Las mil y una noches:689
PERO CUANDO LLEGO LA 722ª NOCHE
[editar]Ella dijo:
"... Y sus ojos atentos acabaron por notar en un rincón, escondido entre dos columnas, un minúsculo cofrecillo, semejante en un todo, aunque más pequeño, al que había encontrado en el armario del archivo. Y lo abrió, y encontró dentro una llave de oro incrustada de pedrerías. Y se dijo: "¡Por Alah! ¡Esta llave debe ser la que abre el candado que he roto!" Luego reflexionó y pensó: "El caso es que ¿cómo iba a cerrarse entonces el candado desde afuera? Esta llave, por consiguiente, debe servir para otra cosa". Y se puso a buscar por todas partes a ver si descubría para qué servía la llave. Y examinó con atención extremada todas las paredes de la sala, y acabó por encontrar, en medio de un testero, una cerradura. Y pareciéndole que sería la correspondiente a la llave que tenía él, la probó, y al punto cedió y se abrió de par en par una puerta. Y así pudo penetrar en otra sala, todavía más maravillosa que la anterior. Porque toda ella, desde el suelo hasta el techo, era de loza verde con labrados de oro, y se la creería tallada en esmeralda marina. Y verdaderamente, era tan hermosa en su desnudez de todo adorno, que en ningún sueño se hubiera imaginado otra parecida. Y en medio de aquella sala se mantenían de pie, bajo la bóveda, seis jóvenes como lunas y brillando de por sí con un brillo que iluminaba toda la sala. Y se erguían sobre pedestales de oro macizo; y no hablaban. Y encantado, a la vez que estupefacto, avanzó Zein hacia ellas para verlas más de cerca y hacerles su zalema; pero advirtió que no estaban vivas, sino que cada cual estaba hecha de un solo diamante.
Al ver aquello, exclamó Zein, en el límite del asombro: "¡Ya Alah! ¿cómo se arreglaría mi difunto padre para poseer semejantes maravillas?" Y las examinó aun con más atención, y observó que, erguidas sobre sus pedestales, rodeaban al séptimo pedestal, el cual permanecía sin ninguna joven cubierto con una tapicería de seda en que había escritas estas palabras:
¡Has de saber ¡oh hijo mío Zein! que me ha costado mucho trabajo adquirir estas jóvenes de diamante. Pero por más que sean maravillosas de belleza, no creas que son lo más admirable de la tierra. Porque existe una séptima joven, más brillante e infinitamente más bella, que las supera, y ella sola vale más que mil como las que estás viendo. Si anhelas, pues, verla y hacerla tuya para colocarla encima del séptimo pedestal que la aguarda, no tienes más que hacer aquello que la muerte no me permitió llevar a cabo. Ve a la ciudad de El Cairo y busca en ella a uno de mis antiguos criados llamado Mubarak, a quien no te costará ningún trabajo descubrir. Y después de las zalemas, cuéntale lo que te ha sucedido. Y te reconocerá como hijo mío y te conducirá hasta el sitio en que se halla esa incomparable joven. Y la adquirirás. ¡Y regocijará tu vista para el resto de tus días! ¡Uassalam, ya Zein!
Cuando el joven Zein hubo leído estas palabras, se dijo: "¡Ciertamente, me guardaré muy mucho de aplazar ese viaje a El Cairo! ¡Porque muy maravilloso ejemplar ha de ser la séptima joven para que mi padre me asegure que ella sola vale tanto como las reunidas aquí y otras mil análogas!" Y teniendo decidido partir, salió del subterráneo un instante para volver con una banasta que llenó de dinares y de zequíes de oro. Y la transportó a su aposento. Y se pasó parte de la noche llevando a sus habitaciones algo de aquel oro, sin que nadie notase sus idas y venidas. Y cerró la puerta del subterráneo, y subió a acostarse para descansar.
Pero al día siguiente convocó a sus visires, emires y grandes del reino, y les participó su intención de ir a Egipto para cambiar de aires. Y encargó para que gobernara el reino durante su ausencia a su gran visir, que era el mismo precisamente que tanto hubo de temer al palo en vista de la mala noticia anunciada. La escolta que debía acompañarle en el viaje estaba compuesta de un número reducido de esclavos, escogidos cuidadosamente. Y partió él sin pompa ni cortejo. Y Alah le escribió la seguridad, y llegó sin contratiempo a El Cairo.
Allí se apresuró a pedir noticias de Mubarak, y le dijeron que en El Cairo no conocían por este nombre más que a un rico mercader, síndico del zoco, que vivía con toda comodidad y holgura en su palacio, cuyas puertas estaban abiertas para los pobres y para los extranjeros. Y Zein se hizo conducir al palacio de aquel Mubarak, y se encontró a la puerta con gran número de esclavos y eunucos que, tras de avisar a su amo, se apresuraron a desearle la bienvenida. Y le hicieron pasar por un patio grande y atravesar una sala magníficamente adornada, en la cual le esperaba el amo de la casa sentado en un diván de seda. Y se retiraron.
Entonces avanzó Zein hacia su huésped, que levantóse en honor suyo y, después de las zalemas, le rogó que se sentara a su lado, diciéndole: "¡Oh mi señor! ¡La bendición entró en mi casa al mismo tiempo que tú!" Y le abrazó con gran cordialidad, y se guardó mucho de faltar a los deberes de hospitalidad y preguntándole su nombre y la causa que motivaba su presencia. Así es que fue Zein quien interrogó a su huésped, diciéndole: "¡Oh mi señor! aquí donde me ves, acabo de llegar de Bassra, que es mi país, en busca de un hombre llamado Mubarak, que en otro tiempo se contó entre los esclavos del difunto rey de quien soy hijo. Y si me preguntaras mi nombre, te diría que me llamo Zein. ¡Y ahora soy yo mismo el sultán de Bassra...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.