Las mil y una noches:750

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Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 750: y cuando llego la 786ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 786ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

"... y manipuló con él de manera tan experta, que el joven aprendió de pronto a declinar todos los casos sin vacilar, a poner el régimen pasivo en acusativo, y a exigir el régimen directo en su misión activa. ¡Y en aquella batalla de piernas y de muslos se portó con tanta valentía y tal maestría de choques de vaivén, que aquella noche fué la noche del gallo por excelencia! ¡Loores a Alah, que da alas al primer vuelo de los pájaros, que hace danzar al cabrón desde su nacimiento, que hace desarrollarse el cuello del león joven, que hace saltar al río brotando de la roca y que pone en el corazón de sus creyentes un instinto invencible y hermoso como el canto del gallo por la aurora!

Cuando por medio de aquel valiente justador, que acababa de romper el cascarón, la experta Halima hubo aplacado el ardor que la consumía, le dijo, entre mil caricias: "Sabe ¡oh fruto de mi corazón! que ya no podré pasarme sin ti. ¡Por tanto, no te creas que me bastarán una o dos noches, una o dos semanas, uno o dos meses, uno o dos años! Quiero pasarme contigo la vida entera, abandonando al esposo viejo y feo, y siguiéndote a tu patria. Escúchame, pues, y si me amas y te ha satisfecho la experiencia de esta noche, haz lo que voy a decirte. ¡Helo aquí!

Cuando mi anciano esposo te invite a cenar una vez más, contéstale: "¡Por Alah, tío mío, que Ibn-Adán es demasiado pesado por naturaleza, y tiene muy densa la sangre! ¡Y cuando reitera las visitas a casa de los demás, hace que se harten de él ricos y pobres! ¡Excúsame, por no poder aceptar tu graciosa oferta, pues temería cometer una indiscreción reteniéndote tres o cuatro noches fuera de tu harem!" Y tras de hablarle así, le rogarás que alquile para ti una casa en la vecindad nuestra, con pretexto de que así podréis veros cómodamente ambos y pasar juntos, por turno, parte de la noche, sin que ello resulte importuno para uno ni para otro. Desde luego, sé que mi marido vendrá a consultármelo, y le afirmaré en ese proyecto. ¡Y cuando lo realicemos, Alah se encargará de lo demás!" Y el joven Kamar contestó: "¡Oír es obedecer!" Y le juró conformarse con todos sus deseos, y para sellar su juramento, hizo con ella una repetición de regímenes todavía más detallada que la primera. Y en verdad que aquella noche funcionó con celo el báculo del peregrino sobre el camino allanado ya por la primera marcha del jinete.

Hecho lo cual, Kamar, por consejo de su enamorada, fué a tenderse junto al joyero, como si nada hubiese pasado. Y por la mañana, cuando los polvos antídotos despertaron al joyero, Kamar quiso despedirse de él, como tenía por costumbre. Pero el otro le retuvo a la fuerza, y le invitó a compartir con él una vez más la comida de la noche. Y Kamar no olvidó la recomendación de su enamorada, y no quiso aceptar la invitación del joyero pero le participó el plan concertado, y le dijo que era el único medio de no importunarse uno a otro en lo sucesivo. Y contestó el viejo joyero: "¡No hay inconveniente!" Y sin más tardanza se levantó y fué a alquilar la casa inmediata a la suya, la amuebló ricamente e instaló en ella a su joven amigo. Y por su parte, la experta Halima se cuidó de hacer practicar, con gran secreto, en la medianería, una abertura grande, que se disimulaba por ambos lados con un armario.

Así es que, al día siguiente, quedó Kamar extremadamente asombrado al ver entrar en su aposento a su enamorada, como si surgiera de lo invisible. Pero ella, tras de haberle colmado de caricias, le descubrió el misterio del armario, y acto seguido le hizo seña de que se dedicara a su oficio de gallo. Y Kamar se prestó a ello con diligencia y celeridad, y manejó siete veces seguidas el báculo del peregrino. Tras de lo cual, la joven Halima, húmeda aún del ardor satisfecho, sacó de su seno un puñal espléndido de la pertenencia de su esposo el joyero, que lo había labrado por sí mismo con el mayor cuidado y cuyo puño había adornado con hermosas piedras preciosas, y se lo entregó a Kamar, diciéndole: "Guárdate este puñal en el cinturón y preséntate en la tienda de Osta-Obeid, mi marido; enséñale el puñal y pregúntale si le gusta y cuánto vale. Y te preguntará cómo es que lo tienes; dile entonces, que, al pasar por el zoco de los armeros, has oído a dos hombres hablar entre sí y que uno de ellos decía al otro: "¡Mira el regalo que me ha hecho mi amante, que me da los objetos que pertenecen a su anciano marido, el más feo y el más repugnante de los maridos ancianos!" Y añade que, cuando se te acercó el hombre que así hablaba, le compraste el puñal. ¡Abandona la tienda luego y ven a toda prisa a casa, donde me encontrarás en el armario para recoger el puñal!" Y tomando el puñal, Kamar se presentó en la tienda del joyero, donde desempeñó el papel que le había indicado su amada.

Cuando el joyero vió el puñal y oyó las palabras de Kamar, se sintió muy turbado, y contestó con frases entrecortadas, como hombre a quien se le extravía la razón. Y al ver el estado del joyero, Kamar salió de la tienda y corrió a devolver el puñal a su amada, que ya le esperaba en el armario. Y le pintó el estado cruel y el desvarío en que hubo de dejar a su marido el joyero.

En cuanto al desdichado Osta-Obeid, corrió a su vez a la casa, presa de los tormentos de los celos y silbando cual una serpiente furiosa. Y entró, con los ojos fuera de las órbitas, gritando: "¿Dónde está mi puñal?" Y Halima aparentando el aire más inocente, contestó, abriendo unos ojos muy extrañados: "Está en su sitio, en la arquilla. ¡Pero, por Alah, que me guardaré de dártelo, ¡oh hijo del tío! porque veo que tienes extraviada la razón y temo que quieras herir con él a alguien!" Y el joyero insistió, jurando que no quería herir a nadie. Entonces, abriendo la arquilla, le presentó ella el puñal. Y exclamó él: "¡Oh, prodigio!" Ella preguntó: "Pues, ¿qué tiene de sorprendente?" El dijo: "¡Hace un instante creí ver este puñal en el cinturón de mi joven amigo!" Ella dijo: "¡Por mi vida! ¿has podido abrigar sospechas infundadas de tu esposa, ¡oh el más indigno de los hombres!?" Y el joyero le pidió perdón y se esforzó cuanto pudo por aplacar la cólera de la joven.

Y he aquí que, al día siguiente, Halima, tras de haber jugado con su amante una partida de ajedrez en siete asaltos, pensó de qué medio se valdría para hacer que el viejo joyero se divorciara de ella, y dijo a Kamar: "Ya has visto que el primer medio no nos ha dado resultado. Ahora voy a vestirme de esclava, y me conducirás a la tienda de mi marido. Y me levantarás el velo, diciéndole que acabas de comprarme en el mercado. ¡Y veremos si eso le abre los ojos!" Y se levantó y se vistió de esclava, efectivamente, y acompañó a su amante a la tienda de su marido. Y dijo Kamar al anciano joyero "Mira qué esclava acabo de comprar por mil dinares de oro. ¡A ver si te gusta!" Y así diciendo, le levantó el velo. Y el joyero creyó desmayarse al reconocer a su mujer, adornada con magníficas pedrerías labradas por él mismo y llevando en los dedos las sortijas que le había regalado Kamar. Y exclamó: "¿Cómo se llama esta esclava?" Y Kamar contestó: "¡Halima! " Y al oír estas palabras, el joyero sintió que se le secaba la garganta, y cayó de espaldas. Y Kamar y la joven se aprovecharon del desmayo para retirarse.

Cuando Osta-Obeid volvió de su desvanecimiento, corrió a su casa con todas sus fuerzas, y estuvo a punto de morirse de sorpresa y de espanto al encontrar a su esposa con el mismo atavío con que acababa de verla, y exclamó: "¡No hay fuerza y protección más que en Alah el Omnisciente!" Y ella le dijo: "Y bien, ¡oh hijo del tío! ¿de qué te asombras?" El dijo: "¡Alah confunda al Maligno! ¡Acabo de ver una esclava que ha comprado mi amigo y que parece ser tú misma, de tanto como se te asemeja!" Y Halima, fingiendo sofocarse de indignación, exclamó: "¿Cómo ¡oh calamitoso de barba blanca! te atreves a ultrajarme con sospechas tan vergonzosas? ¡Ve a convencerte por tus propios ojos, y corre a casa de tu vecino para ver si encuentras allí a la esclava!" El dijo: "¡Tienes razón! ¡No hay sospecha que ceda a semejante prueba!" Y bajó la escalera, y salió de su casa para ir a la de su amigo Kamar.

Y como había pasado por el armario, ya se encontraba allí Halima cuando entró su esposo. Y confuso ante tan gran parecido, el infortunado no supo más que murmurar: "¡Alah es grande! ¡El crea los juegos de la Naturaleza y cuanto le place!" Y regresó a su casa en el límite de la turbación y de la perplejidad; y al encontrar a su mujer como la había dejado, no pudo por menos de colmarla de elogios y pedirle perdón. Luego se volvió a su tienda.

En cuanto a Halima, fué a reunirse con Kamar, pasando por el armario, y le dijo: "¡Ya ves que no hay medio de abrir los ojos a ese padre de la barba vergonzosa! Ya sólo nos queda marcharnos de aquí sin tardanza. ¡He tomado mis medidas, y están prontos los camellos cargados, así como los caballos, y la caravana no espera a nadie más que a nosotros para partir!" Y se levantó, y envolviéndose en sus velos, le decidió a llevarla al sitio en que se hallaba la caravana. Y montaron ambos en los caballos que les aguardaban, y partieron. Y Alah les escribió la seguridad, y llegaron a Egipto sin ningún incidente desagradable.

Cuando llegaron a la casa del padre de Kamar, y el venerable mercader se enteró del regreso de su hijo, la alegría dilató todos los corazones, y Kamar fué recibido con lágrimas de dicha. Y cuando Halima entró en la casa, todos los corazones quedaron deslumbrados por su belleza. Y el padre de Kamar preguntó a su hijo: "¡Oh hijo mío! ¿es una princesa?" El joven contestó: "No es una princesa, sino aquella cuya hermosura motivó mi viaje. Pues de ella es de quien nos habló el derviche. ¡Y ahora me propongo casarme con ella conforme a la Sunnah y a la Ley!" Y contó a su padre, desde el principio hasta el fin, toda su historia. Pero no hay utilidad en repetirla.

Al saber aquella aventura de su hijo, el venerable mercader Abd el-Rahmán exclamó: "¡Oh hijo mío! ¡Sea contigo mi maldición en este mundo y en el otro si persistes en querer casarte con esa mujer salida del infierno! ¡Ah! ¡teme ¡oh hijo mío! que un día se conduzca contigo de manera tan desvergonzada como con su primer marido! ¡Mejor será que me dejes buscar para ti una esposa entre las jóvenes de buena familia!" Y le amonestó largamente, y le habló tan cuerdamente, que contestó Kamar: "Haré lo que deseas, ¡oh padre mío!" Y al oír estas palabras, el venerable mercader besó a su hijo y ordenó que al punto encerraran a Halima en un pabellón retirado, mientras tomaba una decisión con respecto a ella.

Tras de lo cual, se ocupó de buscar por toda la ciudad una esposa conveniente para su hijo. Y después de numerosos pasos dados por la madre de Kamar cerca de las mujeres de los notables y de los mercaderes ricos, se celebraron los esponsales de Kamar con la hija del kadí, la cual, sin duda, era la jovenzuela más bella de El Cairo. Y con aquel motivo, durante cuarenta días enteros no se escatimaron los festines, ni las iluminaciones, ni las danzas, ni los juegos. Y el último día tuvo lugar una fiesta reservada especialmente a los pobres, a quienes se cuidaron de invitar a sentarse en torno a las bandejas servidas para ellos con toda generosidad.

Y he aquí que Kamar, que por sí mismo vigilaba a los servidores durante aquel festín, advirtió entre los pobres a un hombre peor vestido que los más pobres y quemado del sol, llevando en su cara las huellas de prolongadas fatigas y de penas abrasadoras. Y al detener en él sus miradas para llamarle, reconoció al joyero Osta-Obeid. Y corrió a participar su descubrimiento a su padre, que le dijo: "¡Ha llegado el momento de reparar, en cuanto nos es posible, el daño que cometiste por instigación de la desvergonzada a quien he encerrado!" Y se adelantó al anciano joyero, que ya se disponía a alejarse, y llamándole por su nombre, le abrazó tiernamente y le interrogó acerca del motivo que habíale reducido a tal estado de pobreza. Y Osta-Obeid le contó que se había marchado de Bassra para que no se difundiese su aventura y no tuviesen ocasión de burlarse de él sus enemigos, pero en el desierto había caído en manos de bandoleros árabes, que le quitaron cuanto poseía. Y el venerable Abd el-Rahmán se apresuró a hacer que le condujeran al hammam, y después del baño que le vistieran con ricos trajes; luego le dijo: "¡Eres mi huésped, y te debo verdad! Sabe, pues, que tu esposa Halima está aquí, encerrada por orden mía en un pabellón retirado. Y pensaba devolvértela con escolta a Bassra pero ya que Alah te condujo hasta aquí, es porque, de antemano, estaba señalada la suerte de esa mujer. Voy, pues, a conducirte a su aposento, y la perdonarás o la tratarás como se merezca. Porque no debo ocultarte que conozco toda la penosa aventura, de que es única culpable tu mujer; pues el hombre que se deja seducir por una mujer no tiene nada que reprocharse, dado que no puede resistir al instinto que Alah ha infundido en él; pero la mujer no está constituida de igual manera, y si no rechaza la aproximación y el ataque de los hombres, siempre será culpable.

¡Ah! ¡hermano mío, se necesita gran acopio de sabiduría y paciencia en el hombre que posee una mujer!" Y dijo el joyero: "¡Tienes razón, hermano mío! Mi mujer es la única culpable en este caso. Pero ¿dónde está? Y dijo el padre de Kamar: "¡En ese pabellón que ves delante de ti, y cuyas llaves aquí tienes!" Y el joyero cogió las llaves con gran alegría y fué al pabellón, cuyas puertas hubo de abrir, y entró en el aposento de su mujer. Y avanzó hacia ella sin decir una palabra, y echándola de repente al cuello las dos manos, la estranguló, exclamando: "¡Mueran así las desvergonzadas de tu especie...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.