Las mil y una noches:754
LAS LLAVES DEL DESTINO
[editar]He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el califa Mohammad ben-Theilún, sultán de Egipto, era un soberano tan mesurado y bueno como cruel y opresor fué su padre Theilún. Porque, lejos de obrar como éste, torturando a sus súbditos con objeto de que pagasen tres y cuatro veces los mismos impuestos, y haciendo que les administrasen palizas para obligarles a desenterrar los pocos dracmas que guardaban bajo tierra por temor a los recaudadores, se apresuró a hacer que renaciera la tranquilidad y de nuevo se aposentara entre su pueblo la justicia. Y los tesoros que su padre Theilún había acumulado a fuerza de violencia los empleaba él en proteger a los poetas y a los sabios, en recompensar a los valientes y en acudir en ayuda de los pobres y de los desgraciados. Así es que Alah el Retribuidor hizo que todo saliese bien bajo el reinado bendito de aquel rey; pues jamás fueron tan regulares y abundantes las crecidas del Nilo, jamás las mieses fueron tan ricas y multiplicadas, jamás estuvieron tan verdes los campos de alfalfa y de altramuz y jamás los mercaderes vieron afluir a sus tiendas tanto oro.
Un día entre los días el sultán Mohammad hizo ir a su presencia a todos los dignatarios de su palacio para interrogarles, por turno, acerca de sus funciones, de sus servicios pretéritos y de la paga que recibían del tesoro. Porque de tal suerte quería enterarse por sí mismo de su conducta y de sus medios de existencia, diciéndose: "Si veo que alguno tiene un empleo penoso y una paga ligera, disminuiré su trabajo y aumentaré su sueldo pero si veo que uno tiene una paga considerable y un empleo fácil, disminuiré su sueldo y aumentaré su trabajo".
Y los primeros que se presentaron entre sus manos fueron sus visires, que eran cuarenta, todos ancianos venerables, con luengas barbas blancas y rostro marcado por la sabiduría. Y llevaban a la cabeza tiaras enturbantadas, enriquecidas con piedras preciosas; y se apoyaban en largas pértigas con remate de ámbar, signo de su poder. Luego llegaron los walíes de provincias los jefes del ejército y cuantos, de cerca o de lejos, tenían que mantener la tranquilidad y hacer justicia. Y unos tras de otros, se arrodillaron y besaron la tierra entre las manos del califa, que les interrogó largamente, y les retribuyó o destituyó con arreglo a lo que opinaba de sus méritos.
Y el último que se presentó fué el eunuco portaalfanje, ejecutor de la justicia. Y aunque estaba gordo, como hombre bien alimentado que no tiene nada que hacer, ofrecía un aspecto muy triste y en vez de ir orgullosamente con su alfanje desnudo al hombro, llevaba la cabeza baja y tenía el alfanje envainado. Y cuando estuvo entre las manos del sultán Mohammad ben-Theilún, besó la tierra y dijo: "¡Oh señor nuestro y corona de nuestra cabeza! ¡he aquí que por fin va a lucir el día de la justicia para el esclavo ejecutor de la justicia! ¡Oh mi señor, oh rey del tiempo! desde la muerte de tu difunto padre, el sultán Theilún (¡Alah lo tenga en Su misericordia!), he visto disminuir día por día las ocupaciones de mi cargo y desaparecer el provecho que me proporcionaban. Y mi vida, que antaño era dichosa, transcurre ahora aburrida e inútil. Y si el Egipto continúa de tal suerte gozando de tranquilidad y de abundancia, corro mucho riesgo de morirme de hambre, no dejando ni siquiera lo preciso para que me compren un sudario (¡Alah prolongue la vida de nuestro señor!)".
Cuando el sultán Mohammad ben-Theilún hubo oído estas palabras de su portaalfanje, reflexionó durante un buen rato, y comprendió que tales quejas eran justificadas, porque el provecho mayor que su cargo le producía al verdugo no procedía de su paga, que era poco considerable, sino de los dones y herencias que sacaba de quienes ejecutaba.
Y exclamó: "¡De Alah venimos y a El retornaremos! ¡Verdad es que la dicha de todos es una ilusión, y que lo que ocasiona la alegría de uno hace correr las lágrimas de otro! ¡Oh portaalfanje! ¡tranquiliza tu alma y refresca tus ojos, pues en adelante, para ayudarte a subsistir, ahora que casi no se retribuyen tus funciones, recibirás cada año doscientos dinares de emolumentos! ¡Y haga Alah que, durante todo mi reinado permanezca siendo tu alfanje tan inútil como lo es en este momento y se cubra con el orín pacífico de reposo!" Y el portaalfanje besó la orla del traje del califa y se volvió a su sitio. He narrado lo anterior para demostrar qué soberano tan justo y clemente era el sultán Mohammad.
Cuando ya iba a levantarse la sesión, el sultán divisó, detrás de las filas de dignatarios, a un jeique de edad, con la cara llena de arrugas y cargado de espaldas, que aun no había sido interrogado. Y le hizo seña de que se acercara, y le preguntó cuál era su empleo en el palacio. Y el jeique contestó: "¡Oh rey del tiempo! mi empleo se reduce sencillamente a vigilar un cofrecillo que me fué entregado; para su custodia, por tu padre el difunto sultán. ¡Y por este empleo se me dan del tesoro todos los meses diez dinares de oro!" Y el sultán Mohammad se asombró de aquello, y dijo: "¡Oh jeique! ¡ése es un sueldo muy crecido para un empleo tan descansado! Pero ¿qué hay en el cofrecillo?" El otro contestó: "¡Por Alah, ¡oh señor nuestro! que hace cuarenta años que lo guardo, e ignoro lo que contiene!" Y dijo el sultán: "¡Ve a traerlo cuanto antes!" Y el jeique se apresuró a ejecutar la orden.
Y he aquí que el cofrecillo que el jeique llevó al sultán era de oro macizo y estaba ricamente labrado. Y por orden del sultán, lo abrió el jeique por primera vez. Pero no contenía más que un manuscrito trazado con letras brillantes sobre piel de gacela teñida de púrpura. Y en el fondo había un poco de tierra roja.
Y el sultán cogió el manuscrito de piel de gacela, que estaba escrito en caracteres brillantes, y quiso leer lo que decía. Pero, aunque se hallaba muy versado en la escritura y en las ciencias, no pudo descifrar ni una sola palabra de los caracteres desconocidos que había trazados en él. Y ni los visires ni los ulemas que estaban presentes lograron un resultado mejor. Y el sultán hizo ir, unos tras otros, a todos los sabios afamados de Egipto, Siria, Persia e Indias; pero ninguno de ellos pudo decir siquiera en qué lenguaje estaba escrito aquel manuscrito. Porque, por lo general, los sabios no son más que pobres ignorantes con sus grandes turbantes por toda ciencia.
Entonces el sultán Mohammad hizo publicar por todo el imperio que otorgaría la mayor de las recompensas a quien pudiera solamente indicarle un hombre lo bastante instruido para descifrar los desconocidos caracteres.
Poco tiempo después de la publicación de aquel aviso; se presentó en la audiencia del sultán un anciano de turbante blanco, y después de obtener permiso para hablar, dijo: "¡Alah prolongue la vida de nuestro amo el sultán! ¡El esclavo que está entre tus manos es un antiguo servidor de tu padre, el difunto sultán Theilún, y hoy mismo acaba de volver del destierro a que había sido condenado! ¡Alah tenga en su compasión al difunto, que me condenó a verme relegado! ¡Pero me presento entre tus manos ¡oh señor soberano nuestro! para decirte que sólo un hombre puede leer el manuscrito de piel de gacela! Y es su dueño legítimo, el jeique Hassán Abdalah, hijo de El-Aschar, que hace cuarenta años fué arrojado a un calabozo por orden del difunto sultán. ¡Y sólo Alah sabe si gemirá él allá aún o si estará muerto!" Y el sultán preguntó: "¿Por qué motivo se encerró en un calabozo al jeique Hassan Abdalah?"
El otro contestó: "¡Porque el difunto sultán quería obligar por fuerza al jeique a leerle el manuscrito, después que le desposeyó de él!"
Al oír estas palabras, el sultán Mohammad al punto envió a los jefes de los guardias a visitar todas las prisiones, con la esperanza de encontrar en ellas al jeique Hassán Abdalah vivo todavía, y hacerle salir de allí. Y quiso la suerte que aún estuviese vivo el jeique. Y los jefes de los guardias, por orden del sultán, le vistieron con un traje de honor, y le llevaron entre las manos de su amo. Y el sultán Mohammad vió que el prisionero era un hombre de aspecto venerable y de rostro dolorido por los sufrimientos. Y se levantó en honor suyo, y le rogó que perdonara el injusto trato que le había hecho sufrir su padre, el califa Theilún. Luego le hizo sentarse junto a él, y entregándole el manuscrito de piel de gacela, le dijo: "¡Oh venerable jeique! ¡no quiero guardar por más tiempo este objeto que no me pertenece, aunque por él poseyera todos los tesoros de la tierra!"
Al oír estas palabras del sultán, el jeique Hassán Abdalah vertió abundantes lágrimas, y volviendo hacia el cielo las palmas de las manos, exclamó: "¡Señor, fuente de toda sabiduría eres Tú, que en el mismo suelo haces brotar el veneno y la planta salutífera! ¡En el fondo de un calabozo pasé cuarenta años de mi vida, y he aquí que es al hijo de mi opresor a quien ahora tengo que agradecer el morir al sol! ¡Señor, loores y gloria a Ti, cuyos decretos son insondables!"
Luego se encaró con el sultán, y dijo: "¡Oh amo, nuestro soberano! ¡lo que rehusé a la violencia se lo concedo a la bondad! ¡Este manuscrito, para la posesión del cual arriesgué varias veces mi vida, te pertenece como propiedad legítima en lo sucesivo! ¡Es el principio y fin de toda ciencia, y el único bien que traje de la ciudad de Scheddad ben-Aad, la ciudad misteriosa donde no puede entrar ningún humano, Aram-de-las-columnas!"
El califa abrazó al anciano, y le dijo: "¡Oh padre mío! ¡por favor, apresúrate a decirme lo que sepas con respecto a ese manuscrito de piel de gacela y a la ciudad de Scheddad ben-Aad, Aram-de-las-columnas!" Y contestó el jeique Hassán Abdalah: "¡Oh rey! la historia de este manuscrito es la historia de toda mi vida. ¡Y si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de lección a quien la leyera con respeto!" Y contó:
"Has de saber ¡oh rey del tiempo! que mi padre era uno de los mercaderes más ricos y más respetados de El Cairo. Y yo soy su hijo único. Y mi padre no escatimó nada para mi instrucción, y me dió los mejores maestros de Egipto. Así que a los veinte años ya era yo famoso entre los ulemas por mi saber y mis conocimientos en los libros de los antiguos. Y queriendo regocijarme con mis bodas, mi padre y mi madre me dieron por esposa a una joven virgen de ojos llenos de estrellas, de talle flexible y gracioso, y gacela por la elegancia y la ligereza. Y mis bodas fueron magníficas. Y pasé con mi esposa días de tranquilidad y noches de ventura. Y de tal suerte viví diez años tan hermosos como la primera noche nupcial.
Pero ¡oh mi señor! ¿quién puede saber lo que le reserva la suerte del mañana? Al cabo de aquellos diez años, que pasaron como el sueño de una noche tranquila., fuí presa del Destino, y todos los azotes cayeron a la vez sobre la dicha de mi casa. Porque en el transcurso de unos días, la peste hizo perecer a mi padre, el fuego devoró mi casa y las aguas del mar se tragaron a los navíos que traficaban a lo lejos con mis riquezas. Y pobre y desnudo como el niño al salir del seno de su madre, no tuve más recurso que la misericordia de Alah y la piedad de los creyentes. Y hube de frecuentar el patio de las mezquitas con los mendigos de Alah; y vivía en la compañía de los santones de hermosas palabras. Y en los días peores me ocurría con frecuencia volver sin un pedazo de pan a mi albergue, y después de haber ayunado toda la jornada, no tener nada que comer por la noche. Y sufría en extremo con mi propia miseria y la de mi madre, de mi esposa y de mis hijos.
Un día en que Alah no había enviado ninguna limosna a su mendigo, mi esposa se quitó su último vestido y me lo entregó llorando, y me dijo: "Ve a ver si lo vendes en el zoco, a fin de comprar a nuestros hijos un pedazo de pan". Y cogí el vestido de la mujer, y salí para ir a venderlo a la salud de nuestros hijos ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.