Las mil y una noches:834

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Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 834: y cuando llego la 865ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 865ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

... En cuanto a mi amo, sin volver del asombro que hubo de producirle mi perspicacia, llamó a sus vecinos y a todos los tenderos del zoco. Y les contó, con admiración, lo que había pasado, no sin exagerar mi mérito, que ya de por sí era bastante asombroso.

Al oír aquel relato de mi amo todos los presentes se hicieron lenguas de mi inteligencia, diciendo que jamás habían visto un perro tan maravilloso. Y para comprobar por sí mismos las palabras de mi amo, no porque sospechasen de su buena fe, sino sólo con el fin de alabarme más, quisieron poner a prueba mi sagacidad. Y fueron a buscar todas las monedas falsas que tenían en sus casas, y me las enseñaron juntas con otras de buena ley. Y al ver aquello, pensé: "¡Ya Alah! ¡asombra el número de monedas falsas que hay en casa de toda esta gente!"

Sin embargo, como no quería con mi retraimiento que se ennegreciera el rostro de mi amo en presencia de sus vecinos, examiné con atención todas las monedas que me pusieron delante de los ojos. Y no se presentó ni una sola falsa sobre la cual no pusiese yo la pata y la separase de las demás.

Y mi fama cundió por todos los zocos de la ciudad, y llegó hasta los harenes merced a la locuacidad de la esposa de mi amo. Y desde por la mañana hasta por la noche asaltaba la panadería una muchedumbre de curiosos que querían experimentar mi habilidad para distinguir la moneda falsa. Y toda la jornada estaba yo ocupado en complacer así a los clientes, más numerosos de día en día, que iban a casa de mi amo desde los barrios más apartados de la ciudad. Y de tal suerte, mi reputación procuró a mi amo más ganancias que las de todos los panaderos de la ciudad reunidos. Y no cesaba mi amo de bendecir mi llegada, que había sido para él tan preciosa como un tesoro. Y su fortuna, debida a sus sentimientos caritativos, hubo de apenar al vendedor de cabezas de carnero, que se mordía los dedos de rabia. Y devorado por la envidia, no dejó de prepararme emboscadas para llevarme con él unas veces, y otras para darme disgustos, excitando contra mí, en cuanto yo salía, a todos los perros del barrio. Pero yo no tenía nada que temer; pues, por una parte, estaba bien guardado por mi amo y por otra, estaba bien defendido por los tenderos, admirados de mi habilidad.

Y hacía ya algún tiempo que vivía yo de aquel modo, rodeado de la consideración general; y hubiera estado verdaderamente contento de mi vida, si no asaltase de continuo mi memoria el recuerdo de mi antiguo estado de criatura humana. Y lo que sobre todo me hacía sufrir no era el ser un perro entre los perros, sino el verme privado del uso de la palabra y el estar reducido a expresarme con la mirada solamente y con las patas o con gritos inarticulados. Y a veces, cuando me acordaba de la terrible noche del cementerio, se me erizaban los pelos del lomo y me estremecía.

Un día entre los días, una vieja de aspecto respetable fué, como todo el mundo, a comprar pan a la panadería, atraída por mi reputación. Y como todo el mundo, cuando cogió el pan y tuvo que pagar, no dejó de tirarme algunas monedas entre las cuales había puesto a propósito, para hacer la experiencia, una moneda falsa. Y al punto separé de las demás la moneda de mala ley y puse la pata encima, mirando a la vieja, como para invitarla a comprobar si había acertado. Y cogió ella la moneda, diciendo: "¡Has acertado! ¡es la falsa!" Y me miró con gran admiración, pagó a mi amo el pan que había comprado, y al marcharse me hizo una seña imperceptible que significaba claramente: "¡Sígueme!"

Y he aquí, ¡oh Emir de los Creyentes! que adiviné que aquella mujer se interesaba por mí de un modo muy particular, pues la atención con que me había examinado era muy distinta de la manera cómo me miraban los demás. Sin embargo, como medida de prudencia, la dejé marcharse, contentándome con mirarla solamente. Pero después de dar algunos pasos, se volvió ella hacia mí, y al ver que yo no hacía más que mirarla sin moverme de mi sitio, me hizo otra seña más apremiante que la primera. Entonces, impulsado por una curiosidad más fuerte que mi prudencia, aprovechándome de que mi amo estaba a lo último de la tienda ocupado en cocer pan, salté a la calle y seguí a aquella señora. Y eché a andar detrás de ella, parándome de cuando en cuando, vacilante y meneando la cola. Pero, animado por ella, acabé por sobreponerme a mi inquietud y llegué con ella a su casa.

Y abrió ella la puerta de la casa, entró la primera y me invitó con voz muy dulce a hacer lo propio, diciéndome: "¡Entra, entra, ¡oh pobre! que no te arrepentirás!" Y entré detrás de ella.

Entonces, después de cerrar la puerta, me llevó a los aposentos interiores y abrió una estancia, en la que me introdujo. Y vi sentada en un diván a una joven como la luna, que bordaba. Y aquella joven, al verme, se tapó inmediatamente con el velo; y la señora vieja le dijo: "¡Oh hija mía! te traigo al famoso perro del panadero, el mismo que tan bien sabe diferenciar las monedas buenas de las monedas falsas.

Y ya sabes las dudas que te participé desde que corrió el primer rumor acerca del particular. Y hoy he ido a comprar pan en casa de su amo el panadero y he sido testigo de la verdad de los hechos; y me hice seguir por este perro tan raro que maravilla a Bagdad. ¡Dime, pues, tu opinión, ¡oh hija mía! a fin de que sepa si me he equivocado en mis conjeturas!" Y al punto contestó la joven: "¡Por Alah ¡oh madre! que no te equivocaste! Y en seguida voy a probártelo".

Y la joven se levantó en aquella hora y en aquel instante, cogió un tazón de cobre rojo lleno de agua, murmuró sobre él ciertas palabras que no entendí, y rociándome con algunas gotas de aquella agua, dijo: "¡Si naciste perro, sigue siendo perro; pero si naciste ser humano, sacúdete y recobra tu forma primitiva en virtud de esta agua!" Y al instante me sacudí. Y se rompió el encanto, y perdí la forma de perro para convertirme en hombre, que era mi estado natural.

Entonces, conmovido de agradecimiento, me eché a los pies de mi libertadora para darle gracias por tan gran beneficio; y besé la orla de su traje; y le dije: "¡Oh joven bendita! Alah te premie con Sus mejores dones el beneficio sin igual de que te soy deudor y con el que no has vacilado en favorecer a un hombre que no conoces, que es extraño en tu casa. ¿Cómo encontraré palabras para darte gracias y bendecirte como mereces? Sabe, al menos, que no me pertenezco ya que me has comprado por un precio que excede en mucho a mi valor. Y a fin de que conozcas con exactitud al esclavo que ahora es de tu propiedad y posesión, voy a contarte mi historia en pocas palabras para no pesar sobre tus oídos ni fatigar tu entendimiento".

Y entonces le dije quién era y cómo, siendo soltero, me decide súbitamente a tomar mujer y a escogerla, no entre las hijas de los notables de Bagdad, nuestra ciudad, sino entre las esclavas extranjeras que se venden y se compran. Y mientras mi libertadora y su madre me escuchaban con atención, les conté también cómo me había seducido la extraña belleza de la joven del Norte, y mi matrimonio con ella, y mi complacencia y mis miramientos para su persona, y mi proceder delicado, y mi paciencia al soportar sus maneras extraordinarias.

Y les hice el relato del espantoso descubrimiento nocturno, y de todo lo consiguiente, desde el principio hasta el fin, sin ocultarles un detalle.

Cuando mi libertadora y su madre oyeron mi relato, llegaron al límite de la indignación contra mi esposa, la joven del Norte. Y la madre de mi libertadora me dijo: "¡Oh hijo mío! ¡qué conducta tan extraña ha sido tu conducta! ¿Cómo ha podido inclinarse tu alma hacia una hija de extranjeros, cuando nuestra ciudad es tan rica en jóvenes de todos los colores, y cuando tan escogidos y tan numerosos son los beneficios de Alah sobre las cabezas de nuestras jóvenes?

Ciertamente, tendrías que estar hechizado para haber elegido de ese modo sin discernimiento y haber confiado tu destino en las manos de una persona que se diferenciaba de ti en la sangre, en la raza, en la lengua y en el origen. Y bien veo que todo ha sido instigación del Cheitán, del Maligno, del Lapidado. ¡Pero demos gracias a Alah, que, por mediación de mi hija, te ha librado de la maldad de la extranjera y te ha devuelto tu anterior forma de ser humano!" Y tras de besarle las manos, contesté: "¡Oh madre mía bendita! me arrepiento, ante Alah y ante tu faz venerable, de mi acción desconsiderada. Y no anhelo otra cosa que entrar en tu familia como he entrado en tu misericordia. Así, pues si quieres aceptarme por esposo legítimo de tu hija la del alma noble, no tienes más que pronunciar la palabra de conformidad". Y contestó ella: "¡Por mi parte, no veo inconveniente en ello! ¿Pero qué te parece a ti, hija mía? ¿Te conviene este excelente joven que Alah ha puesto en nuestro camino?" Y mi joven libertadora contestó: "Sí, por Alah, me conviene, ¡oh madre mía! Pero no es eso todo. Es preciso primero que para en adelante le pongamos al abrigo de las asechanzas y de la maldad de su antigua esposa. ¡Porque no es suficiente haber roto el encanto por el cual le había excluido ella de la sociedad de los seres humanos, y tenemos que reducirla para siempre a la imposibilidad de hacerle daño!"

Y tras de hablar así, salió de la habitación en que estábamos, volviendo al cabo de un instante con un frasco entre los dedos. Y me entregó aquel frasco, que estaba lleno de agua, y me dijo: "Sidi Nemán, mis libros antiguos, que acabo de consultar, me afirman que la perversa extranjera no está en tu casa a la hora de ahora y tardará en volver. Y también me afirman que la taimada finge, ante tus servidores, que siente gran inquietud por tu ausencia. Apresúrate, pues, mientras ella está fuera, a volver a tu casa con el frasco que acabo de poner entre tus manos, y a esperarla en el patio, de modo que cuando vuelva se encuentre bruscamente cara a cara contigo. Y presa del asombro que le acometerá al verte de nuevo sin esperar, volverá la espalda para emprender la fuga. Y al punto la rociarás con el agua de este frasco, gritándole: "¡Abandona tu forma humana, y conviértete en yegua!" Y ella en seguida se tornará yegua entre las yeguas. Y saltarás a su lomo, y la cogerás por la crin, y sin hacer caso de su resistencia, harás que la pongan en la boca un bocado doble a toda prueba. Y para castigarla como se merece, la emprenderás con ella a latigazos hasta que el cansancio te obligue a interrumpirte. Y todos los días de Alah le harás sufrir un trato análogo. Y de tal suerte será como la domines. Sin lo cual, su maldad acabará por sobreponerse. Y te hará padecer".

Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté con el oído y la obediencia, y me apresuré a ir a mi casa para esperar la llegada de mi antigua esposa, situándome disimuladamente de modo que la viese venir desde lejos y pudiese presentarme cara a cara de ella con brusquedad. Y he aquí que no tardó en mostrarse. Y a pesar de la emoción que me embargó a su vista y a la vista de su belleza conmovedora, no dejé de hacer aquello para lo cual había ido. Y logré a satisfacción convertirla en yegua.

Y desde entonces, tras de unirme por los lazos lícitos con mi libertadora, que era de mi sangre y de mi raza, no dejé de hacer sufrir a la yegua que viste en el meidán ¡oh Emir de los Creyentes! el trato cruel, sin duda alguna, que ha herido tu vista, pero que tiene justificación en la perniciosa maldad de la extranjera.

¡Y ésta es mi historia!"

Cuando el califa hubo oído este relato de Sidi Nemán, se asombró mucho en su alma, y dijo al joven: "Ciertamente, tu historia es singular, y resulta merecido el trato que haces sufrir a esta yegua blanca. Sin embargo, me gustaría verte interceder con tu esposa para que consintiese en buscar el modo de no castigarla a diario con tanto rigor, aunque conservando a esa yegua con su forma de yegua.

¡Pero si la cosa no es posible, Alah es el más grande!"

Y tras de hablar así, Al-Raschid se encaró con el segundo personaje, que era el hermoso jinete que cuando se le encontró iba a la cabeza del cortejo en un caballo que con su aspecto pregonaba su raza, aquel jinete que caracoleaba como un emir o un hijo de rey y cuyo cortejo seguían un palanquín en que iban sentadas dos princesas jóvenes y unos músicos que tocaban aires indios y chinos, y le dijo...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.