Las mil y una noches:781

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Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 781: y cuando llego la 815ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 815ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

...Y era un hombre de rostro claro, de facciones finas y delicadas, de aspecto elegante y de actitud llena de simpatía. E iba vestido con una túnica de seda de Nischabur, llevaba a los hombros un manto de terciopelo con franjas de oro, y en un dedo ostentaba un anillo de rubíes. Y se adelantó hacia ellos con una sonrisa de bienvenida en los labios y llevándose la mano izquierda al corazón, les dijo: "¡La zalema y la cordialidad para los señores benévolos que nos favorecen con el favor supremo de su llegada!"

Y entraron en la morada, y al ver los visitantes su maravillosa disposición, la creyeron un trozo del propio Paraíso, porque su hermosura interior superaba con mucho a su hermosura externa, y sin duda haría perder al enamorado torturado el recuerdo de su bienamada.

Y en la pila de alabastro de la sala de reunión, donde cantaba un surtidor de diamante, mirábase un jardinillo que era una delicia de frescura y un encanto. Porque aunque el jardín grande circundaba la morada con todas las flores y todas las frondas que adornan la tierra de Alah, y aunque por su esplendor era una locura de vegetación, el jardinillo era una cordura indudablemente. Y las plantas que lo componían eran cuatro flores, sí, sólo eran cuatro flores, en verdad, pero como no las habían contemplado ojos humanos más que en los primeros días de la tierra.

La primera flor era una rosa inclinada sobre el tallo y sola en absoluto, no la de los rosales, sino la rosa original, cuya hermana había florecido en el Edén antes de la bajada furiosa del ángel. Y era una llama de oro rojo encendida por sí misma, un fuego de alegría avivado desde dentro, una aurora magnífica, vivaz, encarnadina, aterciopelada, fresca, virginal, inmaculada, deslumbradora. Y contenía en su corola la púrpura necesaria para la túnica de un rey. En cuanto a su olor hacía entreabrirse en un latido los abanicos del corazón, y decía al alma: "¡Embriágate!", y prestaba alas al cuerpo, diciéndole: ¡Vuela!"

Y la segunda flor era un tulipán erguido en su tallo y solo en absoluto, no un tulipán de cualquier parterre real, sino el tulipán antiguo, regado con sangre de dragones, aquel cuya especie, abolida, florecía en Iram-de-las-Columnas, y cuyo color decía a la copa de vino añejo: "¡Yo embriago sin que me toquen los labios!", y al tizón inflamado: "¡Yo quemo, pero no me consumo!"

Y la tercera flor era un jacinto erguido en su tallo y solo en absoluto, no el de los jardines, sino el jacinto padre de los lirios, el que tiene un blanco puro, el delicado, el oloroso, el frágil, el cándido jacinto que decía al cisne cuando salía del agua: "¡Soy más blanco que tú!"

Y la cuarta flor era un clavel inclinado sobre su tallo y solo en absoluto, no, ¡oh! no el clavel de las terrazas que riegan por la noche las jóvenes, sino un globo incandescente, una partícula del sol que se hunde por Poniente, un pomo de olor encerrando el alma volátil de la pimienta, el propio clavel cuyo hermano fué ofrecido por el rey de los genn a Soleimán para que con él adornara la cabellera de Balkis y prepararse el Elixir de larga vida, el Bálsamo espiritual, el Alcali real y la Triaca.

Y sólo con tocar estas cuatro flores, aunque no fuese más que en imagen, el agua de la pila tenía numerosos estremecimientos de emoción, incluso cuando se callaba el surtidor musical y cesaba la lluvia de diamante. Y como sabían que eran tan hermosas, las cuatro flores se inclinaban sonrientes sobre sus tallos y se miraban con atención.

Y excepto estas cuatro flores que había en aquella pila, nada adornaba aquella sala de mármol blanco y de frescura. Y descansaba allí satisfecha la mirada, sin pedir nada más.

Cuando el califa y su compañero se sentaron en el diván, cubierto con un tapiz de Khorassán, el huésped, tras de nuevos deseos de bienvenida, les invitó a compartir con él la comida, compuesta de cosas exquisitas que acababan de llevar en bandejas de oro los servidores y que colocaban en taburetes de bambú. Y la comida se celebró con la cordialidad de que usan los amigos para con sus amigos, y se animó con la entrada que, a una señal del huésped, hicieron cuatro jóvenes de rostro de luna, que eran la primera una tañedora de laúd, la segunda una tañedora de címbalos, la tercera una cantarina y la cuarta una danzarina. Y en tanto que con la música, el canto y la gracia de los movimientos completaban entre las cuatro la armonía de aquella sala y encantaban el aire, el huésped y sus dos invitados probaban los vinos en las copas y se endulzaban con las frutas cogidas en rama, tan hermosas, que sólo podrían proceder de árboles del Paraíso.

Y el narrador Ibn-Hamdún, aunque estaba habituado a que le tratase suntuosamente su señor, se sintió con el alma tan exaltada por los vinos generosos y por tantas lindezas reunidas, que se volvió hacia el califa con ojos inspirados, y con la copa en la mano recitó un poema que acababa de surgir en él al recuerdo de un joven amigo que poseía:

Y dijo con su hermosa voz rítmica:

¡Oh tú, cuya mejilla está modelada en la rosa silvestre y moldeada como la de un ídolo de la China!

¡Oh jovenzuelo de ojos de azabache, de formas de hurí! ¡abandona tus posturas perezosas, cíñete los riñones y haz reír en la copa este vino color de tulipán nuevo!

Porque hay horas para la prudencia y otras para la locura! ¡Échame de este vino hoy! ¡Pues ya sabes que me gusta la sangre extraída de la garganta de los barriles cuando es pura como tu corazón!

¡Y no me digas que este licor es pérfido! ¿Qué importa la embriaguez a quien nació ebrio? ¡Hoy mis anhelos son complicados al igual de tus bucles!

¡Y no me digas que para los poetas es funesto el vino! ¡Porque mientras sea, como hoy, azul la túnica del cielo y verde el traje de la tierra, querré beber hasta morir!

¡A fin de que los jóvenes de rostro hermoso que vayan a visitar mi tumba, al respirar el olor del vino, victorioso de la tierra, que exhalarán mis cenizas, se sientan ebrios ya por el solo efecto de este olor!

Y acabando de improvisar este poema, el narrador levantó los ojos hacia el califa para sorprender en su rostro el efecto producido por los versos. Pero en vez de la satisfacción que esperaba ver, notó tal expresión de contrariedad y de cólera reconcentrada, que dejó escapar de su mano la copa llena de vino. Y tembló con toda el alma, y se habría creído perdido sin remisión, si no hubiese notado también que el califa no parecía haber oído los versos recitados, y si no le hubiese visto con los ojos extraviados y como distraídos en la solución de un problema insondable. Y se dijo: "¡Por Alah, que hace un instante tenía el rostro satisfecho, y hele aquí ahora negro de contrariedad y tan tempestuoso como no lo he visto nunca! ¡Y sin embargo, por más que estoy acostumbrado a leer sus pensamientos en la expresión de sus facciones y a adivinar sus sentimientos, no sé a qué atribuir esta mudanza súbita! ¡Alah aleje el Maligno y nos preserve de sus maleficios!"

Y mientras él se torturaba de tal suerte el espíritu para llegar a penetrar el motivo de aquella cólera, el califa lanzó de pronto a su huésped una mirada cargada de desconfianza, y contrariando todas las reglas de la hospitalidad, y a despecho de la costumbre que exige que jamás el huésped y el invitado se pregunten sus nombres y cualidades, preguntó al dueño del dominio con voz que intentaba reprimir: "¿Quién eres, ¡oh hombre!?"

El huésped, que al oír esta pregunta había cambiado de color y se sintió en extremo mortificado, no quiso, empero, negarse a contestar, y dijo: "Me llaman generalmente Abu'l Hassán Alí ben-Ahmad Al-Khorassani".

Y añadió el califa: "¿Y sabes quién soy?" Y contestó el huésped, más pálido aún: "No, por Alah, que no tengo ese honor, ¡oh mi señor!"

Entonces, advirtiendo cuán penosa se hacía la situación, Ibn-Hamdún se levantó, y dijo al joven: "¡Oh huésped nuestro! estás en presencia del Emir de los Creyentes, el califa Al-Motazid Bi'llah, nieto de Al-Motawakkil Ala'llah".

Al oír estas palabras, el dueño del dominio se levantó a su vez en el límite de la emoción, y besó la tierra: "¡Oh Emir de los Creyentes! ¡por las virtudes de tus generosos antecesores los beneméritos, te conjuro a que perdones a tu esclavo los errores en que sin duda alguna, por inadvertencia, haya podido incurrir para con tu augusta persona, o la falta de cortesía de que haya podido hacerse reo, o la falta de consideraciones, o la falta de generosidad!" Y contestó el califa: "¡Oh hombre! no tengo que reprocharte ninguna falta de ese género. Por el contrario, has dado prueba conmigo de una generosidad que te envidiarían los más munificentes entre los reyes. ¡Y si te he interrogado, por lo visto fué porque una causa muy grande me impulsó a ello de pronto, cuando yo no pensaba más que en darte las gracias por todo lo que de hermoso había visto en tu casa!"

Y dijo el huésped, azorado: "¡Oh mi señor soberano! ¡por favor, no hagas pesar tu cólera sobre tu esclavo sin haberle convencido de su crimen antes!" Y dijo el califa: "¡Al primer golpe de vista he notado ¡oh hombre! que en tu casa todo, desde los muebles hasta las mismas ropas que sobre ti llevas, ostenta el nombre de mi abuelo Al-Motawakkil Ala'llah! ¿Puedes explicarme circunstancia tan extraña? ¿Y no debo pensar en algún saqueo clandestino del palacio de mis santos abuelos? Habla sin reticencias, o te espera la muerte al instante".

Y en lugar de turbarse, el huésped recobró su aire afable y su sonrisa y con su voz más apacible dijo: "Sean contigo las gracias y la protección del Todopoderoso, ¡oh mi señor! ¡Ciertamente, hablaré sin reticencias pues la verdad es tu ropa interior, la sinceridad tu traje exterior, y en tu presencia nadie podría expresarse de otro modo...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.