Las posadas del amor/Capítulo 5

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo 5

Una mañana recibió el visitante el gozo de ver acentuada la remisión de los cerebrales síntomas que ya se venía manifestando de días atrás. Clotilde pudo charlar con él durante el tiempo que estuvo, jugando a vestir y a desnudar siete muñecas. Esto le permitió a la directora en la sala, y a ratos por el colegio, cumplir sus obligaciones con menos preocupación de la visita; venía a la alcoba cuando la llamaba Clotilde: «¡Madre! ¡Madre!» -y como la llamaba sin cesar, mimosa, para enseñarla sus rubias y morenas de gamuza y de biscuit sentadas en la colcha, para que mirase que las iba poniendo medallitas, para todo... ella quedábase un instante, la daba un beso y volvía a partir.

Por la tarde continuó la niña con la inteligencia despejada, pero la fiebre llegó a 40. El doctor estaba satisfecho, tanto del alivio cuanto de advertir, al fin, la buena armonía de Víctor con la hermana. Salieron juntos y ponderábale:

-¡Muy bien, hombre; muy bien, don Víctor! Veo que, cuando se pone, sabe tratar con monjitas. ¡Ellas le creían a usted el mismísimo demonio!

-¿Y... la enferma? -hubo Víctor de inquirir, desdeñando el juicio aquel de estúpido, de bruto, que presuponía la necia admiración, y para él tan general fuera y dentro de conventos.

-¡Oh, la enferma! ¡Nada! Lo que dije. Marcha bien; pero sin que haya quien le quite sus ocho, sus nueve septenarios. Llevamos tres. Usted puede volverse a Madrid y hacer viajes. De este modo no corta sus asuntos.

Los asuntos de Víctor, ¡bah!, estaban en ninguno y en cualquier sitio de la Tierra. Ahora, en la paz de Versala y de su fonda, pasábase las noches planeando un libro nuevo. Los días habíanle distribuido sus horas gratamente: cuatro en el colegio, otras cuantas frente al mar, por las playas soledosas, en diálogo con el alma inmensa de los cielos y las aguas...

Había ido conociendo a todas las hermanas poco a poco. Su estancia en el convento tenía algo ya de familiar. Una vez la directora le había subido a las clases y le había acompañado a la iglesia para enseñarle dibujos y cuadros pintados por ella misma. Otra vez la hermana Carmen, al despedirle, hablando, hablando, le entró en la sala de bordar; un bello estandarte de raso y plata estaba sin concluir por falta de dinero; Víctor sorprendió a la hermana Carmen dejando quinientas pesetas: «El estandarte era para la Virgen del Tur, que le salvaba a su hija».

Volvió a llorar en este día la directora, al saberlo. Y lloró ocultándose de las demás. El llanto es una ternura sentimental impropia de las religiosas -de la fuerte fe de quienes han de aceptarlo todo con divinos estoicismos. Pero ella tenía una histérica excitación por culpa de tantas noches sin descanso y una debilidad irritable que la producía visiones, que ponía sus nervios a la merced de cualquier ruido y cualquier cosa...

Continuó, por suerte, día tras día, el alivio de Clotilde. La fiebre nada más. Pero una fiebre tenacísima, en ciclos de oscilación de un grado apenas y que admiraba a Víctor y a la hermana Nieves con el despejo de la enferma. Esta, principalmente por las mañanas, jugaba con su «padre» y las muñecas, y le rogaba dulce a don Antonio que la dejara levantarse; pronto (a la negativa un poco brusca del doctor, que así mantenía con los enfermos su prestigio), plegábase la dócil voluntad de la mimosa bien querida; esperaba a que partiese, y tornaba a reír y a charlar en el místico reposo de la estancia, como en un nido de amor y de ventura que por vez primera le brindaba juntas la abnegación y la caricia de «papá Víctor», del inolvidable papá en cuyas rodillas jugó tanto en otro tiempo, y la abnegación y la caricia de la monja, de la madre más consagrada a ella, y más su madre que su madre... ¡Oh, sí; de la muerta tenía recuerdos dolorosos el corazón de la criatura!... Víctor lo confirmaba en muchos rasgos; la chiquilla de siete años guardaba la memoria emocional de la chiquilla de cinco.

-¡Madre! ¡Madre! -llamaba a esta otra madre del alma sin cesar.

Venía la tan llamada, de la sala, y se obstinaba la mimosa en hacerla sentarse al otro lado.

-¿Ves, papá Víctor? No quiere estar cuando vienes, porque ya juego contigo. ¡Y yo quiero que os estéis los dos!

-No, nenita; es que tiene que hacer la madre.

-¡Claro, bobita; tengo que hacer!

Sin embargo, se sentaba unos momentos. Poníase a vestirle las muñecas. Clotilde se había empeñado en que se parecía a la madre la más fina. Víctor, contemplando a la joven directora, mientras ella se recogía en un silencio de emoción y la niña veíala prender y desprender alfileres, confirmaba el parecido: era en la boca, tan roja y tan pequeña, y era en los ojos, tan grandes y de pestañas tan negras, sobre la pura palidez de porcelana. La directora podía parecerse a todas las lindas muñecas que tuviesen algunas delicadas líneas en un óvalo perfecto... No tardaba en volverse al saloncillo. A la niña causábale contrariedad; a Víctor no; para su emoción de pureza y de paz, bastábale saberla allí y estar bebiendo y respirando de su alma la paz y la pureza.

En otro día que la fiebre había bajado a 38, la animación de Clotilde y la alegría de todos fue inmensa. Hubo hasta sus infracciones a los mandatos del doctor. Las hermanas fueron desfilando para verla y darle gracias a la Virgen, y a un grupo de colegialas se le permitió saludar y hablar con la enfermita sin entrar, desde los claustros.

-¿Cuándo te levantas?

-¡No lo sé! ¿Quién eres? ¿Acacia?

-¡Sí! ¡Si vieses cómo está de flores el jardín!

¡Si vieses cómo vamos poniendo la iglesia, los altares, para las Flores de María!

-¡Llevadle rosas por mí; tú, Acacia, y vosotras, Jacinta, Magdalena! ¡De las del rosal de junto al pozo!

-¡Bueno! ¡Y le pediremos que te deje levantarte!

-¡Adiós!

-¡Adiós! ¡Ponte buena, que juguemos mucho!



Cuando llegó Víctor, encontró un olor más fuerte a incienso y a rosas y a romero. El grupo de niñas le había enviado también flores a Clotilde, y estaban en jarrones. Eran saudades de campo y de sol, con el que filtraba alegre el trasparente hasta la cama, y la enferma, fatigada del afable jubileo, yacía feliz, con los párpados cerrados encima de una sonrisa.

De pronto los abrió, para expresar el ansia de espacio y libertad de todos los enfermos.

-¡Me estaba acordando del campo! ¡Con qué gana iría yo al campo, papá Víctor! De que esté mejor, ¿quieres llevarme?

-Sí, te llevaré. Cuando estés mejor.

-¡Sí, cuando esté mejor! -palmoteó Clotilde.

Pero a la vez que la alegría de la convalecencia presentida, sufrió Víctor la pena de ver cómo se le acercaba el día en que tuviese que dejar esta vida suya de infinita paz. La directora arreglaba un caldo con Jerez, y se volvió, diciendo:

-¡Bien, Clotilde!... ¡De modo que... al campo, y a no acordarse de mí! ¡Bah... lo que me quieres!

Se sobrecogió la niña, sorprendida por el reproche afable en flagrante ingratitud. Pero su anhelo corrigió en seguida:

-¡Oh, madre... y usted también! No... ¡no iría si usted no va! ¡Si no vamos juntas con papá Víctor! Entonces... ¡que él se quede!

Ellos riéronle la ingenuidad. Y guardaron un silencio sobre el cual fantaseó la inocencia de Clotilde:

-¡Sí, madre! Papá Víctor tiene cerca de aquí, junto al mar, aquella casa que vimos una tarde yendo hacia Tur de paseo. ¡Qué bien los tres en la casa! Hay huerta, muy grande, y dos norias y un mastín. ¡Le dejaríamos suelto si nos diese miedo por la noche!... Además hay barco, y en él iríamos de día, como fuí también con mi mamá. ¡Oh, sí, yo estuve allí con mi mamá, cuando chica! ¿No quiere usted que vayamos, madre?

De nuevo intentaron reír la madre y Víctor..., sino que una viva y extraña confusión les hizo apartarse uno de otro la mirada. Leve la confusión, la inmutación en los rostros; pero honda y advertida mutuamente.

-¡Tontina! -eludió la religiosa en severo mimo-. ¡Vamos, toma el caldo!

Con la cuchara y con el gesto le cerró la boca. Luego fue a refugiarse en el salón.

Rato después, don Antonio enfriaba un poco todos estos alborozos con su serenidad de hombre de ciencia. La fiebre volvería a subir, seguiría su curso de lentitud desesperante.

Y por la tarde le dio la razón el termómetro. Víctor encontró a «su hija» en la semipostración del crecimiento, y a la directora cosiendo un trajecito de muñeca al lado de la cama. Quiso la directora partir, y no la dejó la niña. Quedaron, pues, los dos velando su somnolencia.

Por más que el silencio tuviera la disculpa de la labor de la hermana, pesaba sobre ambos como un mundo... ¡como el mundo de las cosas de sus almas que ellos se dirían en la infinita comunión de... hermana y hermano!... ¡Hermana, hermana, sí! ¡Con qué dulzura y qué verdad llamábala Víctor tal nombre! Pero él... era un ser que ni podría decir, sin abrasarla, toda la dulzura y la verdad de sus afectos. Y si no fuese este miedo, sería otro de ella... singular... muy singular... el que les iba quitando lentamente la espontaneidad de otros días.

De rato en rato la niña abría los ojos, porque la madre consultábala cualquier detalle del vestido. Este, por capricho de su dueña, consistía en un hábito de monja para la fina muñeca de negro pelo, que se parecía a la madre. Pero cada vez eran más torpes y breves las respuestas, y en una, últimamente, Clotilde contestó en divagación... de Tur, del campo, de su madre...

-¡Delira con el campo! -dijo Víctor.

-¡Pobrecilla! -contestó la hermana.

Y al poco, interrogó:

-¿Estuvo en Tur mucho tiempo?

-No, un verano. Fue para ella un soñar de Paraíso.

-Con su madre, claro es.

-Sí, con su madre.

Hubo una pausa, y volvió la hermana a decir:

-Si se le parece, debió de ser muy guapa.

-Sí.

-Y... muy buena, en el fondo.

-¡Oh, también... aunque tan desdichada!

Cosió la hermana, y preguntó, muy doblada a su costura:

-¿Por qué no llegó usted... a estimarla más, como a... la otra?

-¿Qué otra?

-La que murió en Tur.

-Hermana... -dijo, dominando su emoción el tan suavemente requerido en las entrañas-, la estimación de ciertas almas que sueñan un poco el ideal..., un ideal raro, difícil..., es siempre, para la estimada, peligro, tortura, insensatez dichosa de dolor..., como lo fue para la otra.

Calló, pero siguió, porque era de avidez el silencio de la hermana:

-Mi Villa-Paz, en Tur, esperaba a un ángel... siempre a un ángel, y ese ángel... tuvo que arder en su propia gloria al mirarse formado en un demonio. Entonces yo supe que los ángeles de mi gloria de la vida sólo pueden nacer, para morir, de las mártires del mundo o de las mártires de Dios...; y mi Villa-Paz allá sigue, triste y sola, sin que nunca más espere a nadie.

Esta vez, sí fue el silencio más largo, como el de un panteón en que habrían podido resonar lo vibraciones mismas del espíritu. La hermana rezaba o temblaba, esquiva en su capuz, y picándose los dedos con la aguja. Pero al fin la oyó Víctor, con una voz de alucinada que era un miedo a que la oyese Dios, o la niña, o su conciencia:

-¿Se llama... La excelsa, el libro que usted escribió?

-¡La excelsa!... ¡Y es excelso!

-Entonces... ¿lo podría leer?

Víctor vaciló. Sintió piedad.

-¡No, hermana! ¡Es el libro de... otra religión! Para leerlo, es preciso haber vivido mucho o estar dispuesto a vivir la plena vida. Bástele saber que tiene la misma divina caridad de la religión suya, hermana, y de todas las religiones. Y tal vez la misma fuerza. Cuando lo hubiera leído, usted tendría que aborrecerme... a menos de aborrecerse, hermana mía. ¡Y no, yo no lo quiero!

Víctor, que no veía al otro lado del lecho más que unas tocas negras que envolvían un alma, vio que el alma se estremeció bajo las tocas. La abandonó a sí misma, pensando que si a esta noble virgen blanca y a aquella inmunda virgen rubia del hotel hubiese querido la suerte cambiarles los padres y las cunas, aquella virgen rubia sería probablemente aquí la religiosa, y ésta la virgen en subasta del hotel abyecto.

Iba anocheciendo. Clotilde continuaba alentando el seco fuego de su fiebre, y la monja-niña cosía para la niña el hábito de monja de muñeca.

El médico tardaba. Se dieron cuenta de ello al ver lo obscuro de la estancia. Unos talcos de la Virgen rebrillaban, en la sombra del rincón, y Víctor pensó si no sería imprudente prolongar a esta hora su visita. Y se movió de pronto Clotilde, y con su mano, que abrasaba, le cogió una mano:

-¡Oh, papá Víctor!

La niña, con aquel movimiento maquinal de sus delirios, giró al opuesto lado la frente, vio a la madre, y con la mano diestra le cogió una mano también:

-¡Madre!

Las dos manos, al mismo impulso de las pequeñas manos de Clotilde, fueron a juntarse encima de su pecho, a tocarse, sujetas con amorosa fuerza, sobre su mismo corazón. Fue un instante, y Víctor, sintiendo aquella mano tibia y trémula que huyó en espanto como un pájaro, vio también que se escondía bajo las tocas, en refugio y en castigo... ¡Ah, sí... la mano que puso en otros días, sobre el corazón vivo del ángel, un corazón pintado, por defensa!

Él se alzó, se dobló y besó la frente del ángel.

-¡Adiós, hermana! -dijo, despidiéndose.

Cuando estuvo sola, se dobló asimismo la hermana sobre el lecho, contempló al ángel dormido, muy fija..., muy fija..., como loca; -y, por último, besó en un beso muy largo, muy largo, el beso que sobre la frente le había dejado a esta hija de los dos, que no era de ella, el padre, que no era su padre tampoco!...


Al día siguiente cuidó a la enferma, mientras estuvo Víctor, la hermana Rosa. «La directora se hallaba ocupadísima arreglando el templo para la fiesta de la Virgen». Víctor no la vio ni en su visita de por la mañana, ni en su visita de la tarde.