Las mil y una noches:1009

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Las mil y una noches - Tomo VI​ de Anónimo
Capítulo 1009: pero cuando llegó la 996ª noche

PERO CUANDO LLEGÓ LA 996ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

... Y era la hora de comer. Y Abu-Zaccar el ciego, acompañándose en la bandurria, cantaba versos filosóficos acerca de la inconstancia de la suerte. Y he aquí que de improviso apareció en la entrada de la tienda Massrur, el portaalfanje del califa y ejecutor de su cólera. Y al verle entrar así, en contra de toda etiqueta, sin pedir audiencia y sin anunciar siquiera su llegada, Giafar se puso muy amarillo de color, y dijo al eunuco: "¡Oh Massrur! bien venido seas, pues cada vez te veo con más gusto. Pero me asombra, ¡oh hermano mío! que, por primera vez en nuestra vida, no te hayas hecho preceder por algún servidor para anunciarme tu visita". Y Massrur, sin dirigir siquiera la zalema a Giafar, contestó: "El motivo que me trae es demasiado grave para permitirse esas fútiles formalidades. Levántate ¡oh Giafar! y pronuncia la scheada por última vez. Porque el Emir de los Creyentes pide tu cabeza".

Al oír estas palabras, Giafar se irguió sobre sus pies, y dijo: "¡No hay más Dios que Alah, y Mahomed es el Enviado de Alah! ¡De las manos de Alah, salimos, y tarde o temprano volveremos entre Sus manos!" Luego se encaró con el jefe de los eunucos, su antiguo compañero, su amigo de tantos años y de todos los instantes, y le dijo: "¡Oh Massrur! no es posible semejante orden. Nuestro amo el Emir de los Creyentes ha debido dártela en un momento de embriaguez. Te suplico, pues, ¡oh amigo mío de siempre! en recuerdo de los paseos que hemos dado juntos y de nuestra vida común de día y de noche, que vuelvas a presencia del califa para ver si me equivoco. Y te convencerás de que ha olvidado ya tales palabras!" Pero Massrur dijo: "Mi cabeza responde por la tuya. No podré reaparecer ante el califa si no llevo tu cabeza en la mano. Escribe, pues, tus últimas voluntades, única gracia que me es posible otorgarte en vista de nuestra antigua amistad".

Entonces dijo Giafar: "¡A Alah pertenecemos todos! No tengo últimas voluntades que escribir. ¡Alah alargue la vida del Emir de los Creyentes con los días que se me quitan!"

Salió luego de su tienda, se arrodilló en el cuero de la sangre, que acababa de extender en el suelo el portaalfanje Massrur, y se vendó los ojos con sus propias manos. Y fué decapitado. ¡Alah le tenga en Su compasión!

Tras de lo cual, Massrur se volvió al paraje donde acampaba el califa, y fué a su presencia, llevando en un escudo la cabeza de Giafar.

Y Al-Raschid miró la cabeza de su antiguo amigo, y de repente escupió sobre ella.

Pero no pararon en eso su resentimiento y su venganza. Dió orden de que en un extremo del puente de Bagdad se crucificase el cuerpo decapitado de Giafar y de que se expusiera la cabeza en el otro extremo: suplicio que superaba en degradación y en ignominia al de los más viles malhechores. Y también ordenó que al cabo de seis meses se quemasen los restos de Giafar sobre estiércol de ganado y se arrojasen a las letrinas. Y se ejecutó todo.

Así es que ¡oh piedad y miseria! el escriba Amrani pudo escribir en la misma página del registro de cuentas del tesoro: "Por un ropón de gala, dado por el Emir de los Creyentes a Giafar, hijo de Yahía Al-Barmaki, cuatrocientos mil dinares de oro". Y poco tiempo después, sin ninguna adición, en la misma página: "Nafta, cañas y estiércol para para quemar el cuerpo de Giafar ben Yahía, diez dracmas de plata".

Este fué el fin de Giafar. En cuanto a Yahía, su padre, esposo de la nodriza de Al-Raschid, y a El-Fadl, su hermano, hermano de leche de Al-Raschid, se les detuvo al día siguiente, con todos los Barmakidas, que, en número de unos mil, ocupaban cargos y empleos. Y se les arrojó, revueltos, al fondo de infectos calabozos, mientras sus inmensos bienes eran confiscados y sus mujeres y sus hijos erraban sin asilo y sin que nadie osara mirarlos. Y unos murieron de inanición, y otros por estrangulación, excepto Yahía, su hijo El-Fadl y el hermano de Yahía, Mohammad, que murieron en las torturas. ¡Alah los tenga a todos en Su compasión! ¡Terrible fué su desgracia! Y ahora, ¡oh rey del tiempo! si deseas conocer el motivo de esta desgracia de los Barmakidas y de su fin lamentable, helo aquí.

Un día, la hermana pequeña de Al-Raschid, Aliyah, años después del fin de los Barmakidas, se puso a decir al califa, que la acariciaba: `'¡Oh mi señor! ya no te veo ni un día con calma y tranquilidad real desde la muerte de Giafar y la desaparición de su familia. ¿Por qué motivo probado incurrieron en tu desgracia?" Y Al-Raschid, ensombrecido de repente, rechazó a la tierna princesa, y le dijo: "¡Oh niña mía, vida mía, única dicha que me resta! ¿de qué te serviría conocer ese motivo? ¡Si yo supiera que lo conocía mi camisa, la desgarraría en tiras!"

Pero los historiadores y recopiladores de anales se hallan lejos de ponerse de acuerdo respecto a las causas de aquella catástrofe. Esto aparte, he aquí las versiones que han llegado a nosotros en sus escritos.

Según unos fueron las liberalidades sin nombre de Giafar y de los Barmakidas, cuyo relato cansaba incluso los oídos de quienes las habían aceptado, las que, creándoles todavía más envidiosos y enemigos que amigos y agradecidos, habían acabado por hacer sombra a Al-Raschid. En efecto, no se hablaba más que de la gloria de su casa; no se podían conseguir favores más que interviniendo ellos directa o indirectamente; los individuos de su familia ocupaban en la corte de Bagdad, en el ejército, en la magistratura y en las provincias los puestos más elevados; los más hermosos dominios cercanos a la ciudad les pertenecían; el acceso a su palacio estaba más interrumpido por la multitud de cortesanos y pedigüeños que el de la morada del califa. Por lo demás, he aquí en qué términos se expresa sobre el particular el médico de Al-Raschid, que habitaba entonces en el palacio llamado Kasr el Khuld, en Bagdad. Los Barmakidas vivían al otro lado del Tigris, y entre ellos y el palacio del califa sólo había la anchura del río. Y aquel día, mirando Al-Raschid la multitud de caballos parados delante de la morada de sus favoritos y la muchedumbre que se aglomeraba a su puerta, dijo delante de mí, como hablando consigo mismo: "¡Alah recompense a Yahía y a sus hijos El-Fadl y Giafar! Ellos solos se han encargado de todo el ajetreo de los asuntos, aliviándome de ese cuidado y dejándome tiempo para mirar a mi alrededor y vivir a mi antojo".

Esto fué lo que dijo aquel día. Pero en otra ocasión que fui llamado junto a él, noté que ya empezaba a no ver con los mismos ojos a sus favoritos. En efecto, después de mirar por las ventanas de su palacio y observar la misma afluencia de gente y de caballos que la primera vez, dijo: "Yahía y sus hijos se han apoderado de todos los asuntos, me los han quitado todos. Verdaderamente, son ellos quienes ejercen el poder califal, mientras que yo no tengo más que una apariencia de él apenas". Esto le oí. Y desde entonces comprendí que caerían en desgracia, como así sucedió, efectivamente".

Según otros analistas, al descontento disimulado, a la envidia siempre en aumento de Al-Raschid, a las magníficas maneras de los Barmakidas, que les creaban formidables enemigos y detractores anónimos que los desprestigiaban ante el califa por medio de poesías acerbas no firmadas o de prosa pérfida; a todo el ornato, a todo el aparato y a todas las cosas cuya competencia, por lo general, no quieren soportar los reyes, fué a unirse una gran imprudencia cometida por Giafar.

Un día, Al-Raschid le había encargado que hiciese perecer en secreto a un descendiente de Alí y de Fátimah, la hija del Profeta, que se llamaba El-Sayed Yahía ben Abdalah El-Hossaini. Pero Giafar, obrando con piedad y mansedumbre, facilitó la evasión de aquel Alida, cuya influencia tenía Al-Raschid por peligrosa para el porvenir de la dinastía abbassida. Pero esta acción generosa de Giafar no tardó en divulgarse y comunicarse al califa con todos los comentarios a propósito para agravar sus consecuencias. Y el rencor que sintió Al-Raschid en aquella ocasión fué la gota de hiel que hace desbordarse la copa de la cólera. E interrogó sobre el particular a Giafar, quien declaró con gran franqueza su acción, añadiendo: "¡Lo he hecho para gloria y buen nombre de mi señor el Emir de los Creyentes!" Y Al-Raschid, muy pálido, dijo: "¡Has hecho bien!" Pero se le oyó que murmuraba: "¡Que Alah me haga perecer si no te hago perecer a ti, ¡oh Giafar!"

Según otros historiadores, convendría buscar la causa de la desgracia de los Barmakidas en sus opiniones heréticas contrarias a la ortodoxia musulmana. No hay que olvidar, en efecto, que su familia, antes de convertirse al Islam, profesaba en Balkh la religión de los magos. Y se dice que en la expedición al Khorassán, cuna primitiva de sus favoritos, Al-Raschid había notado que Yahía y sus hijos hacían todo lo posible por impedir la destrucción de los templos y monumentos de los magos. Y desde entonces tuvo sus sospechas, que se agravaron, por consiguiente, cuando vió a los Barmakidas tratar con dulzura, en cualquier circunstancia, a los herejes de todas clases, sobre todo a sus enemigos personales los gauros y los zanadikah, y a otros disidentes y réprobos. Y lo que hace sustentar esta opinión, además de los otros motivos ya enunciados, es que, inmediatamente después de la muerte de Al-Raschid, estallaron en Bagdad trastornos religiosos de una gravedad sin precedente, y estuvieron a punto de dar un golpe fatal a la ortodoxia musulmana.

Pero, aparte de todos los motivos, la causa más probable del fin de los Barmakidas es la que nos expone el cronista lbn-Khillikán e Ibn El-Athir. Dicen:

Era en los tiempos en que Giafar, hijo de Yahía el Barmakida, estaba tan apegado al corazón del Emir de los Creyentes, que el califa había hecho confeccionar aquel manto doble, en el que se envolvía con Giafar como si ambos no fuesen más que un solo hombre. Y tan grande era aquella intimidad, que el califa ya no podía separarse de su favorito, y sin cesar quería verle junto a él.

"Pero Al-Raschid quería de una manera extraordinaria a su propia hermana Abbassah, joven princesa adornada de todos los dones, la mujer más notable de su época. Y entre todas las mujeres de su familia y de su harén, era ella la más cara al corazón de Al-Raschid, que no podía vivir sino junto a ella, como si fuese un Giafar mujer. Y estas dos amistades hacían su dicha; pero las necesitaba reunidas, gozando de ellas simultáneamente: porque la ausencia de una destruía el encanto que experimentara con la otra. Y si Giafar o Abbassah no estaban con él, no tenía más que una alegría incompleta, y sufría. Por eso necesitaba a la vez a sus dos amigos. Pero nuestras leyes santas prohíben al hombre, cuando no es pariente cercano, mirar a la mujer de quien no es marido: y prohíben a la mujer que deje ver su rostro a un hombre que le sea extraño. Quebrantar estas prescripciones es un gran deshonor, una vergüenza, una ofensa al pudor de la mujer. Así es que Al-Raschid, que era un riguroso observante de la ley encargada a su custodia; no podía tener junto así a sus dos amigos sin forzarles a un azoramiento fatigoso y a una posición difícil e inconveniente.

"Por eso, queriendo transformar una situación que le coartaba y le disgustaba, se decidió un día a decir a Giafar: "¡Oh Giafar, amigo mío! no tengo alegría verdadera, sincera y completa más que en tu compañía y en la de mi bienamada hermana Abbassah. Pero como vuestra respectiva posición me azora y os azora, quiero casarte con Abbassah, a fin de que en lo sucesivo podáis hablaros ambos junto a mí sin inconveniente, sin motivo de escándalo y sin pecar. Pero os pido encarecidamente que no os reunáis jamás, ni siquiera por un instante, fuera de mi presencia. Porque no quiero que haya entre vosotros más que la formalidad y la apariencia del matrimonio legal; pero no quiero que el matrimonio tenga consecuencias que puedan lesionar en su herencia califal a los nobles hijos de Abbas". Y Giafar se inclinó ante este deseo de su señor, y contestó con el oído y la obediencia. Y fue preciso aceptar aquella condición singular. Y se pronunció y sancionó legalmente el matrimonio.

Así, pues, según las condiciones impuestas, ambos jóvenes esposos sólo se veían en presencia del califa, y nada más. Y aun entonces, apenas se cruzaban sus miradas a veces. En cuanto a Al-Raschid, disfrutaba plenamente de la doble amistad tan viva que sentía por aquella pareja, a quien torturaría en lo sucesivo, sin sospecharlo siquiera. Porque ¿desde cuándo ha podido el amor obedecer a las exigencias de los censores...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.