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Las muñecas del hombre

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Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


LAS MUÑECAS DEL HOMBRE

¡Amantes! ¡Gente sin Dios, ni patria ni ley!

¡Oid, oid, oid!

Así me dirigía yo a esos desdichados que ensalzan el valor de los seres amados, hasta lo incomprensible.

El amor hace que la mujer valga a los ojos del hombre un trescientos por ciento más que otro ser cualquiera.

Es decir, que una mujer, amada por un hombre hoy, tiene en el acto de recibir el flechazo, un aumento de valor cuya explicación daría lugar a volúmenes enteros.

Es esta una cosa parecida a lo que sucede cuando se recibe en la Bolsa una noticia gorda.

¡La República!

Conmoción general. Bajan los fondos. (Es un ejemplo.)

¡Esa mujer me gusta!

Conmoción particular. Aumento de gastos.

Y ahí tiene usted como el amor que cuando está en alza, degenera en matrimonio, es cosa muy rara.

Castro y Serrano dice, y tiene razón, que se puede amar de balde, pero que para casarse se necesita dinero.

El hombre puede convencerse de esta gran verdad haciendo una observación que yo he hecho no há muchos días.

Por ella he averiguado (y me ha bastado comparar), que vale más un vestido que toda una persona, y que el valor de un brazalete está por encima del sistema nervioso.

Entré en una tienda de juguetes con el objeto de comprar una muñeca para una niña.

El comerciante presentó a mis ojos una colección de muñecas, cuya belleza me sorprendió.

Unas, rubias como la Margarita de Goethe,

Otras, morenas, seductoras, con sus lunarcitos postizos, y sus pegotes de colorete en las mejillas... como las mujeres de verdad.

Había algunas, que movían los ojos.

Otras, que movían los pies y las manos.

Otras, que...

¡Qué sé yo! Aquéllo era un mundo en pequeño. Mujeres hay por él que no tiene tantos atractivos como aquellas figuritas que yo vi, y sin embargo, encuentran eso que las madres llaman proporciones.

Entre todas las lindas muñecas había una.... cuyo recuerdo no se borrará nunca de mi corazón.

Tan bonita, con rostro tan pudoroso... y sobre todo, tan callada!

Una mujer que ni se enfadaba, ni preguntaba, ni pedía! ¡El bello ideal!

—Cuánto vale; le pregunté al comerciante.

—Treinta reales, —me respondió.

Estoy seguro que a una mujer le hubiera parecido cara, y la hubiera regateado.

Los hombres somos más justos, y yo pensé en seguida que aquél era un precio módico.

Cogí la muñeca, que estaba en cueros, y no se ruborizó, y fui a llevármela.

Pero se me ocurrió...

—¡Esta muñeca necesita un vestido!

—Sí, señor, dijo el comerciante: aquí tenemos equipos completos para muñecas: trajes, cintas, adornos... y empezó a sacar las cajas donde se hallaban encerrados los equipos en miniatura. Había en las cajas aquellas una completa imitación de esas tiendas de modas cuya descripción no necesito hacer, porque todo marido las conoce perfectamente y todo el que lo sea, las conocerá un día.

—¿Y cuánto vale una caja de estas? pregunté.

—¿De lujo, ó sencilla?

—Sencilla, a ver si doy ejemplo a la íamilia con esta muñeca.

—Pues bien, una caja de trajes sencillos le costará a usted lo menos, lo menos... cuarenta y cinco reales.

¡Qué lección! ¡Oh, amantes!

El equipo de la muñeca valía una mitad más que la muñeca misma!

Lo mismo, enteramente lo mismo sucede en el mundo.

Por eso el hombre prefiere siempe la mujer en estado de desnudez.

¡Es claro!