Las mil y una noches:831
PERO CUANDO LLEGO LA 862ª NOCHE
[editar]Ella dijo:
... Y todas tenían los ojos azules cual la turquesa iránica cuando todavía conserva la humedad de la roca.
Y yo, que en mi vida ¡oh mi señor! había tenido ocasión de ver jóvenes de una belleza tan extraña, estaba maravillado y sentía que se me salía el pecho del alma en pos de aquel espectáculo emocionante. Y al cabo de una hora de tiempo, sin poder llegar a fijar mi elección en alguna de ellas, que todas eran igualmente hermosas, cogí de la mano a la que me parecía que era la más joven y en seguida la adquirí sin regatear ni escatimar. Porque la circundaban por entero las gracias, y era como la plata en la mina y como la almendra mondada, clara y pálida hasta el exceso, con su vellón de seda amarilla, con inmensos ojos mágicos, azules, bajo sombrías pestañas curvadas como las hojas de las cimitarras y velando una mirada de dulzura marina. Y a su vista me acordé de esos versos del poeta:
- ¡Oh tú, cuya preciosa tez está matizada de ámbar como la tez de la rosa china, y cuya boca con su contenido es una manzanilla purpúrea que floreciera sobre dos sartas de granizos!
- ¡Oh poseedora de dos ojos de ágata sombreados por pétalos de jacinto y más rasgados que los de una antigua faraona!
- ¡Oh espléndida! ¡Si te comparase a las más bellas de nuestras amadas me equivocaría, pues eres bella sin comparación!
- ¡Pues aunque sólo tuvieras el grano de belleza que se aloja en el hoyuelo amable de la comisura de tus labios, harías que los humanos titubearan en la locura!
- ¡Aunque sólo tuvieras esas piernas esbeltas que se yerguen mirándose en el espejo de tus pies desnudos, superarían ellas a los juncos que se miran en el agua!
- ¡Aunque sólo tuvieras ese talle dócil al ritmo de tus esplendores, darías envidia a las ramas tiernas del árbol ban!
- ¡Y aunque sólo tuvieras ése tu porte, más magnífico que el de un navío sobre el mar cuando lo tripulan piratas, martirizarías con tus pupilas a los corazones todos!
Y cogí, pues, de la mano a la joven, ¡oh mi señor! y tras de proteger con mi manto su desnudez, me la llevé a mi morada. Y me complació con su dulzura, su silencio y su modestia. Y comprendí hasta qué punto me atraía su belleza exótica, su palidez, sus cabellos amarillos como el oro en fusión y sus ojos azules, siempre bajos, que eludían siempre los míos por timidez, sin duda alguna. Y como ella no hablaba nuestra lengua y yo no hablaba la suya, evité fatigarla con preguntas que quedarían sin respuestas. Y di gracias al Donador, que había conducido a mi morada una mujer cuya contemplación ya por sí sola constituía un encanto.
Pero la misma noche de su entrada en la casa no dejé de notar en ella cosas singulares. Porque en cuanto cayó la noche, sus ojos azules sé hicieron más sombríos, y su mirada, anegada en dulzura durante el día, se tornó chispeante, como animada de un fuego interior. Y la poseyó una especie de exaltación que se traducía en sus facciones por una palidez mayor aún y por ligero temblor de los labios. Y de cuando en cuando miraba hacia la puerta, como si deseara tomar el aire. Pero como la hora nocturna no era favorable al paseo, y además ya era tiempo de tomar nuestra cena, me senté y la hice sentarse a mi lado.
Y mientras esperábamos a que nos sirvieran la comida, quise aprovechar la oportunidad para hacerle comprender hasta qué punto su llegada era una bendición para mí y los tiernos sentimientos que germinaban en mi corazón al verla. Y la acaricié dulcemente, y traté de mimarla y de domesticar su alma extranjera. Y la cogí la mano dulcemente y me la llevé a los labios y al corazón. Y pasé ligeramente mis dedos por la seda incitante de su cabellera, con tanto cuidado como si tocara una antiquísima tela pronta a abrirse al menor contacto. Y ya no olvidaré ¡oh mi señor! lo que hube de experimentar a aquel contacto. En vez de sentir la tibieza de los cabellos vivos, fué como si las crines amarillas de sus trenzas se hubiesen extraído de algún metal helado, o como si mi mano, al acariciar aquel vellón, rozara seda empapada en nieve derretida. Y a la sazón no dudé de que su cabellera estuviese desde un principio tejida por entero con hilillos de filigrana de oro.
Y pensé con mi alma en la omnipotencia infinita del Dueño de las criaturas, que en nuestros climas hace don a nuestras jóvenes de sus cabelleras negras y cálidas como el ala de la noche, y corona la frente de las claras hijas del Norte con esa corona de llama congelada.
Y ¡oh mi señor! no pude por menos de emocionarme con una emoción mezcla de asombro a la par que de delicias al saberme esposo de una criatura tan rara y tan diferente a las mujeres de nuestros climas. Y hasta tuve la percepción de que ella no era de mi sangre ni de nuestra extracción común. Y en poco estuvo que no le atribuyera de pronto dones sobrenaturales y virtudes desconocidas. Y la miré con admiración y asombro.
Pero en seguida entraron los esclavos llevando a la cabeza las bandejas cargadas de manjares, que colocaron ante nosotros. Y observé que, no bien vió aquellos manjares, se acentuaba el azoramiento de mi esposa, y que por sus mejillas de raso mate pasaban alternativas de rubor y de palidez, en tanto que se dilataban sus ojos, fijos en los objetos sin verlos.
Y atribuyendo todo aquello a su timidez y a su ignorancia de nuestras costumbres, quise animarla a probar los manjares servidos, y empecé por un plato de arroz cocido con manteca, del que me puse a comer utilizando para ello los dedos, como hacemos generalmente. Pero aquello, en lugar de abrir el apetito en el alma de mi esposa, debió ocasionarle, a no dudar, un sentimiento parecido a la repulsión, si no a la náusea. Y lejos de seguir mi ejemplo, volvió ella la cabeza y miró en torno suyo como buscando algo. Después, tras de un largo rato de vacilación, como viera que mi mirada le suplicaba que tocase a los manjares, se sacó del seno un estuchito tallado en un hueso de niño, y extrajo de él un finísimo tallo de grama, semejante a esos menudos tallos que utilizamos de limpia-oídos. Y cogió delicadamente con dos dedos aquel tallito puntiagudo y se puso a pinchar con él lentamente el arroz y a llevárselo a los labios más lentamente todavía y grano a grano. Y entre cada dos de sus minúsculos bocados dejaba transcurrir un largo intervalo de tiempo. De modo que ya había acabado yo mi comida cuando ella aún no habría tomado de aquella manera más de una docena de granos de arroz. Y eso fué cuanto quiso comer aquella noche. Y me pareció adivinar, por un gesto vago, que estaba harta. Y no quise aumentar su azoramiento ni enfadarla insistiendo para que tomase algún otro alimento.
Y aquello no hizo más que afirmarme en la creencia de que mi esposa extranjera era un ser diferente a los habitantes de nuestros países. Y pensaba para mi fuero interno: "¿Cómo no ha de ser distinta a las mujeres de aquí esta joven que, para alimentarse, sólo necesita la pitanza que un pajarito? Y si así es en cuanto a las necesidades de su cuerpo, ¿qué será en cuanto a las necesidades de su alma?" Y resolví consagrarme por completo a tratar de adivinar su alma, que me parecía impenetrable.
Y procurando darme a mí mismo una explicación plausible de su manera de obrar, me imaginé que no tendría ella costumbre de comer con hombres, menos aún con un marido, ante quien tal vez la habrían enseñado a que se contuviera. Y me dije: "¡Sí, eso es! Ha llevado la continencia demasiado lejos porque es sencilla e inocente. ¡O acaso haya cenado ya! O bien si no lo ha hecho todavía, se reserva para comer sola y con libertad".
Y al punto me levanté y la cogí de la mano con precauciones infinitas, y la conduje a la estancia que le había hecho preparar. Y allí la dejé sola, a fin de que quedase libré de obrar a su antojo. Y me retiré discretamente.
Y por miedo a molestarla o a parecerle importuno, no quise entrar aquella noche en el aposento de mi esposa, como, por lo general, hacen los hombres en la noche nupcial, sino que, al contrario, pensé que con mi discreción me atraería la gracia de mi esposa y así le demostraría que los hombres de nuestros países están lejos de resultar brutales y desprovistos de cortesía y saben, cuando es preciso, aparecer delicados y reservados. No obstante, ¡oh Emir de los Creyentes! por tu vida te juro que aquella noche no me faltó el deseo de penetrar en mi clara esposa, la joven hija de hombres del Norte, que era dulce a mi vista y que había sabido encantar mi corazón con su gracia extraña y el misterio que la envolvía. Pero era mi placer demasiado precioso para comprometerme precipitando los acontecimientos, y sólo ganancias podría reportarme el preparar el terreno y dejar que el fruto perdiera su acidez y llegara a plena madurez con la lozanía conveniente. Sin embargo, pasé aquella noche presa del insomnio, pensando en la belleza rubia de la joven extranjera que perfumaba mi morada, y cuyo cuerpo lustral me parecía sabroso como el albaricoque cogido bajo el rocío, y aterciopelado como él, y como él deseable...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.