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Las posadas del amor/Capítulo 6

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Capítulo 6

Era la alta noche.

La enferma dormía. La vieja enfermera que auxiliaba para el baño y las fricciones de colonia en los recargos de la fiebre, dormía también.

La hermana velaba pasándole cuentas al rosario. Mas cuando llegó a las de aplicación y quiso rezar el voto por Víctor ofrecido, se abrió su mano y el rosario cayó suelto a la falda sobre el libro de horas... Buscó su mano el grande Crucifijo que llevaba siempre en el cordón de la cintura, y sintió encima el corazón... ¡latíale con violencia, con violencia!

Víctor, más que como sumiso penitente, se le volvía a representar como el irreductible y extraño sacerdote poderoso de otro culto.

Miró a la niña, y vio a Víctor. Besó a la niña... y se tuvo que levantar llena de espanto; la Virgen le decía: «¡Tú no besas esa frente con pureza...; besas... los besos de él!».

-¡Vete, perversa! -le oyó a una voz, que le llegó a la mitad de la conciencia, desde el hueco silencio inmenso de la noche...

Entonces, ahogándose, muriéndose, muerta..., la hermana Nieves huyó, salió, cruzó los claustros, abrió una puertecita y se encontró a solas con su horror en los jardines.

No era la vez primera que algo semejante le pasaba. Conocía ya de su tormento la clara luna de estas noches.

Marchó por la avenida lentamente, queriendo sumirse y extinguirse de sí propia, a la sombra de las bóvedas de ramas. El silencio reinaba formidable, como si alrededor del parque durmiesen las montañas, el mar, el convento, el mundo; como si por las frondas inmóviles durmiesen también los pájaros en letargos de azucena.

Llegó a un cenador abrumado de jazmines, y se dejó caer sobre el banco. Su frente ardía. Su alma ardía, y ardía su corazón. Pero el fresco de la noche serenísima de Junio, la humedad y el perfume de las frondas, el misterio verde de luz plata que temblaba por las grutas de calma y de silencio, la infiltraron pronto de su diáfano reposo.

Una extraña paz de extraños estupores.

Y el extraño Víctor, todo alma, se le volvía a representar en medio de esta inmensa alma azul y negra de la noche y del jardín.

Por él, y a través de él, veía místico, con un misticismo nuevo, cuanto de la vida creyó adivinar maldito, fuera del convento, la enclaustrada desde niña. Por él, y a través de él, y acaso a pesar de él, a ella le habían servido los espejos para ver que tenía los ojos negros, bellos, y los dientes blancos y la boca roja... ¡Oh!... Y ¡sí... a pesar de él; porque decíala todo con tal espiritualidad, con tal delicadeza, tan lejos siempre de esto que entre él y ella, sin duda, un espíritu del mal la sugería, que no hubiese podido reprocharle nada sin la injusticia tremenda de... un confesor que se indignase ante la cuita del dolido penitente!

El reproche, para sí: de cobardía..., de una curiosidad, delante del «extraño», indominable y temeraria, y que después la levantaba estos terrores. Cobarde, porque intentó no verle, pretextándole a las demás hermanas sus quehaceres en la iglesia, y volvió al segundo día, requerida por Clotilde, impulsada también por el mañoso pensamiento de un valor que hiciérala afrontar los quiméricos espantos, como cuando velaba muertos y deshacía la visión del Enemigo en los rincones obscuros - dueña ella de la fe de Dios que la hiciese inexpugnable... Mas, ¡oh, cuánto la mortificaba la divina indiferencia de la Virgen que no quiso antes decirla si era errónea su conducta, si era hipócrita y perverso su heroísmo! ¡Cuánto en la tremenda duda sentíase de las otras religiosas apartada por un matiz de maldición! ¡Y cuánto deploraba ella que el «extraño», el «espiritual y delicado», el «hombre singular» que la traía visiones del mundo turbadoras, no hubiera sido o fuese aún, por un momento, el réprobo y el cínico Don Juan que con una necia impertinencia la hubiese dado motivos para echarle!...

Pero... ¡echarle... a él... al peregrino de un grande amor de ángel, que no era por lo visto de la tierra, y que llegaba a esta posada de amores del cielo con su última ternura!...

Cerró los ojos, inclinó pesada en los brazos la cabeza contra el espaldar del banco, y los labios rojos de la hermana Nieves plegáronse en un beso de ideal... Ella quería decirle a la Virgen que había sabido, sobre la frente de un ángel, besar llena de pureza... los besos de él, puros, piadosos!... Y su deber quedó claro y breve, encima de sus dudas, como su oferta a la Virgen: «rezar por él... seguir acercándole a Dios con su alma de cristiana».

Mas no rezó la hermana Nieves. Quedó así, reclinada en el respaldo, con el éxtasis de otro puro beso de la luna que veían sus ojos entre un claro de jazmines.

Cantaba un grillo.

La brisa agitaba los jazmines y hacía caer muchos, desprendidos, encima de la hermana.

No se sabe al cuánto tiempo se durmió.

Soñaba...

Clotilde iba corriendo por el campo, delante de un mastín, y entre los brazos llevaba una monja de muñecas... Detrás, ella iba con Víctor... Ella vestía un traje como el del retrato de la madre de Clotilde, que Víctor la enseñó...; pero esta madre de Clotilde no había nunca existido... y lo era ella. Caminaban frente al mar, y venían de una casa de Tur, muy blanca, entre las huertas... Al llegar al barco, la hija de los dos quiso un beso de los dos juntos, en la boca... y las tres bocas se juntaron en un beso de tres vidas... Víctor pasó a Clotilde al barco en brazos; a ella por la mano y por el talle... Luego, luego... después... (en la inconexión del ensueño)... ya no era una hija, sino dos, las que tenían ella y Víctor... Esta hija, con el pelo negro lo mismo que su madre; y jugaba con el perro y con Clotilde... Estaba anocheciendo, y solos, Víctor y ella, volvían otra tarde del mar... Volvían dichosos... En lo alto del sendero veían la casa... muy blanca, muy bella, riente con las risas de las niñas y los juegos del mastín... Pero... luego, luego... ¡Oh, después... cuando cerca dejaron Víctor y ella de adorarse con los ojos y miraron la casita... ¡tuvo ella que gritar! La casa blanca era más blanca sobre el negro de la noche. La casa blanca era una blanca capelina enorme de monja de muñeca. La casa blanca era una blanca calavera colosal... y en cada hórrida oquedad de sus ojos de la muerte, cada niña se asomaba y se reía, y el perro, en la puerta, en la boca, aullaba...



El grito de horror lo había lanzado en realidad la que dormía a la luna, despertando.

Miró espantada alrededor, y vio el jardín. Se recogió en el banco, toda miserable.

Tenía frío, ahora, la hermana Nieves, y la falda llena de jazmines. Se dobló y se puso a llorar en sus rodillas su horror y su vergüenza...

La luna seguía teniendo una dulzura de infinito.

La brisa seguía llorando en silencio, sobre la que lloraba en silencio, una blanca lluvia de jazmines.