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Las mil y una noches:657

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Las mil y una noches - Tomo IV
de Anónimo
Capítulo 657: Historia del joven Nur y de la Franca Heroica


HISTORIA DEL JOVEN NUR Y DE LA FRANCA HEROICA

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Y dijo Schehrazada:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y el pasado de la edad y del momento, había en el país de Egipto un hombre entre los notables, llamado Corona, que se pasó la vida viajando por tierra y por mar, por islas y desiertos, y por comarcas conocidas y desconocidas, sin temor ni peligros, ni fatigas, ni tormentos, y afrontando riesgos tan horribles, que con oírlos solamente, hasta a los niños se les pondrían blancos del todo los cabellos. Pero, rico ya, dichoso y respetado, el mercader Corona había renunciado a los viajes para vivir dentro de su palacio en la serenidad, sentado a su gusto en el diván y con la frente ceñida por su turbante de muselina blanca inmaculada. Y nada le faltaba para la satisfacción de sus deseos. Porque los palacios de reyes y sultanes no podían competir en magnificencia con los aposentos de él, con sus armarios y sus cofres, llenos de suntuosidades, de trajes de Mordín, de telas de Baalbeck, de sedas de Homs, de armas de Damasco, de brocados de Bagdad, de gasas de Mossul, de mantos del Magreb y bordados de la India. Y poseía gran número de esclavos negros y esclavos blancos, mamelucos turcos, concubinas, eunucos, caballos de raza y mulas, camellos de la Bactriana y dromedarios de carrera, mozuelos de Grecia y de Siria, jovenzuelas de Circasia, eunucos pequeños de Abisinia, y mujeres de todos los países. Y por tanto, era sin duda alguna el mercader más satisfecho y más honrado de su tiempo.

Pero el bien más preciado y la cosa más espléndida que poseía el mercader Corona, lo constituía su propio hijo, joven de catorce años, que era indiscutiblemente, y con mucho, más hermoso que la luna en su decimocuarto día. Pues nada, ni la lozanía de la primavera, ni los ramajes flexibles del árbol ban, ni la rosa en su cáliz, ni el alabastro transparente, igualaba a la delicadeza de su adolescencia feliz, a la soltura de sus andares, a los tiernos colores de su rostro y a la blancura pura de su cuerpo encantador. Y por cierto que, inspirado en sus perfecciones, le ha cantado así el poeta:

¡Mi joven amigo, que tan hermoso es!, me ha dicho: "¡Oh poeta! ¡te falta elocuencia!" Yo le digo: "¡Oh mi señor! ¡la elocuencia nada tiene que hacer en nuestro caso! ¡Tú eres el rey de la belleza, y en ti es todo igualmente perfecto!
¡Pero -si se me permite tener una preferencia- ¡oh, qué hermosa es en tu mejilla esa mancha negra, gota de ámbar sobre una mesa de mármol blanco! ¡Y he aquí los alfanjes de tus pupilas, que declaran la guerra a los indiferentes!"


Y ha dicho otro poeta:

¡En el rumor de un combate, pregunté a los que se mataban: "¿Por qué vertéis esa sangre?" Me dijeron: "¡Por los hermosos ojos del adolescente!"


Y ha dicho un tercero:

¡Por sí mismo viene él a visitarme, y al verme todo conmovido y turbado, dice: "¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?" Yo le digo: "¡Aleja las flechas de tus ojos adolescentes!"


Y ha dicho otro:

¡Lunas y gacelas vienen a competir con él en encantos y en belleza; pero yo les digo: "¡Oh gacelas! ¡huid pronto y no os comparéis con ese cervatillo! ¡Y vosotras, ¡oh lunas! absteneos! ¡Son inútiles todos vuestros esfuerzos!"


Y ha dicho otro:

¡Esbelto jovenzuelo! ¡Lo negro de su cabellera y la blancura de su frente sumen respectivamente al mundo en la noche y en el día!
¡Oh! ¡No despreciéis el grano de belleza de su mejilla! ¡No es hermosa en su rojo esplendor la tierna anémona más que a causa de la gota negra que adorna su corola!


Y ha dicho otro:

¡Al contacto de su rostro, se purifica el agua de la belleza! ¡Y sus párpados suministran a los arqueros flechas para traspasar el corazón de sus enamorados! Pero loadas sean tres perfecciones; ¡su belleza, su gracia y mi amor!
¡Sus ropas ligeras dibujan los contornos de sus graciosas nalgas, cual nubes transparentes dejan divisar la dulce imagen de la luna! Loadas sean estas tres perfecciones: ¡sus ropas ligeras, sus graciosas nalgas y mi amor!
¡Negras son las pupilas de sus ojos, negra la mancha que adorna su mejilla, y también negras mis lágrimas! ¡Loadas sean por su perfecta negrura!
¡Su frente, las facciones tan finas de su rostro y mi cuerpo consumido por su amor, se asemejan al final del cuarto creciente de la luna: ellas, por su brillo, y mi cuerpo consumido, por la forma. ¡Loadas sean sus perfecciones!
¡Aunque están empapadas con mi sangre, no han envejecido sus pupilas y siguen siendo suaves como el terciopelo! ¡Loadas sean por tres veces sus pupilas!
¡El día de nuestra unión aplacó él mi sed con la pureza de sus labios y de su sonrisa! ¡Ah! ¡yo le doy, en cambio, para que use de ella a discreción, mis bienes, mi sangre y mi vida! ¡Y loados sean por siempre sus labios puros y su sonrisa!


Finalmente, ha dicho un poeta, entre otros mil que le han cantado:

¡Por los arcos abovedados que resguardan sus ojos, y por sus ojos, que disparan los dardos encantadores de sus visuales;
Por sus formas delicadas; por la cortante cimitarra de sus miradas; por la suprema elegancia de su porte; por el color de su negra cabellera;
Por sus ojos lánguidos que arrebatan el sueño y dictan la ley en el imperio del amor;
Por los bucles de sus cabellos, comparables a escorpiones, que clavan en los corazones dardos de desesperación;
Por las rosas y los lirios que florecen en sus mejillas; por los rubíes de sus labios, en que brilla la sonrisa; por sus dientes de perlas deslumbrantes;
Por el suave olor de sus cabellos; por los ríos de vino y de miel que fluyen de su boca cuando habla;
Por la rama de su talle flexible; por su andar ligero; por su grupa fastuosa, que tiembla cuando anda o cuando está en reposo;
Por la seda de su piel de albaricoque; por las gracias y la elegancia que acompañan a sus pasos;
Por la afabilidad de sus maneras, el sabor de sus palabras, la nobleza de su nacimiento y la cuantía de su fortuna;
¡Por todos estos raros dones, juro que el sol de mediodía es menos resplandeciente que su rostro; que la luna nueva no es más que una recortadura de sus uñas; que el olor del almizcle es menos dulce que su aliento, y que la brisa embalsamada roba el perfume de su cabellera!

Y he aquí que un día en que el admirable joven, hijo de Corona el mercader, estaba sentado en la tienda de su padre, algunos jóvenes amigos suyos fueron a charlar con él, y le propusieron...


En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.