Las mil y una noches:798

De Wikisource, la biblioteca libre.
Ir a la navegación Ir a la búsqueda
Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 798: y cuando llego la 831ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 831ª NOCHE[editar]

La pequeña Doniazada dijo a Schehrazada: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermana mía! si no tienes sueño, date prisa a decirnos, por favor, lo que fué del antiguo sultán, hijo adulterino del cocinero!"

Y dijo Schehrazada: "¡De todo corazón y como homenaje debido a nuestro señor, este rey magnánimo!"

Y continuó la historia en estos términos: ... Pero, volviendo al antiguo sultán, su historia no hace más que comenzar. ¡Porque hela aquí!

Una vez que hubo abdicado su trono y su poderío entre las manos del tercer genealogista, el antiguo sultán vistió el hábito de derviche peregrino, y sin entretenerse en despedidas que ya no tenían importancia para él, y sin llevar nada consigo, se puso en camino para el país de Egipto, donde contaba con vivir en olvido y soledad, reflexionando sobre su destino. Y Alah le escribió la seguridad, y después de un viaje lleno de fatigas y de peligros llegó a la ciudad espléndida de El Cairo, esa inmensa ciudad tan diferente de las ciudades de su país, y cuya vuelta exige tres jornadas y media de marcha por lo menos. Y vió que verdaderamente era una de las cuatro maravillas del mundo, contando el puente de Sanja, el faro de Al-Iskandaria y la mezquita de los Ommiadas en Damasco. Y le pareció que estaba lejos de haber exagerado las bellezas de aquella ciudad y de aquel país el poeta que ha dicho:

"¡Egipto! ¡tierra maravillosa cuyo polvo es de oro, cuyo río es una bendición y cuyos habitantes son deleitosos, perteneces al victorioso que sabe conquistarte!"

Y paseándose, y mirando, y maravillándose sin cansarse, el antiguo sultán, bajo sus hábitos de derviche pobre, se sentía muy dichoso de poder admirar a su antojo y marchar a su gusto y detenerse a voluntad, desembarazado de los fastidios y cargos de la soberanía. Y pensaba: "¡Loores a Alah el Retribuidor! El da a unos el poderío con los agobios y las preocupaciones, y a otros la pobreza con la despreocupación y la ligereza de corazón. ¡Y estos últimos son los más favorecidos! ¡Bendito sea!" Y de tal suerte llegó, rico de visiones encantadoras, ante el propio palacio del sultán de El Cairo, que a la sazón era el sultán Mahmud.

Y se detuvo bajo las ventanas del palacio, y apoyado en su bastón de derviche, se puso a reflexionar sobre la vida que pudiera llevar en aquella morada imponente el rey del país, y sobre el cortejo de preocupaciones, inquietudes y fastidios diversos en que debería estar sumido constantemente, sin contar su responsabilidad ante el Altísimo, que ve y juzga los actos de los reyes. Y se alegraba en el alma por haber tenido la idea de librarse de una vida tan pesada y tan complicada, y por haberla cambiado, merced a la revelación de su nacimiento, por una existencia de aire libre y libertad, sin tener por toda hacienda y por toda renta más que su camisa, su capote de lana y su báculo. Y sentía una gran serenidad que le refrescaba el alma y acababa de hacerle olvidar sus pasadas emociones.

En aquel preciso momento el sultán Mahmud, de vuelta de la caza, entraba en su palacio. Y atisbó al derviche apoyado en su báculo, sin ver lo que le rodeaba y con la mirada perdida en la contemplación de cosas lejanas. Y quedó conmovido por la apostura noble de aquel derviche y por su actitud distinguida y su aire distraído. Y se dijo: "¡Por Alah, he aquí el primer derviche que no tiende la mano al paso de los señores ricos! ¡Sin duda alguna debe ser su historia una singular historia!" Y despachó hacia él a uno de los señores de su séquito para que le invitase a entrar en el palacio, porque deseaba charlar con él. Y el derviche no pudo por menos de obedecer al ruego del sultán. Y aquello fué para él un segundo cambio de destino.

Y tras de descansar un poco de las fatigas de la caza, el sultán Mahmud hizo entrar al derviche a su presencia, y le recibió con afabilidad, y le preguntó con bondad por su estado, diciéndole: "La bienvenida sea contigo, ¡oh venerable derviche de Alah! ¡A juzgar por tu aspecto, debes ser hijo de los nobles Árabes del Hedjaz o del Yemen!" Y contestó el derviche: "Sólo Alah es noble, ¡oh mi señor! Yo no soy más que un pobre hombre, un mendigo". Y el sultán insistió: "¡No diré que no! Pero ¿cuál es el motivo de tu venida a este país y de tu presencia bajo los muros de este palacio, ¡oh derviche!? ¡Ciertamente, debe ser eso una historia asombrosa!" Y añadió: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh derviche bendito! cuéntame tu historia sin ocultarme nada!" Y al oír estas palabras del sultán, el derviche no pudo por menos de dejar escapar de sus ojos una lágrima, y le oprimió el corazón una emoción grande. Y contestó: "No te ocultaré nada de mi historia, señor, aunque sea para mí un recuerdo lleno de amargura y de dulzura. ¡Pero permíteme que no te la cuente en público!" Y el sultán Mahmud se levantó de su trono, descendió hasta donde estaba el derviche, y cogiéndole de la mano le condujo a una sala apartada, en donde se encerró con él. Luego le dijo: "Ya puedes hablar sin temor, ¡oh derviche!"

Entonces el antiguo sultán dijo, sentado en la alfombra frente al sultán Mahmud: "¡Alah es el más grande! ¡he aquí mi historia!" Y contó cuanto le había ocurrido, desde el principio hasta el fin, sin olvidar un detalle, y cómo había abdicado el trono y se había disfrazado de derviche para viajar y tratar de olvidar sus desdichas. Pero no hay utilidad en repetirlo.

Cuando el sultán Mahmud hubo oído las aventuras del presunto derviche, se arrojó a su cuello y le besó con efusión, y le dijo: "¡Gloria al que abate y eleva, humilla y honra con los decretos de Su sabiduría y de Su omnipotencia!" Luego añadió: "¡En verdad, ¡oh hermano mío! que tu historia es una gran historia y la enseñanza que encierra es una enseñanza grande! Te doy gracias, pues, por haberme ennoblecido los oídos y enriquecido el entendimiento. El dolor, ¡oh hermano mío! es un fuego que purifica, y los reveses del tiempo curan los ojos ciegos de nacimiento".

Luego dijo: "Y ahora que la sabiduría ha elegido para domicilio tu corazón, y la virtud de la humanidad para con Alah te ha dado más títulos de nobleza que da a los hombres un milenio de dominación, ¿me será permitido expresar un deseo, ¡oh magno!?" Y el antiguo sultán dijo: "Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh rey magnánimo!" Y dijo el sultán Mahmud: "¡Quisiera ser amigo tuyo!"

Y tras de hablar así, abrazó de nuevo al antiguo sultán convertido en derviche, y le dijo: "¡Qué vida tan admirable va a ser la nuestra en lo sucesivo, ¡oh hermano mío! Saldremos juntos, entraremos juntos, y por la noche disfrazados, nos iremos a recorrer los diversos barrios de la ciudad para beneficiarnos moralmente con esos paseos. Y todo en este palacio te pertenecerá a medias con toda cordialidad. ¡Por favor, no me rechaces, porque la negativa es una de las formas de la mezquindad!".

Y cuando el sultán - derviche hubo aceptado con corazón conmovido la oferta amistosa, el sultán Mahmud añadió: "¡Oh hermano mío y amigo mío! Sabe a tu vez que también yo tengo en mi vida una historia. Y esta historia es tan asombrosa que, si se escribiera con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de lección saludable a quien la leyese con deferencia. ¡Y no quiero tardar más en contártela, con el fin de que desde el principio de nuestra amistad sepas quién soy y quién he sido!"

Y el sultán Mahmud, recopilando sus recuerdos, dijo al sultán-derviche, que ya era amigo suyo:


HISTORIA DEL MONO JOVENZUELO[editar]

"Has de saber, ¡oh hermano mío! que el comienzo de mi vida ha sido de todo punto semejante al fin de tu carrera, pues si tú empezaste por ser sultán para luego vestir los hábitos de derviche, a mí me ha sucedido precisamente lo contrario. Porque primero fui derviche, y el más pobre de los derviches, para llegar luego a ser rey y a sentarme en el trono del sultanato de Egipto.

He nacido, en efecto, de un padre muy pobre que ejercía por las calles el oficio de reguero. Y a diario llevaba a su espalda un odre de piel de cabra lleno de agua, y encorvado bajo su peso, regaba por delante de las tiendas y de las casas mediante un exiguo estipendio. Y yo mismo, cuando estuve en edad de trabajar, le ayudaba en su tarea, y llevaba a la espalda un odre de agua proporcionado a mis fuerzas, y aun más pesado de lo conveniente. Y cuando mi padre falleció en la misericordia de su Señor, me quedó por toda herencia, por toda sucesión y por todo bien, el odre grande de piel de cabra que servía para el riego. Y a fin de poder atender a mi subsistencia, me vi obligado a ejercer el oficio de mi padre, que era muy estimado por los mercaderes delante de cuyas tiendas regaba y por los porteros de los señores ricos.

Pero, ¡oh hermano mío! la espalda del hijo nunca es tan resistente como la de su padre, y pronto tuve que abandonar el trabajo penoso del riego para no fracturarme los huesos de la espalda o quedarme irremediablemente jorobado, de tanto como pesaba el enorme odre paterno. Y como no tenía bienes, ni rentas, ni olor siquiera de estas cosas, tuve que hacerme derviche mendigo y tender la mano a los transeúntes en el patio de las mezquitas y en los sitios públicos. Y cuando llegaba la noche me tendía cuan largo era a la entrada de la mezquita de mi barrio, y me dormía después de comerme la exigua ganancia del día, diciéndome, como todos los desdichados de mi especie: "¡El día de mañana, si Alah quiere, será más próspero que el de hoy!" Y tampoco olvidaba que todo hombre tiene fatalmente su hora sobre la tierra, y que la mía tenía que llegar, tarde o temprano, quisiera o no quisiera yo. Y por eso no dejaba de pensar en ella y la vigilaba como el perro en acecho vigila a la liebre.

Pero, entretanto, vivía la vida del pobre, en la indigencia y en la penuria, y sin conocer ninguno de los placeres de la existencia. Así es que la primera vez que tuve entre las manos cinco dracmas de plata, don inesperado de un generoso señor, a la puerta del cual había ido yo a mendigar el día de sus bodas, y me vi poseedor de aquella suma, me prometí agasajarme y pagarme algún placer delicado. Y apretando en mi mano los dichosos cinco dracmas, eché a correr hacia el zoco principal, mirando con mis ojos y olfateando con mi nariz por todos los lados para elegir lo que iba a comprar. Y he aquí que de repente oí grandes carcajadas en el zoco...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.