Las mil y una noches:786
Y CUANDO LLEGO LA 820ª NOCHE
[editar]Ella dijo:
... y al punto el gran visir introdujo en la sala del trono al jeique extranjero.
Y en verdad que el hombre que entró más bien era la sombra de un hombre que una criatura viva entre las criaturas. Y suponiendo que se le pudiese echar una edad, habría que calcularla por centenares de años. Por todo vestido flotaba sobre su grave desnudez una barba prodigiosa, mientras un ancho cinturón de cuero blando ceñía su cintura apergaminada. Y se le habría tomado por algún antiquísimo cuerpo semejante a los que a veces extraen de las sepulturas graníticas los labradores de Egipto, si no le ardiesen en la faz, por debajo de sus cejas terribles, dos ojos en que vivía la inteligencia.
Y el puro anciano, sin inclinarse ante el sultán, dijo con una voz sorda que nada tenía de voz de la tierra: "¡La paz sea contigo, sultán Mahmud! Me envían a ti mis hermanos los santones del extremo Occidente. ¡Vengo a que te des cuenta de los beneficios del Retribuidor sobre tu cabeza!" Y sin hacer un gesto, avanzó hacia el rey con un paso solemne, y cogiéndole de la mano lo obligó a levantarse y a acompañarle hasta una de las ventanas de las salas del trono.
Aquella sala del trono tenía ventanas, y cada una de las tales ventanas tenía distinta orientación. Y el viejo jeique dijo al sultán: "¡Abre la ventana!" Y el sultán obedeció como un niño, y abrió la primera ventana. Y el viejo jeique le dijo sencillamente: "¡Mira!"
Y el sultán Mahmud sacó la cabeza por la ventana y vió un inmenso ejército de jinetes que, con la espada desenvainada; se precipitaban a toda brida desde las alturas de la ciudadela del monte Makattam. Y las primeras columnas de aquel ejército, que ya había llegado al pie mismo del palacio, echaron pie a tierra y empezaron a escalar las murallas, lanzando clamores de guerra y de muerte. Y al ver aquello comprendió el sultán que sus tropas se habían amotinado e iban a destronarle. Y cambiando de color exclamó: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Ha llegado la hora de mi destino!"
Al punto cerró el jeique la ventana, pero para abrirla de nuevo por sí mismo un instante después. Y había desaparecido todo el ejército. Y sólo la ciudadela se elevaba pacíficamente en lontananza, agujereando con sus minaretes el cielo de mediodía.
Entonces, sin dar al rey tiempo para reponerse de su profunda emoción, le condujo a la segunda ventana, desde la cual se avizoraba la ciudad inmensa, y le dijo: "¡Abre y mira!" Y el sultán Mahmud abrió la ventana, y el espectáculo que se ofreció a su vista le hizo retroceder con horror. Los cuatrocientos minaretes que dominaban las mezquitas, las cúpulas de las mezquitas, los domos de los palacios y las terrazas que se extendían por millares hasta los confines del horizonte, no eran más que un brasero humeante y llameante, del cual partían, para desplegarse en la región media del aire, nubes negras que cegaban el ojo del sol entre aullidos de espanto. Y un viento salvaje impulsaba llamas y cenizas hacia el propio palacio, que en seguida se encontró envuelto por un mar de fuego, del que no estaba separado más que por el fresco cendal de sus jardines. Y en el límite del dolor, al ver aniquilada su hermosa ciudad, el sultán dejó caer sus brazos, y exclamó: "¡Sólo Alah es grande! ¡Las cosas tienen su destino, como todas las criaturas! ¡Mañana el desierto se reunirá con el desierto a través de las llanuras sin nombre de una tierra que fué ilustre entre todas. ¡Gloria al único Viviente!" Y lloró por su ciudad y por sí mismo. Pero el jeique cerró al punto la ventana, y la abrió de nuevo al cabo de un instante. Y había desaparecido toda huella de incendio. Y la ciudad de El Cairo se extendía en su gloria intacta, en medio de sus vergeles y de sus palmeras, mientras las cuatrocientas voces de los muezines anunciaban a los creyentes la hora de la plegaria y se confundían en una misma ascensión hacia el Señor del Universo.
Y al punto el jeique, llevándose al rey, le condujo a la tercera ventana, que daba sobre el Nilo, y le hizo abrirla. Y el sultán Mahmud vió que el río se salía de cauce y sus olas invadían la ciudad, y anegando en seguida las terrazas más altas, iban a estrellarse con furia contra las murallas del palacio. Y una ola más fuerte que las anteriores derribó de una vez todos los obstáculos que se oponían a su paso y fué a meterse en el piso inferior del palacio. Y el edificio, desmoronándose como un terrón de azúcar en el agua, se hundió por un lado, y estaba ya casi derruido, cuando el jeique cerró de pronto la ventana y la abrió de nuevo. Y fué como si no hubiese habido la menor crecida. Y el hermoso río continuaba paseándose con majestad, como antes, entre los infinitos campos de pastos y durmiendo en su lecho.
Y el jeique hizo que abriera el rey la cuarta ventana, sin darle tiempo para reponerse de su sorpresa. Esta cuarta ventana tenía vistas a la admirable llanura verdeante que se extiende a las puertas de la ciudad hasta perderse de vista, llena de aguas corrientes y de sus rebaños lucidos; la que han cantado todos los poetas desde Omar; donde los plantíos de rosas, de albahacas, de narcisos y de jazmines alternaban con bosquecillos de naranjos; donde en los árboles habitan tórtolas y ruiseñores a los que sumen en delirio plantas amorosas; donde la tierra es tan fértil y está tan adornada como en los antiguos jardines del Iram-de-las-Columnas, y tan embalsamada como las praderas del Edén. Y en vez de prados y bosques de árboles frutales, el sultán Mahmud no vió más que un horrible desierto rojo y blanco, abrasado por un sol inexorable, un desierto pedregoso y arenoso, que servía de refugio a hienas y chacales y de campo de acción a serpientes y alimañas dañinas. Y aquella siniestra visión no tardó en borrarse, como las anteriores, cuando el jeique, con su propia mano, hubo cerrado y vuelto a abrir la ventana. Y de nuevo la llanura se hizo magnífica y sonrió el cielo con todas las flores de sus jardines.
Eso fué todo, y el sultán Mahmud no sabía si dormía, si velaba o si estaba bajo la acción de algún sortilegio o alguna alucinación. Pero el jeique, sin dejarle que se calmara después de todas las violentas impresiones que acababa de experimentar, de nuevo le cogió de la mano, sin que el otro pensara siquiera en oponer la menor resistencia, y le condujo junto a un pequeño estanque que refrescaba la sala con su murmullo de agua. Y le dijo: "¡Inclínate sobre el estanque y mira!" Y el sultán Mahmud inclinóse sobre el estanque para mirar, y he aquí que, con un movimiento brusco, el jeique le metió la cabeza por entero en el agua.
Y el sultán Mahmud se vió naufragando al pie de una montaña que dominaba el mar. Y todavía, como en tiempos de su esplendor, estaba revestido de sus atributos reales con su corona a la cabeza. Y no lejos de allí le miraban unos felahs como a un objeto raro, y se le señalaban unos a otros, riéndose mucho. Y al ver aquello, el sultán Mahmud sintió un furor sin límites, más aún contra el jeique que contra los felahs, y exclamó: "¡Ah! ¡maldito mago, causante de mi naufragio! ¡ojalá me llevase Alah a mi reino para que yo te castigara con arreglo a tu crimen! ¿Por qué me engañaste tan cobardemente?" Luego, en un rapto, se acercó a los felahs y les dijo con tono solemne: "¡Soy el sultán Mahmud! ¡Idos!" Pero ellos continuaron riéndose con las bocas abiertas hasta las orejas. ¡Ah, qué bocas! ¡eran grutas! ¡eran grutas! Y para evitar que le tragasen vivo, quiso huir; pero el que parecía jefe de los felahs se acercó a él, le quitó su corona y sus atributos y los arrojó al mar, diciendo: "¡Oh pobre! ¿para qué llevas encima tanto hierro? ¡Hace mucho calor para cubrirse de ese modo! Toma, ¡oh pobre! ¡Aquí tienes vestidos como los nuestros!" Y desnudándole, le puso un traje de cotonada azul, le metió los pies en un par de babuchas viejas, amarillas, con suela de cuero de hipopótamo, y le puso a la cabeza un gorrito de fieltro color castaño claro. Y le dijo: "¡Vamos, ¡oh pobre! ven a trabajar con nosotros, si no quieres morirte de hambre aquí donde trabaja todo el mundo!" Pero dijo el sultán Mahmud: "¡Yo no sé trabajar!" Y el felah le dijo: "¡En ese caso, nos servirás de mozo de carga y de burro a la vez...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discreta.