Las mil y una noches:757
PERO CUANDO LLEGO LA 791ª NOCHE
[editar]Ella dijo
"¡Ya Hassán Abdalah ahora es cuando tienes ocasión de probarme si realmente me guardas alguna gratitud! Porque deseo que esta noche asciendas a esa montaña, y cuando hayas llegado a la cima, esperes allí la salida del sol. Entonces, de pie, mirando a oriente, recitarás la plegaria de la mañana; luego bajarás: ¡Y ése es el servicio que te pido! Pero guárdate bien de dejarte sorprender por el sueño, ¡oh hijo de El-Aschar! Pues las emanaciones de esta tierra son en extremo malsanas, y tu salud se resentiría de ello sin remedio!"
Entonces, ¡oh mi señor! a pesar de mi estado de fatiga excesiva y de mis sufrimientos de toda especie, contesté con el oído y la obediencia, porque no me olvidaba de que el beduino había dado el pan a mis hijos, a mi esposa y a mi madre; y también se me ocurrió que, si acaso yo me negara a prestarle aquel extraño servicio, me abandonaría él en aquellos lugares salvajes.
Poniendo mi confianza en Alah, trepé, pues, a la montaña, y no obstante el estado de mi pie y de mi vientre, llegué a la cima al mediar la noche. Y el suelo estaba allí blanco y pelado, sin un arbusto ni la menor brizna de hierba. Y el viento helado, que soplaba con violencia por aquella cúspide, y el cansancio de todos aquellos días calamitosos, me sumieron en un estado de modorra tal, que no pude por menos de dejarme caer en tierra y dormirme hasta por la mañana, a pesar de todos los esfuerzos de mi voluntad.
Cuando me desperté acababa de aparecer el sol en el horizonte. 'Y quise al punto seguir las instrucciones del beduino. Hice, pues, un esfuerzo para saltar sobre ambos pies, pero en seguida caí al suelo, inerte, porque mis piernas, gordas a la sazón cual patas de elefante, estaban flojas y doloridas, y se negaban en absoluto a sostener mi cuerpo y mi vientre, que estaban hinchados como un odre. Y la cabeza me pesaba sobre los hombros más que si fuese toda de plomo; y no podía yo levantar mis brazos paralizados.
Entonces, temiendo disgustar al beduino, obligué a mi cuerpo a obedecer al esfuerzo de mi voluntad, y aunque a trueque de los sufrimientos horribles que experimentaba, conseguí ponerme en pie. Y me volví hacia oriente, y recité la plegaria de la mañana. Y el sol saliente iluminaba mi pobre cuerpo y proyectaba en occidente su sombra desmesurada.
Y he aquí que, cumplido de tal suerte mi deber, pensé bajar de la montaña. Pero era tan pina su pendiente y tan débil estaba yo, que, al primer paso que quise dar, se me doblaron las piernas con mi peso y caí y rodé como una bola con asombrosa rapidez. Y las piedras y las zarzas a que intentaba yo agarrarme desesperadamente, lejos de detener mi carrera, no hacían más que arrancar jirones de mi carne y de mis vestiduras. Y no cesé de rodar de aquel modo, regando el suelo con mi sangre, hasta que llegué al principio de la montaña, al paraje donde se hallaba mi amo el beduino.
Y he aquí que estaba echado de bruces en tierra y trazaba líneas en la arena con tanta atención, que ni siquiera advirtió mi presencia ni se dió cuenta de la manera como llegaba yo. Y cuando le distrajeron del trabajo en que estaba absorto mis gemidos insistentes, exclamó, sin volverse hacia mí y sin mirarme: "¡Al hamdú lilah! ¡Hemos nacido bajo una feliz influencia, y todo nos saldrá bien! ¡Gracias a ti, ya Hassán Abdalah, pude descubrir por fin lo que buscaba desde hace luengos años, midiendo la sombra que proyectaba tu cabeza desde lo alto de la montaña!"
Luego añadió, sin levantar tampoco la cabeza: "¡Date prisa a venir a ayudarme a cavar el suelo en el sitio donde he clavado mi lanza!" Pero como no contestase yo más que con un silencio entrecortado por gemidos lamentables, acabó por levantar la cabeza y volverse hacia mi lado. Y vió en qué estado me encontraba y que seguía inmóvil en tierra y encogido como una bola. Y avanzó a mí, y me gritó: "Imprudente Hassán Abdalah, ya veo que me has desobedecido y que te dormiste en la montaña. ¡Y los vapores malsanos se te han metido en la sangre y te han envenenado!" Y como daba yo diente con diente y movía a compasión el verme, se calmó y me dijo: "¡Bueno! ¡pero no desesperes de mi solicitud! ¡Voy a curarte!" Y así diciendo, se sacó del cinturón un cuchillo de hoja pequeña y cortante, y antes de que yo tuviese tiempo de oponerme a sus propósitos, me pinchó profundamente en varios sitios, en el vientre, en los brazos, en los muslos y en las piernas. Y al punto salió de las incisiones agua en abundancia; y me desinflé como un pellejo vacío. Y se me quedó la piel flotando sobre los huesos, como un vestido demasiado ancho que se hubiese comprado en almoneda. Pero no tardé en aliviarme un poco; y a pesar de mi debilidad, pude levantarme y ayudar a mi amo en el trabajo para que me reclamara.
Nos pusimos, pues, a cavar la tierra en el mismo sitio en que estaba clavada la lanza del beduino. Y no tardamos en descubrir un ataúd de mármol blanco. Y el beduino levantó la tapa del ataúd, y encontró en él algunos huesos humanos y el manuscrito de piel de gacela teñida de púrpura que tienes entre las manos, ¡oh rey del tiempo! y en el cual hay trazados caracteres de oro que brillan.
Y mi amo cogió el manuscrito, temblando, y aunque estaba escrito en lengua desconocida, se puso a leerlo con atención. Y a medida que lo iba leyendo, su frente pálida se coloreaba de placer y sus ojos brillaban de alegría. Y acabó por exclamar: "¡Ahora conozco el camino de la ciudad misteriosa! ¡Oh Hassán Abdalah! regocíjate, que pronto entraremos en Aram-de-las-Columnas, donde jamás ha entrada ningún adamita. ¡Y allí hallaremos el principio de las riquezas de la tierra, germen de todos los metales preciosos: el azufre rojo!"
Pero yo, que ante aquella idea de viajar más, me asustaba hasta el límite extremo del susto, exclamé, al oír estas palabras: "¡Ah! ¡señor, perdona a tu esclavo! ¡Pues aunque haya compartido él tu alegría, cree que los tesoros le aprovechan poco, y prefiere ser pobre y estar con buena salud en El Cairo a ser rico sufriendo todas las miserias en Aram-de-las-Columnas!" Y al oír estas palabras, mi amo me miró con piedad, y me dijo: "¡Oh pobre! ¡Por tu dicha trabajo tanto como por la mía! ¡Y hasta el presente siempre lo hice así!" Y exclamé: "¡Verdad es, por Alah! Pero ¡ay, que a mí solo me tocó llevar la peor parte, y el Destino se ha desencadenado contra mí!"
Y sin prestar más atención a mis quejas y recriminaciones, mi amo hizo gran acopio de la planta de pulpa parecida en el sabor a la pulpa de los higos. Luego montó en su camella. Y me vi obligado a hacer lo que él. Y proseguimos nuestro camino por oriente, bordeando los flancos de la montaña.
Y aun viajamos durante tres días y tres noches. Y al cuarto día por la mañana divisamos ante nosotros, en el horizonte, como un anchuroso espejo que reflejase el sol. Y al aproximarnos a ello, vimos que era un río de mercurio que nos cortaba el camino. Y estaba surcado por un puente de cristal sin balaustrada, tan estrecho, tan pendiente y tan escurridizo, que ningún hombre dotado de razón intentaría pasar por él.
Pero mi amo el beduino, sin vacilar un momento, echó pie a tierra y me ordenó hacer lo propio y desensillar a las camellas para dejarlas paciendo hierba en libertad. Luego sacó de las alforjas unas babuchas de lana, que hubo de calzarse, y me dió otro par, ordenándome que le imitara. Y me dijo que le siguiera sin mirar a derecha ni a izquierda. Y cruzó con paso firme el puente de cristal. Y yo, todo tembloroso, me vi obligado a seguirle. Y Alah no me escribió aquella vez la muerte por ahogo en el mercurio. Y llegué a la otra orilla.
Después de algunas horas de marcha en silencio, llegamos a la entrada de un valle negro, rodeado por todos lados de rocas negras, y donde no crecían más que árboles negros. Y a través del follaje negro vi deslizarse espantables serpientes gordas, negras y cubiertas de escamas. Y poseído de terror, volví la espalda para huir de aquel lugar de horror. Pero no pude dar con el sitio por donde había entrado, pues en torno mío alzábanse por todas partes, como paredes de un pozo, rocas negras.
Y al ver aquello, me dejé caer en tierra, llorando, y grité a mi amo: "¡Oh hijo de gentes de bien! ¿por qué me has conducido a la muerte por el camino de los sufrimientos y de las miserias? ¡Ay de mí! ¡Ya nunca volveré a ver a mis hijos y a su madre y a mi madre! ¡Ah! ¿por qué me sacaste de mi vida pobre, pero tan tranquila? ¡Verdad es que yo solamente era un mendigo en el camino de Alah, pero frecuentaba el patio de las mezquitas, y oía las hermosas sentencias de los santones...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.