Las mil y una noches:1008

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Las mil y una noches - Tomo VI​ de Anónimo
Capítulo 1008: y cuando llegó la 995ª noche

Y CUANDO LLEGÓ LA 995ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

... Y por eso Al-Raschid llamaba siempre a Yahía "padre mío", y a El-Fadl "hermano mío".

En cuanto al origen de los Barmakidas, las crónicas más reputadas y más dignas de fe lo sitúan en la ciudad de Balkh, en el Khorassán, donde ya tenía esta familia una categoría distinguida. Y unos cien años después de la hégira de nuestro Profeta bendito (¡con El la plegaria y la paz!) esta ilustre familia vino a fijar su residencia en Damasco, bajo el reinado de los califas ommiadas. Y entonces fué cuando el jefe de la tal familia, que era el sectario de la religión de los magos, se convirtió a la verdadera fe y se purificó y se ennobleció con el Islam. Ya esto sucedió exactamente bajo el reino de Hescham el Ommiada.

Pero sólo después del advenimiento de los descendientes de Abbas al trono de los califas fué cuando se admitió a la familia de los Barmakidas en el consejo de los visires, e iluminó la tierra con su brillo. Porque el primer visir que salió de su seno fué Khaled ben Barmak, a quien eligió por gran visir el primero de los Abbassidas. Abú'l Abbas El-Saffah. Y bajo el reinado de Al-Mahdi, tercer Abbassida, Yahía ben Khaled quedó encargado de la educación de Harún Al-Raschid, el hijo preferido del califa, aquel mismo Harún que había nacido solamente siete días después que El-Fadl, hijo de Yahía.

Así es que cuando, después de la muerte inopinada de su hermano mayor Al-Hadi, Harún Al-Raschid se revistió de las insignias de la omnipotencia califal, no tuvo necesidad de evocar los recuerdos de su primera infancia, pasada al lado de los niños barmakidas, para llamar a Yahía y a sus dos hijos a compartir el poder soberano; no tenía más que recordar los cuidados prestados a su infancia por Yahía, y la educación que le debía, y la abnegación de que aquel servidor de todas las fidelidades acababa de darle prueba desafiando, por asegurarle la herencia al trono, las amenazas terribles de Al-Hadi, muerto la misma noche en que quería que cercenaran la cabeza a Yahía y a sus hijos.

Así es que, cuando Yahía fué a medianoche en compañía de Massrur a despertar a Harún para notificarle que era dueño del Imperio y califa de Alah sobre la tierra, Harún le dió inmediatamente el título de gran visir y nombró visires a sus dos hijos El-Fadl y Giafar. Y así empezó su reinado bajo los auspicios más dichosos.

Y desde entonces la familia de los Barmakidas fué en su siglo lo que un adorno en la frente y una corona en la cabeza. Y el Destino les prodigó cuanto de más seductor tienen sus favores, y los colmó de sus dones más escogidos. Y Yahía y sus hijos se tornaron astros brillantes, vastos océanos de generosidad, torrentes impetuosos de gracias, lluvias bienhechoras. El mundo se vivificó con su soplo, y el Imperio llegó a la cima más alta del esplendor. Y eran ellos refugio de afligidos y recurso de desdichados. Y de ellos ha dicho, entre mil, el poeta Abu-Nowas

¡Desde que el mundo os ha perdido, ¡oh hijos de Barmak! no están cubiertos ya de viajeros los caminos en el crepúsculo de la mañana y en el crepúsculo de la tarde!

Eran, en efecto, visires prudentes, administradores admirables, que aumentaban el tesoro público, elocuentes, instruidos, firmes, de buen consejo, y generosos al igual de Hatim-Tai. Eran fuentes de felicidad, vientos bienhechores que atraen los nublados fecundantes. Y sobre todo, merced a su prestigio, el nombre y la gloria de Harún Al- Raschid repercutieron desde las mesetas del Asia Central hasta el fondo de las selvas norteñas, y desde el Magreb y la Andalucía hasta las fronteras extremas de China y de Tartaria.

Y he aquí que de repente los hijos de Barmak, que tuvieron la más alta fortuna que a los hijos de Adán es dable alcanzar, fueron precipitados en el seno de los más terribles reveses y bebieron en la copa de la Distribuidora de calamidades. Porque ¡oh rey del tiempo! los nobles hijos de Barmak no solamente eran los visires que administraban el vasto imperio de los califas, sino que eran los amigos más queridos, los compañeros inseparables de su rey. Y Giafar, particularmente, era el caro comensal cuya presencia se hacía más necesaria a Al-Raschid que la luz de sus ojos. Y tanto espacio había llegado a ocupar en el corazón de Al-Raschid, que llegó hasta el punto de mandarse hacer un manto doble, y se envolvió en él con su amigo Giafar, como si ambos no fueran más que un solo hombre. Y así se portó con Giafar hasta la terrible catástrofe final.

Pero -¡qué pena tengo en el alma!- he aquí cómo ocurrió aquel acontecimiento lúgubre que oscureció el cielo del Islam, y arrojó la desolación en todos los corazones, como rayo del cielo destructor.

Un día -¡lejos de nosotros los días parecidos a aquél!-, de regreso de una peregrinación a la Meca, iba Al-Raschid por agua de Hira a la ciudad de Anbar. Y se detuvo en un convento llamado Al-Umr, a orillas del Eufrates. Y llegó para él la noche, como las demás noches, en medio de festines y placeres.

Pero aquella vez no le hacía compañía su comensal Giafar. Porque Giafar estaba de caza, desde días atrás, en las llanuras próximas al río. Sin embargo, los dones y regalos de Al-Raschid le seguían por doquiera. Y a todas horas del día veía llegar a su tienda algún mensajero del califa que le llevaba, en prueba de afecto, algún precioso presente más hermoso que el anterior.

Aquella noche -¡Alah nos haga ignorar noches análogas!- Giafar estaba sentado en su tienda en compañía del médico Gibrail Bakhtiassú, que era el médico particular de Al-Raschid, y del que habíase privado Al-Raschid para que acompañase a su querido Giafar. Y también estaba en la tienda el poeta favorito de Al-Raschid, Abu-Zaccar el ciego, del que también se había privado Al-Raschid para que con sus improvisaciones alegrara a su querido Giafar al volver de la caza.

Y era la hora de comer. Y Abu-Zaccar el ciego, acompañándose en la bandurria, cantaba versos filosóficos acerca de la inconstancia de la suerte...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.