adoración mística, en una idolatría sublime, en un petrarquismo archi-espiritual. Admirábase entonces el marqués de la entereza de su mujer y de su virtud y constancia. Pasaba en revista a todos los adoradores, que le había conocido, y hallaba más de una docena guapísimos, elegantes, primorosos, deseabilísimos... y casi se le saltaban las lágrimas de gozo y gratitud al considerar que a todos los había despreciado ella por amor suyo, haciendo de él uno de los hombres más dignos de envidia que sustenta sobre su corteza este vasto globo que habitamos. Diez y siete años de fidelidad, de virtud a prueba de bomba, eran una garantía de las más sólidas. Pensaba, por último, el marqués en sus hijos, a quienes quería entrañablemente, y se alegraba de poder echar la absolución y la bendición a la hermosa criatura que se los había dado, llevándolos antes en su seno. Exageraba, encarecía la vehemencia y delicadeza de Costancita, y se arrepentía de haber estado tan brutal. Temblaba como un azogado al presumir que ella pudiera enfermar con los disgustos que acababa de darle. Recordaba los cuidados, los mimos, las regaladas dulzuras con que le arrullaba y encantaba siempre Costancita. ¿Cómo romper con ella? ¿Cómo privarse de tanto bien? Se moriría el marqués de pena. Lo que es Costancita, tan pundonorosa, tan llena de orgullo, tan noble, se moriría también de sonrojo. ¿Y por qué no de pena, como él? ¡Si Costancita le amaba!... Cierto que él estaba ya viejecillo y estropeado, pero el alma no envejece, y las mujeres en general, y Costancita singularísimamente, son mil veces más espirituales que los hombres en esto de los amores.

Por medio de tales y de otros parecidos razonamientos, el enojo del marqués fue trocándose en blandura y en indulgencia, y se sintió inclinado a perdonar. Al perdón dado, sucedieron otros razonamientos más amorosos y tiernos aún, y el perdón dado se transformó en perdón pedido. Costancita estuvo magnánima. Perdonó al fin al marqués el que hubiese dudado de ella; y majestuosa, después de dar su perdón, subió de nuevo al pedestal de oro aquella diosa de la castidad, de la hermosura y de la elegancia. El Marqués volvió a encontrarse tan contento, tan dichoso y tan satisfecho como antes.

D. Faustino fue el único que pagó el escote de la función: la única hostia sacrificada en el altar de Himeneo, para hacer más propicio a este dios, e impedir que turbase la felicidad completa de aquella rica, ilustre y aristocrática familia.