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Las mil y una noches:341

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Las mil y una noches - Tomo III
de Anónimo
Capítulo 341: Y cuando llegó la 347ª noche


Y CUANDO LLEGO LA 347ª NOCHE

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Ella dijo:

"¡...Córtame, entonces, la cabeza, mi señor! ¡Quizá sea lo único que disipe tu hastío!"

Al oír estas palabras. Al-Raschid se echó a reír a carcajadas; luego dijo: "¡Mira, Massrur, puede que lo haga algún día! ¡Pero ahora ve a ver si todavía hay en el vestíbulo alguien que verdaderamente sea agradable de aspecto y de conversación!" Entonces salió a ejecutar la orden Massrur, y volvió enseguida para decir al califa: "¡Oh Emir de los Creyentes! no encontré ahí fuera más que a este viejo de mala índole, que se llama Ibn Al-Mansur!"

Y preguntó Al-Raschid: "¿Qué Ibn Al-Mansur? ¿Es acaso Ibn Al-Mansur el de Damasco?" El jefe de los eunucos dijo: "¡Ese mismo viejo malicioso!" Al-Raschid dijo: "¡Hazle entrar cuanto antes!" Y Massrur introdujo a Ibn Al-Mansur, que dijo: "¡Sea contigo la zalema, ¡oh Emir de los Creyentes!"

El califa le devolvió la zalema y dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur! ¡Ponme al corriente de una de tus aventuras!" El otro contestó: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¿Debo entretenerte con la narración de algo que yo haya visto, o solamente con el relato de algo que haya oído?" El califa contestó: "¡Si viste alguna cosa asombrosa, date prisa a contármela, porque las cosas que se vieron son siempre preferibles a las que se oyeron contar!"

El otro dijo: "¡Entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! presta oído y otórgame una atención simpática!" El califa contestó: "¡Ya Ibn Al-Mansur! ¡Heme aquí dispuesto a escucharte con mis oídos, a verte con mis ojos y a otorgarte de todo corazón una atención simpática!"

Entonces dijo Ibn Al-Mansur: "Has de saber, ¡oh Emir de los Creyentes! que todos los años iba yo a Bassra para pasar algunos días junto al emir Mohammad Al-Haschami, lugarteniente tuyo en aquella ciudad. Un año en que fui a Bassra como de costumbre, al llegar a palacio vi al emir que se disponía a montar a caballo para ir de caza. Cuando me vio, no dejó, tras las zalemas de bienvenida, de invitarme a que le acompañara; pero yo le dije: "Dispénsame, señor, pues la sola vista de un caballo me para la digestión, y a duras penas puedo tenerme en un burro. ¡No voy a ir de caza en burro!" El emir Mohammad me excusó, puso a mi disposición todo el palacio, y encargó a sus oficiales que me sirvieran con todo miramiento y no dejasen que careciera yo de nada mientras durase mi estancia. Y así lo hicieron.

Cuando se marchó, me dije: "¡Por Alah! Ya Ibn Al-Mansur, he aquí que hace años y años que vienes regularmente desde Bagdad a Bassra, y hasta hoy te contentaste con ir del palacio al jardín y del jardín al palacio como único paseo por la ciudad. No basta eso para que te instruyas. Ahora puedes distraerte, trata, pues, de ver por las calles de Bassra alguna cosa interesante. ¡Por cierto que nada ayuda a la digestión tanto como andar; y tu digestión es muy pesada; v engordas y te hinchas como una ostra!"

Entonces obedecí a la voz de mi alma ofuscada por mi gordura, y me levanté al punto, me puse mi traje más hermoso, y salí del palacio con objeto de andar un poco a la ventura, de aquí para allá.

Por lo demás, ya sabes, ¡oh Emir de los Creyentes! que en Bassra hay setenta calles, y que cada calle tiene una longitud de setenta parasangas del Irak. Así es que, al cabo de cierto tiempo, me vi de pronto perdido en medio de tantas calles, y en mi perplejidad hube de andar más de prisa, sin atreverme a preguntar el camino por miedo de quedar en ridículo. Aquello me hizo sudar mucho; y también sentí bastante sed; y creí que el sol terrible iba sin duda a liquidar la grasa sensible de mi piel.

Entonces me apresuré a tomar la primera bocacalle para buscar algo de sombra, y de este modo llegué a un callejón sin salida, por donde se entraba a una casa grande de muy buena apariencia. La entrada medio oculta por un tapiz de seda roja, daba a un gran jardín que había delante de la casa. A ambos lados aparecían bancos de mármol sombreados por una parra, lo que me incitó a sentarme para tomar aliento.

Mientras me secaba la frente, resoplando de calor, oí que del jardín llegaba una voz de mujer, que cantaba con aire lastimero estas palabras:

¡Desde el día en que me abandonó mi gamo joven, se ha tornado mi corazón en asilo de dolor!
¿Acaso, como él cree, es un pecado tan grande dejarse amar por las muchachas?

Era tan hermosa la voz que cantaba y tanto me intrigaron las palabras aquellas, que dije para mí: "¡Si la poseedora de esta voz es tan bella como este canto hace suponer, es una criatura maravillosa!" Entonces me levanté y me acerqué a la entrada, cuyo tapiz levanté con cuidado, y miré poco a poco para no despertar sospechas. Y advertí en medio del jardín a dos jóvenes, de las cuales parecía ser el ama una y la esclava la otra. Y ambas eran de una belleza extraordinaria.

Pero la más bella era precisamente quien cantaba; y la esclava la acompañaba con un laúd. Y yo creí ver a la misma luna que hubiese descendido al jardín en su decimocuarto día, y me acordé entonces de estos versos del poeta:

¡Babilonia la voluptuosa brilla en sus ojos que matan con sus pestañas, más curvadas seguramente que los alfanjes y que el hierro templado de las lanzas!

¡Cuando caen sus cabellos negros sobre su cuello de jazmín, me pregunto si viene a saludarla la noche!

¿Son dos breves esferas de marfil lo que hay en su pecho, o son dos granadas, o son sus senos? ¿Y qué es lo que de tal modo ondula bajo su camisa? ¿Es su talle, o es arena movible?

Y también me hizo pensar en estos versos del poeta:

¡Sus párpados son dos pétalos de narciso; su sonrisa es como la aurora, su boca está sellada por los dos rubíes de sus labios deliciosos y bajo su túnica se mecen todos los jardines del paraíso.'

Entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! no pude por menos de exclamar: "¡Ya Alah! ¡ya Alah!" Y permanecí allí inmóvil, comiendo bebiendo con los ojos encantos tan milagrosos. Así es que, al volver cabeza hacia donde yo estaba, me vio la joven, y bajó vivamente el velillo de su rostro; luego, dando muestras de gran indignación, me mandó a la esclava tañedora de laúd, que se me acercó, y después de arañarme, me dijo: "¡Oh jeique! ¿no te da vergüenza mirar así en su cara a las mujeres? ¿Y no te aconsejan tu barba blanca y tu vejez el respeto para las cosas honorables!" Yo contesté en alta voz para que me oyera la joven sentada: "Tienes razón, ¡oh mi dueña! y mi vejez es notoria, pero con lo que respecta a mi vergüenza, ya es otra cosa...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.