Las mil y una noches:780

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Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 780: y cuando llego la 814ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 814ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

... Y el príncipe desanduvo el camino, y llegó con sus jinetes a la puerta de piedra, que hubo de abrirse para dejarles entrar.

Y al verlos volver sobre sus pasos de tal modo, y sin comprender qué motivo les había obligado a ello, la princesa gennia se apresuró a salir al encuentro de su esposo el príncipe Hossein, quien, sin apearse del caballo, le mostró con el dedo a la vieja, que parecía una agonizante, y a quien dos jinetes acababan de dejar en tierra, sosteniéndola por debajo de los brazos, y le dijo: "¡Oh soberana mía! Alah puso en nuestro camino a esta pobre vieja en el estado lamentable en que la ves, y es preciso que le procuremos socorro y asistencia. ¡La recomiendo, pues, a tu compasión, rogándote le prodigues cuantos cuidados juzgues necesarios!" Y la gennia princesa, que tenía fijas en la vieja sus miradas, dió orden a sus mujeres de que la cogieran de manos de los jinetes y la llevaran a un aposento reservado, tratándola con las mismas consideraciones y la misma atención que tendrían para su propia persona. Y cuando se alejaron con la vieja las mujeres, la bella gennia dijo a su esposo, bajando la voz: "¡Alah premie tu compasión, que parte de un corazón generoso! Pero desde ahora puedes estar tranquilo por esa vieja, que no está más enferma que mis ojos, y yo sé la causa que aquí la trae y cuáles son las personas que la han impulsado a ello y lo que se propuso al apostarse en tu camino. ¡Mas no tengas temor por eso, y estate seguro de que, tramen lo que tramen contra ti con intención de mortificarte y de perjudicarte, yo sabré defenderte, haciendo vanas cuantas emboscadas te preparen!" Y abrazándole de nuevo, le dijo: "¡Parte bajo la protección de Alah!" Y el príncipe Hossein, habituado ya a no pedir explicaciones a su esposa la gennia, se despidió de ella y otra vez emprendió su camino hacia la capital de su padre, adonde no tardó en llegar con su séquito. Y el sultán le recibió como de costumbre, sin dejar entrever ante él ni ante sus consejeros los sentimientos que le embargaban.

En cuanto a la vieja hechicera, las dos doncellas de la bella gennia la condujeron, pues, a un hermoso aposento reservado y la ayudaron a acostarse en un lecho con colchones de raso bordado, sábanas de seda fina y mantas de tisú de oro. Y una de ellas le ofreció una taza llena de agua de la Fuente de los Leones, diciéndole: "¡Aquí tienes una taza de agua de la Fuente de los Leones, que cura las enfermedades más tenaces y devuelve la salud a los moribundos!" Y la vieja bebió el contenido de la taza, y unos instantes después exclamó: "¡Qué licor tan admirable! ¡Me siento curada, como si me hubieran sacado con tenazas el mal! ¡Por favor, daos prisa a conducirme a presencia de vuestra ama, con objeto de darle gracias por su bondad y hacerle patente mi gratitud!" Y se levantó acto seguido, fingiendo encontrarse restablecida de un mal que no hubo de sufrir. Y las dos doncellas la llevaron por varios aposentos, a cual más magnífico, hasta la sala en que se hallaba su ama.

Y he aquí que la bella gennia estaba sentada en un trono de oro macizo, enriquecido de pedrerías, y rodeada por muchas de sus damas de honor, que eran todas encantadoras e iban vestidas de manera tan maravillosa como su señora. Y la vieja hechicera, deslumbrada con todo lo que veía, se prosternó a los pies del trono, balbuceando gracias. Y le dijo la gennia: "Me satisface ¡oh buena mujer! que te hayas curado. Y ahora eres libre de permanecer en mi palacio todo el tiempo que quieras. ¡Y mis mujeres van a ponerse a tu disposición para enseñarte mi palacio!" Y la vieja, tras de besar la tierra por segunda vez, se levantó y se dejó guiar por las dos jóvenes, que le enseñaron el palacio con todos sus detalles maravillosos. Y cuando la hicieron recorrerlo por completo, se dijo ella que más valdría retirarse entonces que había visto lo que quería ver. Y expuso este deseo a las dos jóvenes, después de darles las gracias por su amabilidad. Y la hicieron salir por la puerta de piedra, deseándole feliz viaje. Y en cuanto se vió ella en medio de las rocas retrocedió para observar el emplazamiento de la puerta y poder encontrarla; pero como la puerta era invisible para las mujeres de su especie, la buscó en vano; y se vió obligada a volverse sin dar con el camino. Y cuando llegó a presencia del sultán le dió cuenta de todo lo que había hecho, de cuanto había visto y de la imposibilidad en que se hallaba de encontrar la entrada del palacio. Y el sultán, bastante satisfecho con aquellas explicaciones, convocó a sus visires y a sus favoritos y les puso al corriente de la situación, pidiéndoles su opinión.

Y unos le aconsejaron que condenara a muerte al príncipe Hossein, diciéndole que conspiraba contra su trono, y otros opinaron que más valdría apoderarse de él y encerrarle para el resto de sus días. Y el sultán se encaró con la vieja, y le preguntó: "¿Y a ti qué te parece?" Ella dijo: "¡Oh rey del tiempo! me parece que lo mejor sería utilizar las relaciones que tiene tu hijo con esa gennia para pedir y obtener de ella maravillas como las que hay en su palacio. ¡Y si se niega él o se niega ella, sólo entonces habrá que pensar en el procedimiento violento que acaban de indicarte los visires!" Y dijo el rey: "¡No hay inconveniente!" E hizo ir a su hijo, y le dijo: "¡Oh hijo mío! ya que eres más rico y más poderoso que tu padre, ¿podrás traerme, la próxima vez, alguna cosa que me complazca, por ejemplo, una tienda hermosa que me sirva para la caza y para la guerra?" Y el príncipe Hossein contestó como debía, haciendo patente a su padre la alegría que sentiría al poder satisfacerle.

Y cuando estuvo de vuelta junto a su esposa la gennia, le participó el deseo de su padre, y contestó ella: "¡Por Alah! ¡lo que nos pide el sultán es una bagatela!" Y llamó a su tesorera, y le dijo: "Id por el pabellón mayor que haya en mi tesoro! ¡Y decid a vuestro guarda Schaibar que me lo traiga!" Y la tesorera se apresuró a ejecutar la orden. Y volvió unos instantes después acompañada del guarda del tesoro, que era un genni de especie muy particular. En efecto, era de pie y medio de alto, tenía una barba de treinta pies, un bigote espeso y erguido hasta las orejas, y unos ojos como los ojos del cerdo, muy metidos en la cabeza, que era tan gorda como su cuerpo; y llevaba en un hombro una barra de hierro que pesaba cinco veces más que él, y en la otra mano llevaba un paquetito envuelto. Y la gennia le dijo: "¡Oh Schaibar! vas a acompañar en seguida a mi esposo, el príncipe Hossein, a presencia de su padre el sultán. ¡Y harás lo que debas hacer!" Y Schaibar contestó con el oído y la obediencia, y preguntó: "¿Y es preciso también ¡oh mi señora! que lleve el pabellón que tengo en la mano?" Ella dijo: "¡Claro! ¡pero antes lo desenvolverás aquí para que lo vea el príncipe Hossein!" Y Schaibar fué al jardín y desdobló el paquete que llevaba. Y de él salió un pabellón que, completamente desplegado, podría resguardar a todo un ejército, y que tenía la propiedad de agrandarse y achicarse con arreglo a lo que tenía que cubrir. Y tras de enseñarlo, lo volvió a plegar e hizo con él un paquete que cabía en la palma de la mano. Y dijo el príncipe Hossein: "¡Vamos a ver al sultán!"

Y cuando el príncipe Hossein, con Schaibar de espolique, llegó a la capital de su padre, todos los transeúntes corrieron a esconderse en las casas y en las tiendas, cuyas puertas se apresuraron a cerrar, poseídos de espanto a la vista del genni enano, que iba con su barra de hierro al hombro. Y a su llegada a palacio, los porteros, los eunucos y los guardias se pusieron en fuga, lanzando gritos de terror. Y entraron ambos en el palacio y se presentaron al sultán, que estaba rodeado de sus visires y de sus favoritos y charlaba con la vieja hechicera. Y avanzando hasta las gradas del trono, Schaibar esperó a que el príncipe Hossein hubiese saludado a su padre, y dijo: "¡Oh rey del tiempo! ¡te traigo el pabellón!" Y lo desplegó en medio de la sala, y se puso a agrandarlo y a achicarlo, manteniéndose a cierta distancia. Luego blandió de pronto la barra de hierro, y la descargó en la cabeza del gran visir y le mató del golpe. Después mató de la misma manera a los demás visires y a todos los favoritos, que, inmóviles de espanto, no tenían fuerzas ni para levantar un brazo con objeto de defenderse. Y mató más tarde a la vieja hechicera, diciéndole: "¡Para que aprendas a hacerte la agonizante!" Y cuando mató de tal modo a todos los que tenía que matar, volvió a echarse al hombro la barra, y dijo al rey: "¡Les he castigado para que expíen sus malos consejos! En cuanto a ti, ¡oh rey! aunque has sido débil de voluntad, como si pensaste matar o encarcelar al príncipe Hossein fué sólo impulsado por ellos, te indulto de la misma pena. Pero te destituyo de tu realeza. ¡Y si piensa protestar alguno en la ciudad, le mataré! ¡E incluso mataré a toda la ciudad, si se niega a reconocer por rey al príncipe Hossein! ¡Y ahora, baja ya y vete, o te mato!" Y el rey se apresuró a obedecer, y bajando de su trono salió de su palacio y se fué a vivir en soledad con su hijo Alí, sometiéndose a la obediencia del santo derviche.

En cuanto al príncipe Hassán y a su esposa Nurennahar, como no habían intervenido en la conspiración, cuando el príncipe Hossein fué rey les asignó como feudo la provincia más hermosa del reino y mantuvo con ellos las relaciones más cordiales. Y el príncipe Hossein vivió con su esposa, la bella gennia, en medio de delicias y prosperidades. Y dejaron ambos numerosa posteridad, que, a la muerte de ellos, reinó durante años y años. ¡Pero Alah es más sabio!

Y tras de contar así esta historia, Schehrazada se calló. Y le dijo su hermana Doniazada: "¡Oh hermana mía! ¡cuán dulces y sabrosas y deleitosas son tus palabras!"

Y Schehrazada sonrió, y dijo: "¿Pues qué es eso comparado con lo que os contaré aún, si el rey me lo permite?" Y el rey Schahriar se dijo: "¿Qué podrá contarme aún que no conozca yo?" Y dijo a Schehrazada: "¡Tienes permiso para ello!"

Y Schehrazada dijo:


HISTORIA DE SARTA-DE-PERLAS[editar]

En los anales de los sabios y los libros del pasado se cuenta que el Emir de los Creyentes Al-Motazid Bi'llah, decimosexto califa de la casa de Abbas, nieto de Al-Mota-wakkil, nieto de Harún Al-Raschid, era un príncipe dotado de alma superior, de corazón intrépido y de sentimientos elevados, lleno de distinción y de elegancia, de nobleza y de gracia, de bravura y de gallardía, de majestad y de inteligencia, igualando a los leones en fuerza y en valor, y además, con un ingenio tan fino, que estaba considerado como el poeta más grande de su tiempo. Y en Bagdad, su capital, tenía, para ayudarle a llevar los asuntos de su inmenso imperio, sesenta visires llenos de un celo infatigable, que velaban por los intereses del pueblo con la misma incansable actividad que su señor. Con lo cual no permanecía oculto para él nada de cuanto pasaba en su reino, en los países que extendíanse desde el desierto de Scham hasta los confines del Maghreb, y desde las montañas del Khorassán y el mar occidental hasta los límites profundos de la India y del Afghanistán, ni siquiera el acontecimiento más fútil en apariencia.

Y he aquí que un día en que se paseaba con Ahmad Ibn-Hamdún el narrador, su íntimo y preferido compañero de copa, y el mismo a quien debemos la transmisión oral de tantas hermosas historias y poemas maravillosos de nuestros padres antiguos, llegó ante una morada de apariencia señorial, deliciosamente recatada entre jardines, y cuya armónica arquitectura pregonaba los gustos de su propietario con mucha más delicadeza de lo que hubiese hecho la lengua más elocuente. Porque para quien, como el califa, tenía los ojos sensibles y el alma atenta, aquella morada era la elocuencia misma.

Y estando ambos sentados en el banco de mármol que daba frente a la morada, y mientras descansaban allí de su paseo, respirando la suave brisa que llegaba embalsamada con el alma de los lirios y de los jazmines, vieron aparecer ante ellos, saliendo de lo umbrío del jardín, a dos jóvenes hermosos cual la luna en su decimocuarto día. Y charlaban los tales entre sí, sin advertir la presencia de los dos extranjeros sentados en el banco de mármol. Y uno de ellos decía a su interlocutor: "¡Haga el cielo ¡oh amigo mío! que en este día de esplendor vengan a visitar a nuestro amo huéspedes del azar! ¡Porque le entristece que haya llegado la hora de la comida sin que esté allí nadie para hacerle compañía, cuando, por lo general, tiene siempre a su lado amigos y extranjeros a quienes regala con delicias y a quienes alberga magníficamente!" Y contestó el otro joven: "Cierto que es la primera vez que sucede semejante cosa y se encuentra solo nuestro amo en la sala de los festines. Muy extraño es que, a pesar de la dulzura de este día de primavera, ningún paseante se haya fijado, para descansar, en nuestros jardines, tan hermosos, que de ordinario vienen a visitarlos desde el interior de las provincias.

Al oír estas palabras de los dos jóvenes, Al-Motazid quedó extremadamente asombrado de saber que no sólo existía en su capital un señor de alto rango, cuya morada le era desconocida, sino que aquel señor llevaba una vida tan singular y no le gustaba la soledad en las comidas. Y pensó: "¡Por Alah! ¡A mí, que soy el califa, a menudo me gusta estar a solas conmigo mismo, y moriría en el más breve plazo si tuviese que sentir a perpetuidad una vida extraña al lado de mí! ¡que tan inestimable es a veces la soledad!"

Luego dijo a su fiel comensal: "¡Oh Ibn-Hamdún! ¡oh narrador de lengua de miel! tú, que conoces todas las historias del pasado y nada ignoras de los acontecimientos contemporáneos, ¿sabías de la existencia del hombre propietario de este palacio? ¿Y no te parece que nos urge entablar conocimiento con uno de nuestros súbditos, cuya vida es tan diferente a la vida de los demás hombres, y tan asombrosa de fasto solitario? Y además, ¿no me dará eso ocasión de ejercer con uno de mis súbditos nobles una generosidad que yo quisiera fuese todavía más magnífica que aquella con la cual debe tratar él a sus huéspedes fortuitos?" Y contestó el narrador Ibn-Hamdún: "Sin duda que el Emir de los Creyentes no tendrá que arrepentirse de su visita a este señor desconocido para nosotros. ¡Voy, pues que tal es el deseo de mi señor, a llamar a esos dos encantadores jóvenes y a anunciarles nuestra visita al propietario de ese palacio!" Y se levantó del banco, así como Al-Motazid, que iba disfrazado de mercader, según su costumbre. Y apareció ante los dos buenos mozos, a los cuales dijo: "¡Por Alah sobre vosotros dos! id a prevenir a vuestro amo de que a su puerta hay dos mercaderes extranjeros que solicitan la entrada en su morada y reclaman el honor de presentarse entre sus manos".

Y en cuanto oyeron ambos jóvenes estas palabras, volaron, jubilosos, a la morada, en el umbral de la cual no tardó en aparecer el dueño del dominio en persona, y era un hombre de rostro claro, de facciones finas y delicadas, de aspecto elegante y de actitud llena de simpatía...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.