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Las mil y una noches:833

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Las mil y una noches - Tomo V
de Anónimo
Capítulo 833: y cuando llego la 864ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 864ª NOCHE

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Ella dijo:

... Y apenas hubo ella vomitado aquellas sílabas diabólicas, de repente me vi metamorfoseado en perro. Y mi esposa se precipitó sobre mí, seguida de la espantable ghula. Y tan violentamente la emprendieron ambas conmigo a puntapiés, que no sé cómo no me quedé muerto en el sitio. Sin embargo, el peligro extremado en que me encontraba y el apego a la vida me dieron fuerza y valor para saltar sobre mis cuatro patas y ponerme en fuga con el rabo entre las piernas, perseguido con igual furor por mi esposa y por la ghula. Y sólo cuando me arrojaron muy lejos del cementerio fué cuando cesaron de maltratarme y de correr detrás de mí, que ladraba de dolor lamentablemente y me caía cada diez pasos. Y las vi volverse al cementerio. Y me apresuré a franquear las puertas de la ciudad, como un perro perdido y desgraciado.

Y al día siguiente, tras de una noche pasada dando tumbos por la ciudad y evitando los mordiscos de los perros de barrio, que me perseguían como a intruso, se me ocurrió la idea de refugiarme en cualquier parte para escapar a sus ataques crueles. Y me metí con viveza en la primera tienda abierta a aquella hora temprana. Y fui a esconderme en un rincón para sustraerme a su vista.

Aquella tienda era de un vendedor de cabezas y patas de carnero. Y el tendero me protegió en un principio contra mis agresores, que querían penetrar en persecución mía hasta el interior de la tienda. Y consiguió echarlos y alejarlos; pero fué para volver a mi lado con el propósito evidente de espantarme. Y vi, en efecto, que no podía contar con el asilo y la protección que esperaba. Porque aquel tripicallero era una de esas personas escrupulosas hasta más no poder y supersticiosamente fanáticas, que tienen a los perros por animales inmundos y no encuentran bastante agua ni jabón para lavar su ropa cuando, por casualidad, les roza un perro al pasar junto a ellos. Se acercó, pues, a mí, y me conminó con el gesto y con la voz a que me marchara de su tienda cuanto antes. Pero yo hice la rosca, gimoteando con aullidos lamentables y mirándole a los pies con ojos implorantes. Entonces, un tanto apiadado, soltó el bastón con que me amenazaba, y como aspiraba a desembarazar a todo trance de mi presencia su tienda, cogió uno de los admirables pedazos olorosos de patas cocidas, y sosteniéndolo en la punta de los dedos de modo que yo lo viera bien, salió a la calle. Y atraído por el tufillo de aquel buen bocado, ¡oh mi señor! me levanté de mi rincón y seguí al tripicallero, quien me arrojó el pedazo en cuanto me vió fuera de su tienda, y se volvió a su casa. Y no bien hube devorado aquella carne excelente, quise volver a toda prisa a mi rincón. Pero no había contado con el vendedor de cabezas, quien, previendo mi impulso, permanecía en el umbral, inconmovible, con el terrible bastón de nudos en la mano. Y hube de mirarle en actitud suplicante, meneando la cola para indicarle que imploraba de él me otorgase el favor de aquel refugio. Pero se mantuvo inflexible, y hasta empezó a enarbolar su bastón, gritándome con voz que no me dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones: "Vete ¡oh proxeneta!"

Entonces, muy humillado y temiendo, además, los ataques de los perros del barrio, que ya empezaban a caer sobre mí desde todos los puntos del zoco, eché a correr y alcancé a toda prisa la tienda abierta de un panadero, que estaba muy próxima a la del tripicallero.

Y he aquí que, a primera vista, aquel panadero me pareció, muy al contrario del vendedor de cabezas de carnero, devorado por los escrúpulos y dominado por las supersticiones, un hombre alegre y de buen augurio. Y lo era, en efecto. Y en el momento en que yo llegué delante de su tienda estaba él sentado en su estera tomando el desayuno. Y aunque yo no le había dado ninguna prueba de mis ganas de comer, su alma compasiva le indujo en seguida a arrojarme un trozo grande de pan empapado en salsa de tomate, diciéndome con cariñosa voz: "¡Toma, ¡oh pobre! come a tu gusto!" Pero yo, lejos de abalanzarme con avidez y glotonería sobre el bien de Alah, como hacen, por lo general, los demás perros, miré al generoso panadero haciéndole una seña con la cabeza y meneando la cola para patentizarle mi gratitud. Y debió conmoverle mi cortesía y verlo con agrado, porque le vi sonreírme con bondad. Y aunque no me torturaba el hambre y no tenía gana de comer, no dejé de coger con los dientes el trozo de pan, únicamente por complacerle, y me lo comí con bastante lentitud para darle a entender que lo hacía por consideración a él y en honor suyo. Y él lo comprendió todo, y me llamó y me hizo seña de que me sentara junto a su tienda. Y me senté, dejando oír pequeños gruñidos de placer y mirando a la calle para indicarle que por el momento no le pedía otra cosa que su protección. Y gracias a Alah, que le había dotado de inteligencia, comprendió todas mis intenciones, y me hizo caricias que me animaron y me dieron confianza: osé, pues, introducirme en su casa. Pero fui bastante hábil para darle a entender que sólo lo haría con su permiso. Y lejos de oponerse a mi entrada, se mostró, por el contrario, lleno de afabilidad y me indicó un sitio donde podría instalarme sin incomodarle. Y tomé posesión de aquel sitio, que desde entonces conservé todo el tiempo que viví en la casa.

Y a partir de aquel momento mi amo sintió por mí una gran afección y me trató con benevolencia extremada. Y no podía almorzar; ni comer, ni cenar sin tenerme a su lado y darme una ración más que suficiente. Y por mi parte yo le demostraba toda la fidelidad y toda la abnegación de que puede ser capaz la mejor alma perruna. Y a causa del agradecimiento que sentía por sus cuidados, tenía los ojos fijos constantemente en él y no le dejaba dar un paso en la casa o por la calle sin ir detrás de el fielmente, tanto más cuanto que hube de notar que mi atención le gustaba, y que si por casualidad se disponía a salir sin que yo, por algún indicio, me hubiese dado cuenta de antemano, no dejaba de llamarme familiarmente, silbándome. Y al punto me lanzaba yo a la calle desde mi sitio; y saltaba y me deshacía en cabriolas, dando mil vueltas en un instante y haciendo mil idas y venidas a la puerta. Y no cesaba en tales alborozos hasta que salía él a la calle. Y entonces le acompañaba por donde fuera, siguiéndole o corriendo delante de él y mirándole de cuando en cuando para demostrarle mi alegría y mi contento.

Hacía ya algún tiempo que estaba yo en casa de mi amo el panadero, cuando un día entre los días entró en la tienda una mujer que compró un panecillo que acababa de salir muy hueco del horno.

Tras de pagar a mi amo, la mujer cogió el pan y se dirigió a la puerta. Pero mi amo, que advirtió que era falsa la moneda que acababa de tomar, llamó a la mujer y le dijo: "¡Oh tía, que Alah alargue tu vida! ¡pero si no te enfada, prefiero otra moneda a ésta! Y al mismo tiempo mi amo le tendió la moneda consabida. Pero la mujer, que era una vieja empedernida, se negó con muchas protestas a tomar su moneda, pretendiendo que era buena, y diciendo: "¡Además, no soy yo quien la ha fabricado, y las monedas no se pueden escoger como las sandías y los cohombros!" Y mi amo no quedó ni por asomo convencido con los argumentos sin consistencia de aquella vieja, y le dijo con voz tranquila y no sin cierto desdén: "Tu moneda es tan visiblemente falsa, que hasta este perro mío que aquí ves, y que sólo es un animal mudo sin discernimiento, no se equivocaría al verla". Y sencillamente, con objeto de humillar a aquella calamitosa, y sin creer ni por pienso en el buen resultado del acto que iba a llevar a cabo, me gritó, llamándome por mi nombre: "¡Bakht! ¡Bakht! ¡ven! ¡ven aquí!" Y al oír su voz, acudí a él, meneando la cola. Y al punto cogió él el cajón de madera donde guardaba su dinero y lo volcó en el suelo, esparciendo ante mí todas las monedas que contenía.

Y me dijo: "¡Aquí! ¡aquí! ¿Ves todo este dinero? ¡Mira bien todas estas monedas! ¡Y dime si no hay entre ellas una moneda falsa!" Y yo examiné atentamente todas las monedas, una tras otra, empujándola ligeramente con la pata, y no tardé en caer sobre la moneda falsa. Y la dejé a un lado, separándola del montón y poniendo encima la pata para hacer comprender a mi amo que había dado con ella. Y le miré, dando pequeños chillidos y meneándome mucho.

Al ver aquello, mi amo, que estaba lejos de esperar semejante prueba de perspicacia en un animal de mi especie, llegó al límite extremo de la sorpresa y de la maravilla, y exclamó: "¡Alah es el más grande! ¡Y sólo en Alah está la omnipotencia!" Y la vieja, sin poder negar ya lo que sus propios ojos habían visto, y espantada además de lo que presenciaba, se apresuró a recoger su moneda falsa y a dar en cambio una buena. Y salió a toda prisa, enredándose en la cola de su traje.

En cuanto a mi amo, sin volver del asombro que hubo de producirle mi perspicacia, llamó a sus vecinos y a todos los tenderos del zoco...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.