Las mil y una noches:830
PERO CUANDO LLEGO LA 861ª NOCHE
[editar]Ella dijo:
"... Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y el califa le dejó en el meidán para regresar a palacio solo aquel día.
Y he aquí que al siguiente, después de la plegaria intermedia de mediodía, el califa entró en el diwán de audiencias, y el gran visir Giafar al punto introdujo en su presencia a los cinco personajes con quienes se habían encontrado la víspera en el puente de Bagdad, a saber: el ciego que se hacía abofetear, el maestro de escuela lisiado, el jeique generoso, el noble jinete a cuya zaga tocaban aires indios y chinos, y el joven dueño de la yegua blanca. Y cuando los cinco estuvieron prosternados ante su trono y hubieron besado la tierra entre sus manos, el califa les hizo con la cabeza seña de que se levantaran, y Giafar les colocó por orden, uno junto a otro, en la alfombra que había al pie del trono.
Entonces Al-Raschid se encaró con el joven dueño de la yegua blanca, y le dijo: "¡Oh joven que ayer te mostraste tan inhumano con la hermosa yegua blanca tan dócil que montabas! ¿puedes decirme, para que yo lo sepa, el motivo que impulsaba a tu alma a portarte de modo tan bárbaro con un animal mudo que no puede responder a las injurias con injurias y a los golpes con golpes? Y no me digas que obrabas así para guiar o para desbravar a tu yegua. Porque en mi vida he desbravado y guiado yo mismo gran número de potros y potrancas, pero nunca he tenido necesidad de maltratar, como tú lo hacías, a los animales que he enseñado. Y tampoco me digas que hostigabas así a tu yegua para divertir a los espectadores, pues no solamente no les divertía ese espectáculo inhumano, sino que les escandalizaba y a mí también me escandalizaba con ellos. Y en poco estuvo ¡por Alah! que me diese a conocer en público para castigarte como merecías y poner fin a un espectáculo tan repugnante. Habla, pues, sin mentir y sin ocultarme nada del motivo de tu conducta, porque es el único medio que te queda de escapar a mi rencor y de entrar en mi gracia. Y si tu relato me satisface y tus palabras disculpan tu conducta, dispuesto estoy incluso a perdonarte y a olvidar todo lo que de ofuscante hubiese en tu manera de obrar".
Cuando el joven dueño de la yegua blanca hubo oído las palabras del califa, se le puso la tez muy amarilla y bajó la cabeza guardando silencio, presa visiblemente de un embarazo muy grande y de una pena sin límites. Y como continuara erguido de tal suerte, sin poder llegar a pronunciar una sola palabra, mientras brotaban lágrimas de sus ojos y le caían en el pecho, el califa cambió de tono con él, y más intrigado que nunca, le dijo con voz dulce: "¡Oh joven! olvida que estás en presencia del Emir de los Creyentes y habla con toda libertad, como si estuvieras entre tus amigos, pues bien veo que tu historia debe ser una historia muy extraña y el motivo de tu conducta un motivo muy extraño. Y te juro, por los méritos de mis antecesores los Gloriosos, que no se te hará ningún mal".
Y Giafar, por su parte, se puso a hacer al joven, con la cabeza y con los ojos, señas inequívocas de estímulo que significaban claramente: "Habla con toda confianza. Y no tengas la menor inquietud".
Entonces el joven comenzó a recobrar el aliento perdido, y tras de alzar la cabeza, besó la tierra una vez más entre las manos del sultán, y dijo:
HISTORIA DEL JOVEN DUEÑO DE LA YEGUA BLANCA
[editar]"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que soy muy conocido en mi barrio, donde me llaman Sidi Nemán. Y la historia que es mi historia y que, por orden tuya, voy a contarte, constituye un misterio de la fe musulmana. Y si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de enseñanza a quien la leyera con espíritu atento".
Y el joven se calló un instante para reunir en la memoria todos sus recuerdos, y prosiguió:
"Cuando murió mi padre, me dejó lo que Alah me había escrito para herencia. Y advertí que los beneficios de Alah sobre mi cabeza eran más numerosos y más escogidos de lo que anhelara nunca mi alma. Y además observé que de día en día yo iba siendo el hombre más rico y más considerado de mi barrio. Pero mi nueva vida, lejos de infundirme pedantería y orgullo, no hizo más que desarrollar mis acentuadas aficiones a la calma y a la soledad. Y continué viviendo soltero, felicitándome todas las mañanas de Alah por no tener preocupaciones de familia ni responsabilidades. Y me decía todas las noches: «¡Ya Sidi Nemán, cuán modesta y tranquila es tu vida! ¡Y cuán deleitosa es la soledad del celibato!»
Pero, un día entre los días, ¡oh mi señor! me desperté con un violento e incomprensible deseo de cambiar de vida repentinamente. Y entró en mi alma este deseo bajo la forma del matrimonio. Y en aquella hora y en aquel instante, me levanté, movido por los movimientos interiores de mi corazón, diciéndome:
"¿No te da vergüenza, ya Sidi Nemán, vivir de tal suerte, solo en esta morada, como un chacal en su guarida, sin ninguna presencia dulce al lado tuyo, sin un cuerpo de mujer fresco siempre para refrescarte los ojos y sin ningún afecto que te haga sentir que en realidad vives del soplo de tu Creador?
¿Esperas, pues, para conocer las ventajas de nuestras jóvenes a que los años te hayan vuelto impotente y bueno, cuando más, para ver sin consecuencias?"
Ante estos pensamientos tan naturales, que acudían a mi espíritu por vez primera, no vacilé ya más en seguir las incitaciones de mi alma, puesto que el alma nos es cara y todos sus anhelos merecen ser satisfechos.
Pero como yo no conocía a mujeres casamenteras que pudiesen buscarme una esposa entre las hijas de los notables de mi barrio y de los mercaderes ricos del zoco, y como, por otra parte, estaba muy resuelto a casarme con conocimiento de causa, es decir, dándome cuenta por mis propios ojos de los encantos y cualidades de mi esposa, y no siguiendo la costumbre que exige no se vea el rostro de la desposada más que después de extendido el contrato y de las ceremonias matrimoniales, me decidí a elegir a mi esposa sencillamente entre las hermosas esclavas que se venden y se compran.
Así salí de mi casa inmediatamente y me dirigí al zoco de los esclavos, diciéndome: "¡Ya Sidi Nemán, excelente es tu determinación de tomar esposa entre las jóvenes esclavas en vez de buscar alianza con las muchachas notables! Porque con eso eludes muchos fastidios y trabajos, no sólo evitándote el tener a tu espalda la nueva familia de tu esposa, y en tu estómago las miradas, de continuo enemigas, de la madre de tu esposa, vieja calamitosa ciertamente, y en tus hombros la carga de los hermanos mayores y menores de tu esposa, y de los parientes viejos y jóvenes de tu esposa, y de las relaciones enfadosas y pesadas de tu tío, padre de tu esposa, sino también alejando de ti las futuras recriminaciones de la hija de notables, que no dejaría de hacerte sentir en toda ocasión que era de extracción superior a la tuya, y que para con ella no tenías más que deberes, y que le debías todos los miramientos y todas las obligaciones.
Y entonces sería cuando podrías desear tu vida de soltero y morderte los dedos hasta hacerte sangre. ¡Mientras que escogiendo por ti mismo una esposa probada con tus ojos y con tus dedos y que no tenga nada que la ate y esté sola en absoluto con su belleza, simplificas tu existencia, te evitas complicaciones y tienes todas las ventajas del matrimonio sin tener sus inconvenientes!"
Y alimentando aquella mañana estos pensamientos nuevos, ¡oh Emir de los Creyentes! llegué al zoco de esclavas para escoger una esposa agradable con quien vivir entre dulzuras de todas clases, amor mutuo y bendiciones. Porque como por naturaleza estaba yo capacitado para el afecto, anhelaba con todas mis fuerzas encontrar en la joven de mi agrado las cualidades de alma y cuerpo que me permitieran consagrar a ella las reservas acumuladas de una ternura de la que todavía no había consagrado la menor partícula a ningún otro ser viviente.
Aquel era precisamente día de mercado, y un arribo reciente había traído a Bagdad hacía poco muchachas jóvenes de Circasia, de Jonia, de Arabia, del país de los Rums, de la ribera anadoliana, de Serendib, de la India y de la China.
Cuando llegué al centro del mercado, los corredores y los subastadores ya habían dispuesto allí los diversos lotes separadamente para evitar los desórdenes que hubiese ocasionado la mezcla de aquellas razas distintas. Y en cada uno de aquellos lotes se ponía bien de relieve a cada joven, de modo que se la pudiese examinar en todos sentidos y que cada trato se ultimase a sabiendas y sin engaños.
Y el Destino quiso -¡nadie podría escapar a su destino!- que mis primeros pasos se encaminasen por sí mismos hacia el grupo de las jóvenes llegadas de las Islas del extremo Norte.
Además, aunque mis pasos no se hubiesen encaminado por sí mismos hacia aquel lado, hacia aquél habrían mirado mis ojos inmediatamente. Porque aquel grupo se distinguía, entre los grupos más sombríos que estaban próximos a él, por su claridad y por una cascada de pesadas cabelleras, amarillas como el oro, que ondulaban sobre cuerpos de una blancura de plata virgen. Y las jóvenes que en pie integraban aquel grupo se parecían todas de manera extraña, como las hermanas se asemejan a sus hermanas cuando son del mismo padre y de la misma madre.
Y todas tenían los ojos azules cual la turquesa iránica cuando todavía conserva la humedad de la roca...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.