Las mil y una noches:688
Y CUANDO LLEGO LA 721ª NOCHE
[editar]La pequeña Doniazada, hermana de Schehrazada, se levantó de la alfombra en que estaba acurrucada y exclamó: "¡Oh hermana mía! ¡cuán dulces y amables y sabrosas en su frescura son tus palabras!" Y dijo Schehrazada, besando en los ojos a su hermana: "¡Sí! pero ¿qué es lo anterior comparado con lo que voy a contar esta noche, siempre que me lo permita este rey bien educado y dotado de buenas maneras? Y dijo el rey Schahriar: "¡Permitido!"
Entonces Schehrazada continuó así:
"... El joven Zein cogió un azadón y fué al subterráneo, situado debajo del palacio. Y encendió una antorcha, y a aquella claridad empezó por golpear el suelo del subterráneo con el mango de su azadón, y de tal suerte acabó por percibir una resonancia profunda. Y se dijo "¡Ahí es donde tengo que cavar!" Y se puso a cavar de firme; y levantó más de la mitad de las baldosas del pavimento sin dar con la menor apariencia del tesoro. Y dejó la tarea para descansar, y apoyándose contra el muro, pensó: "¡Por Alah! ¿y desde cuándo, sultán Zein, necesitas correr detrás de tu destino y buscarlo hasta en las profundidades de la tierra, en vez de esperarlo sin preocupaciones, sin fatigas y sin trabajo? ¿Es que no sabes que lo que pasó, pasado está y lo que se escribió, escrito está y deberá ocurrir?"
Sin embargo, cuando descansó un poco, continuó su tarea, quitando las baldosas sin muchas esperanzas; y he aquí que de repente dejó al descubierto una piedra blanca, que hubo de levantar; y debajo encontró una puerta que tenía puesto un candado de acero. Y rompió aquel candado a azadonazos y abrió la puerta.
Entonces se vió en lo alto una magnífica escalera de mármol blanco que daba acceso a una amplia sala cuadrada, toda de porcelana blanca de China y de cristal, y cuyo artesonado y techo y columnata eran de lapislázuli celeste. Y vió en aquella sala cuatro estrados de nácar, sobre cada uno de los cuales había diez ánforas grandes de alabastro y de pórfido alternadas. Y se preguntó: "¿Quién sabe qué contendrán estas hermosas ánforas? ¡Es muy probable que mi difunto padre hiciera que las llenaran de vino añejo, el cual ahora debe alcanzar los límites extremos de la excelencia!" Y así pensando, subió uno de los cuatro estrados, se acercó a una de las ánforas y quitó la tapa. Y ¡oh sorpresa! ¡oh alegría! ¡oh danza! vió que estaba llena de polvo de oro hasta el borde. Y para cerciorarse de ello mejor, metió el brazo sin poder llegar al fondo, y lo sacó todo dorado y reluciente de sol. Y se apresuró a quitar la tapa a otra ánfora y vió que estaba llena de dinares de oro y de zequíes de oro de todos tamaños. Y examinó una tras otra las cuarenta ánforas, y vió que todas las de alabastro estaban repletas de dinares y de zequíes de oro.
Al ver aquello, el joven Zein se dilató y se esponjó y se tambaleó y se convulsionó; luego se puso a gritar de alegría, y dejando su antorcha en una cavidad de la pared de cristal, inclinó hacia él una de las ánforas de alabastro, y se echó por la cabeza, por los hombros, por el vientre y por todas partes polvo de oro; y se bañó en ello con una voluptuosidad que no sintió nunca en los hammams más deliciosos. Y exclamó: "¡Vaya, vaya, sultán Zein! ¿con que querías coger el báculo del derviche y ya te disponías a recorrer los caminos de Alah mendigando? ¡Y he aquí que la bendición ha descendido sobre tu cabeza, porque no dudaste de la generosidad del Donador y derrochaste a mano abierta los primeros bienes que te dió! Refréscate, pues, los ojos y tranquiliza tu alma. ¡Y no temas poder agotar de nuevo los dones incesantes de Quien te ha creado!" Y al mismo tiempo inclinó todas las demás ánforas de alabastro, y vertió en la sala de porcelana el contenido. E hizo lo propio con las ánforas de pórfido, cuyos dinares y zequíes hacían estremecerse con sus caídas sonoras y sus tintineos los ecos de la porcelana y el armonioso cristal. Y sumergió su cuerpo amorosamente en medio de aquel amontonamiento de oro, en tanto que, a la luz de la antorcha, la sala blanca y azul unía el resplandor de sus paredes milagrosas a las fulgurantes chispas y las llamaradas gloriosas que escapábanse del seno de aquel incendio frío.
Cuando el joven sultán se bañó en oro de aquel modo, recreándose en ello para olvidar el recuerdo de la miseria que había amenazado su vida y le tuvo a punto de abandonar el palacio de sus padres, se levantó chorreando cascadas inflamadas, y más calmado ya, se puso a examinarlo todo con extremada curiosidad, asombrándose de que su padre el rey hubiese hecho abrir aquel subterráneo y construir en él aquella sala admirable tan secretamente, que nadie en el palacio oyó nunca hablar de semejante cosa. Y sus ojos atentos acabaron por notar en un rincón, escondido entre dos columnas, un minúsculo cofrecillo, semejante en un todo, aunque más pequeño, al que había encontrado en el armario del archivo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.