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Las mil y una noches:0849

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Las mil y una noches - Tomo VI
de Anónimo
Capítulo 0849: y cuando llegó la 879ª noche

Y CUANDO LLEGÓ LA 879ª NOCHE

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Ella dijo:

... en tanto que las seguían diez más con grandes porcelanas, cuya contemplación ya era por sí sola un refresco. Y nos sirvieron las porcelanas, que contenían sorbetes de nieve, leche cuajada, confituras de toronja, rebanadas de cohombro y limones. Y la princesa Suleika se sirvió la primera, y con la misma cuchara de oro que se había llevado a los labios me ofreció un poco de confitura y una rebanada de toronja, dándome luego otra cucharada de leche cuajada. Después circuló de mano en mano varias veces la misma cuchara, de modo que todas las jóvenes sirviéronse repetidamente de aquellas cosas excelentes hasta que no quedó nada en las porcelanas. Y entonces las esclavas nos presentaron en copas de cristal agua muy pura.

Y no dejó de hacerse la conversación tan viva como si hubiéramos bebido los fermentos de los vinos todos. Y me asombré del atrevimiento de los discursos que salían de labios de aquellas jóvenes, las cuales reían a carcajadas en cuanto una de ellas aventuraba una broma picante y mordaz acerca del niño de su padre, cuya contemplación las tenía preocupadas con exceso. Y la encantadora Kairia, contra quien iba dirigido mi atentado, si atentado hubo, no me guardaba ningún rencor, y se había colocado de frente a mí. Y me miraba sonriendo, y con el lenguaje de los ojos me daba a entender que me perdonaba mi ligereza del jardín. Y yo, por mi parte, levantaba los ojos hacia ella de cuando en cuando, y luego los bajaba vivamente en cuanto notaba que ella tenía la vista fija en mí; porque, no obstante los esfuerzos que hacía yo para aparentar cierto aplomo en mi rostro, seguían teniendo, en medio de aquellas extraordinarias jóvenes, un aspecto muy azorado. Y la princesa Suleika y sus acompañantes, que demasiado lo comprendían, trataban, por su parte, de darme ánimos a todo trance. Y Suleika acabó por decirme: "¿Cuándo vas a mostrarte tranquilo y seguro, ¡oh Hassán, oh damasquino!? ¿Acaso crees que estas inocentes jóvenes comen carne humana? ¿Y no sabes que no corres ningún peligro en los aposentos de la hija del rey, donde jamás se atrevería un eunuco a penetrar sin permiso? Olvida pues, por un instante que hablas con la princesa Suleika, y figúrate que estás charlando con sencillas hijas de mercaderes modestos de Schiraz. Levanta la cabeza ¡oh Hassán! y mira a la cara a todas estas jóvenes encantadoras. ¡Y cuando las hayas examinado con la mayor atención, date prisa a decirnos con toda franqueza, y ya sin temor a enfadarnos, cuál de entre nosotras te gusta más!"

Estas palabras de la princesa Suleika, ¡oh rey del tiempo! en vez de darme ánimo y tranquilidad, no hicieron más que aumentar mi turbación y mi embarazo, y sólo supe balbucear palabras incoherentes, sintiendo que se me subía al rostro el rubor de la emoción. Y en aquel momento hubiera querido que la tierra se abriese y me devorase. Y Suleika, al ver mi perplejidad, me dijo: "Ya veo ¡oh Hassán! que te he pedido una cosa que te pone en un aprieto. Porque sin duda temes, al declarar tu preferencia por una, disgustar a las demás e indisponerlas contra ti. Pues bien; estás equivocado si te oscurece el entendimiento ese temor. Has de saber, en efecto, que yo y mis compañeras estamos tan unidas y existen tantos lazos de ternura entre nosotros, que, hiciera un hombre lo que hiciera con una de nosotras, no podría alterar nuestros sentimientos mutuos. Desecha, pues, de tu corazón los temores que te hacen tan prudente, examínanos a tu antojo, e incluso si deseas que nos pongamos completamente desnudas delante de ti, dilo sin reticencia, y lo ejecutaremos por encima de nuestras cabezas y de nuestros ojos. Pero apresúrate a decirnos cuál es la elegida de tu gusto". Entonces ¡oh mi señor! hice una llamada al valor que me volvía a impulsos de estas palabras alentadoras, y aunque las compañeras de Suleika, eran perfectamente bellas, y hubiese sido muy difícil al ojo más experto hallar diferencia entre ellas, y aunque, por otra parte, la princesa Suleika era por sí misma tan maravillosa al menos como sus doncellas, mi corazón deseó ardientemente a la que fué la primera en hacerlo latir con tanta violencia en el jardín, a la vivaracha y deliciosa Kairia, a la bienamada del niño de su padre. Pero, aun con todo el deseo que tenía de hacerlo me guardé bien de revelar mis sentimientos, que era muy fácil, a despecho de las palabras tranquilizadoras de Suleika, que atrajeran sobre mi cabeza los rencores de todas aquellas vírgenes. Y tras de examinarlas a todas con la mayor atención, me limité a encararme con la princesa Suleika y a decirle: "¡Oh mi señora! debo empezar por decirte que nunca me atrevería a comparar el brillo de la luna con el titilar de las estrellas. Y es tanta tu belleza, que los ojos no acertarían a tener miradas más que para ella". Y diciendo estas palabras, no pude por menos de dirigir una ojeada de inteligencia a la deleitable Kairia para darle a entender que sólo la cortesía me dictaba aquella adulación a la princesa.

Y cuando hubo oído mi respuesta, Suleika me dijo, sonriendo: "Has estado galante, ¡oh Hassán! por más que la adulación sea aparente. ¡Apresúrate, pues, ahora que tienes más libertad para hablar, a descubrirnos el fondo de tu corazón, diciéndonos cuál, entre todas estas jóvenes, es la que te cautiva más!" Y por su parte, las jóvenes unieron sus ruegos a los de la princesa para apremiarme a que les revelara mi preferencia. Y Kairia era entre todas quien se mostraba más decidida a hacerme hablar, pues ya había adivinado mis pensamientos secretos.

Entonces, desechando el resto de timidez que me quedaba, cedí a tan reiteradas instancias de las jóvenes y de su señora, me encaré con Suleika, y le dije señalando con un ademán de mi mano a la joven Kairia: "¡Oh soberana mía! ¡ésa es la que prefiero! ¡Sí, por Alah, hacia la amable Kairia va mi mayor deseo!".

No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando todas las jóvenes se echaron a reír a carcajadas a la vez, sin que en sus rostros alegres apareciese el menor indicio de agravio. Y pensé para mi ánima, mirándolas cómo se empujaban con el codo y se morían de risa: "¡Qué cosa tan prodigiosa! ¿Se trata de mujeres entre las mujeres y de jóvenes entre las jóvenes? ¿Pues cuándo las criaturas de ese sexo han adquirido esa indiferencia y tanta virtud para no sentirse envidiosas y no arañarse el rostro al saber un triunfo de una semejante suya? ¡Por Alah! ni las hermanas obrarían ante sus hermanas con tanta amabilidad y desinterés. He aquí algo que va más allá del entendimiento".

Pero la princesa Suleika no me dejó sumido por mucho tiempo en aquella perplejidad, y me dijo: "Felicidades, felicidades, ¡oh Hassán de Damasco! ¡Por mi vida, que los jóvenes de tu país tienen buen gusto, vista fina y sagacidad! Y me satisface mucho ¡oh Hassán! que hayas dado la preferencia a mi favorita Kairia, que es la preferida de mi corazón y la más querida. Y no te arrepentirás de tu elección, ¡oh tunante! Además, te hallas muy distante de conocer todo el mérito y todo el valor de la elegida, pues ninguna de nosotras, tales como somos, puede compararse de cerca ni de lejos con ella en encantos, perfecciones corporales o atractivo espiritual. Y somos esclavas suyas, en verdad, aunque engañen las apariencias".

Luego, todas, una tras otra, empezaron a felicitar a la encantadora Kairia y a gastarle bromas por el triunfo que acababa de obtener. Y no se quedaba ella corta en las réplicas, y para cada una de sus compañeras tenía la respuesta conveniente, en tanto que yo llegaba al límite del asombro.

Tras de lo cual, Suleika tomó de junto a ella un laúd, y lo puso en las manos de su favorita Kairia, diciéndole: "¡Alma de mi alma, conviene que hagas ver a tu enamorado un poco de lo que sabes, a fin de que no crea que hemos exagerado tus méritos!" Y la deleitable Kairia cogió el laúd de manos de Suleika, lo templó, y después de un preludio arrebatador, cantó en sordina, acompañándose:

¡Soy la educanda del amor, que me ha enseñado las buenas maneras!

Y ha puesto en mi alma tesoros que reserva para ese joven corzo que me ha punzado el corazón, con los escorpiones negros de sus hermosas sienes.

¡Mientras viva, amaré al joven que ha escogido mi corazón, porque soy fiel al objeto de mi amor!

¡Oh enamorados! ¡cuando hayáis escogido un objeto amable, amadle mucho y no os separéis de él nunca! ¡Objeto que se pierde no se encuentra jamás!

¡Por lo que a mí respecta, amo a ese joven corzo de formas graciosas, cuya mirada ha penetrado en mi corazón más profundamente que el filo de una hoja cortante!

¡La belleza escribió en su frente joven líneas encantadoras de sentido conciso!

¡Su mirada de hechicería es tan encantadora que fascina a los corazones todos con el arco tirante en que brillan sus flechas negras!

¡Oh tú, sin quien yo ya no podré pasarme y a quien no sabré reemplazar en mi intimidad!

¡Ven al hammam conmigo! ¡Arderán los nardos, y sus vapores llenarán la sala!

¡Y cantaré sobre tu corazón nuestro amor!

Cuando hubo acabado de cantar, posó los ojos en mí tan tiernamente, que olvidando de pronto toda mi timidez y la presencia de la hija del rey y de sus maliciosas acompañantas, me arrojé a los pies de Kairia, transportado de amor y en el límite del placer. Y aspirando el perfume que se exhalaba de sus finos vestidos y sintiendo el calor que su carne me comunicaba, llegué a tal estado de embriaguez, que de repente la cogí en mis brazos, y empecé a besarla con vehemencia en donde podía, mientras ella desfallecía como una tórtola. Y no volví a la realidad hasta oír las grandes carcajadas que lanzaban las jóvenes al verme fuera de mí como un morueco ayuno desde su pubertad...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.