Las revoluciones
Hemos dicho que la revolución riograndense de 1893 acabó con los escasos progresos de cultura y civilización de aquellas zonas. Creemos no haya en la historia de América precedentes de una guerra civil más implacablemente sanguinaria y bárbara. Han llegado hasta aquí espeluznantes relatos de degüellos, violaciones, incendios, masacres de prisioneros, pero menester es haber atravesado las zonas devastadas de aquella provincia, a raíz de la terminación de la guerra, y oído a los protagonistas de la gran tragedia, emocionados aún, relatar sus escenas, para darse cuenta justa de lo que allí pasó. Quisiéramos trazar como antecedente útil a las constataciones de esa crónica, una síntesis de aquellos salvajismos, pero tememos que no nos basten todas las páginas de esta revista.
Que la supla entonces la imaginación pública exhumando sus recuerdos más lúgubres al respecto, sin excluir el de las depredaciones macedónicas de todo tiempo. El recuerdo del combate de Río Negro, en que trescientos prisioneros fueron encerrados en un corral de piedra de donde los sacaron uno por uno, a lazo, para desjarretarlos y degollarlos como reses, es uno de los episodios de menor cuantía, así como escasa importancia tiene en relación a las demás herejías, el hecho de que a un joven revolucionario le hicieran comer carne asada de su propio padre.
João Francisco, siempre él, fue la figura descollante de la frontera en esa guerra. Al frente de una fuerza poco numerosa, jamás quiso alejarse de las fronteras, campando por sus respetos durante los tres años de la guerra, sobre una zona de más de 600 leguas. Fue hábil y previsora su resolución.
-Los revolucionarios derrotados en el interior tendrán que arrimarse a la frontera oriental para reponerse y allí... ¡yo los barajo en mi lanza! -decía. Y si en algo hubo error fue en lo de la lanza, pues lo que barajó a los insurrectos fueron su faca y la de sus milicos.
Con las alternativas lógicas corrió de victoria en victoria; mejor dicho, de carnicería en carnicería, y al cabo de la revolución pudo mandar al gobernador Castillos, el parte memorable de Varsovia: en la región no quedaba más bicho viviente ni más casa en pie que él con sus contingentes.
Saldanha da Gama con sus trescientos hombres, gente de mar toda, y un brillante estado mayor de oficiales y aspirantes de la escuadra, a pie, sin medio alguno de movilidad, aunque con bastantes armas y municiones, se fortificó sobre una meseta apoyando sus trincheras en la costa misma del río Cuareim, línea divisoria, en previsión del desastre. Proveían de víveres al campamento unos cincuenta gauchos, al mando del comandante Chico Rivero, una brava lanza.
João Francisco acechaba los movimientos de la fuerza invasora y la había dejado obrar temiendo que un ataque antes de tiempo le hiciera perder la presa; cuando supuso a los enemigos en condiciones de hacerse fuertes, se decidió a tirarle el zarpazo. La operación fue de una simplicidad terrible. Ordenó a sus hombres, unos seiscientos, que avanzaran hasta las trincheras, montados al trote y haciendo fuego. Aquello era descabellado. Los marineros de Saldanha diezmaban impunemente a semejantes locos, pero el avance seguía. De repente, los clarines de Saldanha echan diana; el enemigo, que había llegado a unos cincuenta metros de las trincheras, volvía grupas en evidente desmoralización. Chico Rivero se lanza entonces con su caballería a consumar la derrota.
-¡Vuelta cara y sable en mano! -bramaron los oficiales de João Francisco. Y a los pocos segundos se produjo el infernal entrevero sobre el campamento mismo de Saldanha. João Francisco había previsto, con la intuición del avezado a la guerra gaucha, la salida del impetuoso jefe de lanceros. Su táctica era provocarlo y batirlo después, aprovechando los momentos en que el enemigo no podía hacer fuego, para caer como tromba sobre el campo fortificado.
-¡No quedó ni uno! -nos decía el mayor Tambeiro, nuestro cicerone en una excursión reciente al sitio del suceso. El mayor Tambeiro fue el matador glorioso de Saldaña (1).
Sentados sobre una de las trincheras, todavía en pie, de los desdichados vencidos, nos narró el episodio con la más estudiada modestia. Durante el entrevero se echó a perseguir a un hombre muy maturrango que galopaba en caballo de raza hacia el Estado Oriental.
-¡Respéteme! ¡Soy el almirante Saldanha! -gritó el prófugo al sentirlo cerca.
-¡Esos son los que me gustan!, le dije, y lo levanté en peso con mi lanza.
En realidad, no creyó que fuera Saldanha. A saberlo lo agarra vivo, porque estaba desarmado y llevaba un brazo en cabestrillo, y seguro que habría sacado mayor provecho.
Sobre el campo quedaron insepultos todos los cadáveres. Hoy todavía se ven blanquear centenares de osamentas.
-¿Pero, nadie se rindió?
-No hubo tiempo. Cuando nos dimos cuenta no quedaba ninguno vivo. La muchachada estaba caliente con los marineros... ¡Vea qué linda rebanada!... -Se interrumpió alzando del suelo un cráneo que tenía la parte posterior tronchada, indudablemente ¡de un solo golpe de sable!...
Nos contó después este episodio:
"La tropa se entregó al carcheo, y como todos los cadáveres quedaron desnudos nos fue imposible reconocer al almirante. Por suerte, el comandante João Francisco tenía dos prisioneros, dos aspirantes ¡pobrecitos! muy jóvenes, que lloraban como chicos. A ellos se les pidió que nos lo señalaran, pero las horas pasaban y el almirante no era hallado. Les amenazaron con degollarlos si no despachaban pronto, comprendiendo que no querían entregar el cuerpo de su jefe; entonces uno de ellos señaló un muerto.
"-Este es -dijo.
"Algunas señas coincidían pero nos dimos cuenta, por las manos gruesas, la deformidad de los pies y el desaseo del cuerpo, que nos mentía.
"João Francisco lo hizo degollar en presencia del compañero por haberlo engañado.
"El otro muchacho, intimidado, nos indicó el cadáver, ¡pero João Francisco le hizo cortar la cabeza en el acto, por cobarde!
"El cuerpo de Saldanha, horriblemente mutilado, fue envuelto en un cuero fresco y mantenido largo tiempo como trofeo por el vencedor, hasta que sus amigos pudieron darle sepultura piadosa en el cementerio de Rivera, población oriental".
Y entre el cúmulo de episodios tan horrendos que conocemos, oídos a los mismos actores de la tragedia, elegiremos el siguiente, que cierra siniestramente la digresión.
João Francisco tuvo la tétrica voluptuosidad de mantener su gente acampada sobre el mismo campamento de Saldanha todo el tiempo que los miasmas lo permitieron. Lo hacía con el fin de familiarizar la tropa con el espectáculo de la muerte, y de tal manera logró su objeto que en esos días la milicada se entretuvo en desollar los cadáveres para trenzar con piel humana maneas y presillas del apero, ¡prendas muy estimables en aquellas regiones, que se exhiben como testimonios de valor y que algunos superticiosos conservan como amuletos contra las balas!
¡Y jamás olvidaremos la impresión que nos produjo oír a los oficiales de João Francisco relatar entre grandes carcajadas, cómo se divertían los milicos haciendo probar a sus compañeros más zonzos carne asada de los dijuntos, o describir una macabra disparada de caballos del campamento arrastrando los cadáveres que habían servido de estacas a la soldadesca para mantener la soga!
(1) El mayor Tambeiro se llama Salvador Lena, y es nacido en Tacuarembó, Uruguay.