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Las tormentas del 48/VI

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VI

Sigüenza, Noviembre.- Quedamos en que bauticé con el nombre de Barberina la estrella más brillante de la Osa Mayor, la que los astrónomos, según creo, llaman Mizar, y con esto puse final punto a mi historia de Albano...

Cosas y personas mueren, y la Historia es encadenamiento de vidas y sucesos, imagen de la Naturaleza, que de los despojos de una existencia hace otras, y se alimenta de la propia muerte. El continuo engendrar de unos hechos en el vientre de otros es la Historia, hija del Ayer, hermana del Hoy y madre del Mañana. Todos los hombres hacen historia inédita; todo el que vive va creando ideales volúmenes que ni se estampan ni aun se escriben. Digno será del lauro de Clío quien deje marcado de alguna manera el rastro de su existencia al pasar por el mundo, como los caracoles que van soltando sobre las piedras un hilo de baba, con que imprimen su lento andar. Eso haré yo, caracol que aún tengo largo camino por delante; y no me digan que la huella babosa que dejo no merece ser mirada por los venideros. Respondo que todo ejemplo de vida contiene enseñanza para los que vienen detrás, ya sea por fas, ya por nefas, y útil es toda noticia del vivir de un hombre, ya ofrezca en sus relatos la diafanidad de los hechos virtuosos, ya la negrura de los feos y abominables, porque los primeros son imagen consoladora que enseñe a los malos el rostro de la perfección para imitarlo; los otros, imagen terrorífica que señale a los buenos las muecas y visajes del pecado para que huyan de parecérsele. Habiendo aquí, como habrá seguramente, enseñanza para diferentes gustos, no me arrepiento del propósito de mis Memorias o Confesiones, y allá voy ahora con mi cuerpo y mi juventud y mi buen ingenio por el anchuroso campo de la vida española.

Ya es ocasión de que os hable de mi familia. Propietario de flacas tierras en este término es, mi padre: poséelas mi madre de más valor en Atienza; pero reunidos ambos patrimonios no bastaron para el sostén de familia tan numerosa, por lo cual mi señor padre ha tenido que arrimarse a la política y a la Iglesia, y tiempo ha que desempeña la Contaduría de esta Subalterna, y es además habilitado del Clero. Gran administrador de lo suyo y de lo ajeno ha sido siempre Don José García, y en su honradez, que la opinión ha consagrado como artículo de fe, nunca puso el menor celaje la malicia. La vida metódica y sin afanes, la paz de la conciencia, el ejercicio saludable, le conservan entero y enjuto, sin achaques de los que a su edad pocos se libran, aunque es algo aprensivo, y tan friolero que anda de capa todo el año, de Agosto a Julio.

Mi madre es una santa, que hoy vive petrificada en los sentimientos elementales y en las ideas de su juventud, creyendo a pie juntillas que la inmovilidad es la forma visible de la razón. La palabra progreso carece para ella de sentido, y si en modas no ha querido pasar del año 23, cuando vinieron con Angulema los chales de crespón, rayados, en lo demás que atañe a la vida general no quiere entender de nada: ni discute novedades, ni comprende constituciones, ni se cura de opinar conforme a estas o las otras ideas, firme en su inquebrantable dogmatismo religioso que a lo social y político extiende... «Así lo encontramos y así lo hemos de dejar», es su fórmula, que a todo aplica, creyendo firmemente que el mundo, por muchos tumbos que dé, vuelve siempre a lo que ella vio, conoció y sintió en su florida mocedad. Completan el retrato la dulzura y placidez de un rostro angelical, que aún parece más divino con su copete de cabellos blancos, y el mirar confiado y sereno, reflejo de un alma en que moran todas las virtudes cristianas y domésticas sin sombra de maldad. Nueve hijos nacimos de esta ejemplar señora: vivimos siete, con quienes harán conocimiento mis lectores, que algo hay en ellos digno de la posteridad. A mí me tuvo mi madre en edad extemporánea, cuando ya nadie esperaba fruto de ella, y por esto el más joven de mis hermanos me lleva ocho años. Y como coincidieran con mi tardío nacimiento una aurora boreal, un cometa, con más otros terrestres acontecimientos, formidable crecida del Henares, y la aparición de una espléndida luz que en las noches oscuras se paseaba por el tejado y torres de la catedral, dio en creer la gente que aquellos inauditos fenómenos anunciaban mi venida al mundo como prodigioso niño, llamado a revolver toda la tierra. Mi madre se reía de estos disparates; pero confiaba siempre en que su Benjamín no habría de ser un hombre vulgar.

Mi hermano Agustín, el primogénito, que ya cumplió los cuarenta, casó en Madrid, y allá disfruta de un buen empleo arrimado a los hombres de la moderación. Mi hermano Vicente casó con una rica labradora de Brihuega, viuda, y está hecho un bienaventurado patán, con cinco hijos y labranza de doce pares de mulas; Gregorio, que estudió en Madrid la carrera de abogado, también anda por allá, buscándose un acomodo en las Sociedades mineras o de seguros; y Ramón, que es el más joven, no se ha separado de mis padres, y disfruta un sueldecito en la Subalterna. De mis hermanas, la mayor, Librada, que ahora tiene treinta y ocho años, casó en Atienza con un primo mío, ganadero de buen acomodo y propietario de dos molinos harineros y de una fábrica de curtidos; la segunda, Catalina, que ya rebasa de los treinta, profesó en el convento de la Concepción Francisca de Guadalajara, no recuerdo en qué fecha (sólo sé que a mí me tenían aún vestidito de corto), y luego pasó a La Latina de Madrid, donde ahora se encuentra. He aquí mi familia, mis sagrados vínculos con la Humanidad.

Vivimos en la calle de Travesaña, angosta y feísima, pero muy importante, porque en ella, según dicen aquí ampulosamente, está todo el comercio. La casa es de mi padre, tan antigua, que la tengo por del tiempo de la guerra de los Turdetanos con Roma, cuando Catón el Censor puso sitio a esta noble ciudad. A pesar de las restauraciones hechas en ella, mi vivienda natal, en la cual no hay techo que no se alcance con la mano, se pierde en la noche de los tiempos; y a pesar de todo, como en ella vi la primera luz, paréceme la más cómoda y bonita del mundo. En los bajos hay un alquilado para botica, la cual creo yo que radica en aquel sitio desde que vino a España el primer boticario, traído quizás por Protógenes, obispo fundador de nuestra diócesis. Ahora la regenta un tal Cuevas, hombre muy entendido en su oficio, y es centro de reunión o mentidero de cuantos en el pueblo discurren con más o menos tino de la cosa pública.

Seis o siete sujetos calificados clavan allí sus posaderas en sendas sillas toda la tarde y a prima noche, entre ellos mi padre; D. José Verdún, coronel retirado; el juez Sr. Zamorano, el canónigo de esta Catedral D. Jacinto de Albentós, que entró aquí con Cabrera el año 36, mandando una partida de escopeteros, bien ajeno entonces de que se le recompensaría su hazaña con esta prebenda, y otros que no cito por no transmitir vanos nombres a la posteridad. Cada cual lleva su periódico, que lee o comenta: mi padre saca El Faro, que goza opinión de sensato; el canónigo desenvaina La Iglesia y El Lábaro, ambos de su cuerda; el coronel esgrime el Clamor, órgano del Progreso; otro tremola El Heraldo, y Cuevas, en fin, enarbola El Tío Carcoma, satírico y desvergonzado, pues algo hay que dar también a la risa y al honrado esparcimiento. Predomina en la botica el tinte moderado, y contra una mayoría formidable luchan gallardamente los dos únicos progresistas, el coronel y el boticario. De entre las ruidosas peloteras que allí se arman salen airadas voces aclamando el nombre sonoro del primate a quien cada cual debe su destino, y si el uno pone sobre su cabeza a Bravo Murillo, el otro no deja que toquen ni al pelo de la ropa de Seijas Lozano, de Pidal o de Bahamonde.

Allí me enteré de sucesos que ignoraba, y que, siendo ínfimos en la esfera total del humano vivir, parecían grandes a los pobres enanos que de ellos se ocupaban. Supe que habían caído los Puritanos, y pues yo no conocía más Puritanos que los de Bellini, pedí informes de tales sujetos, sabiendo al fin que eran como una cofradía que dentro de la moderada comunidad alardeaba de pureza. Supe asimismo que el Rey y la Reina andaban desavenidos, él haciendo solitaria vida en El Pardo, ella en Madrid gozando de la cariñosa popularidad que había sabido ganarse con su gracia y desenfado; y supe que los narvaístas andaban locos por volver al Gobierno, y que los progresistas, alentados por Bullwer, embajador inglés, hacían sus pinitos por colarse en Palacio. Todo ello me importaba un bledo, como la caída del Ministerio Salamanca, sucesor de los Puritanos, para dar entrada al temido y ensalzado D. Ramón, que, según mi padre, es el único que entiende este complejo tinglado del gobierno de España.

Sigüenza, 25 de Noviembre.- La comidilla de esta tarde en la botica ha sido la reconciliación del Rey y la Reina. Vaya, picaruelos, se os perdona, pero no volváis a poneros moños, que perturban la tranquilidad de estos reinos. ¡Ay qué cosas han dicho los tertulios, Santa Librada bendita! Que si costó más trabajo reconciliar a los Reyes que casarlos... que Serrano y Narváez se entendieron, retirándose el primero a la Capitanía General de Granada, y cogiendo el otro las riendas del poder... que ello es juego de rabadanes, y cambalache gitanesco... ¡Dios mío, cómo ponen a Serrano mi boticario y mi coronel por haber abdicado sin dejar el mango de la sartén en manos progresistas! Los motes menos injuriosos que le cuelgan son los de Judas y Don Opas. En cambio los otros échanle en cara el abuso de su poder y su falta de discreción, tacto y delicadeza. Y yo le digo al tal: «Si me viera en tu caso, haría las cosas mejor, y si no pudiera escribir la Historia de España con la mano derecha, sabría educar y adiestrar mi mano zurda».

27 de Noviembre.- Esta tarde fui yo quien hizo el gasto contándoles las magnificencias del rito en la Corte Papal, describiéndoles con la facundia pintoresca que me permitían mis conocimientos de las cosas romanas, los restos maravillosos del Paganismo, el esplendor de San Pedro, de Santa María Mayor y de San Juan de Letrán, el lujo y señorío de los cardenales, la opulencia artística de los Museos, las mil estatuas, fuentes y obeliscos, y no necesito decir que me oían con la boca abierta, suspensos de mi voz, y que alabaron en coro mi feliz retentiva. Mayor éxito, si cabe, tuve cuando de las cosas me llevó a las ideas el curso de mi fácil palabra, y les expliqué la misión que Dios confiere al sucesor de San Pedro en la segunda mitad del siglo que corre. Sursum corda, y álcense unidos el dogma cristiano y la libertad de los pueblos. Para redimir a Italia y hacerla una y fuerte, se constituirá una federación bajo el patrocinio del Soberano Pontificio, y un sabio Estatuto, en que se amalgamen y compenetren los católicos principios con las reformas liberales, dará la felicidad a los italianos, ofreciendo a las demás naciones europeas una norma política, invariable y sagrada por traer la sanción de la Iglesia.

La polvareda que levantó en el farmacéutico senado de este novísimo punto de vista, como decía el juez, fue tremenda. Ya el señor Zamorano tenía de ello noticia por haber leído párrafos de un artículo de Balmes en la revista El Pensamiento de la Nación. Para los demás, el asunto era enteramente virgen. Cuevas y el coronel acogieron la misión papal con benevolencia, afirmando que, pues las ideas de Cristo eran francamente liberales, su Vicario en la tierra debía pastorear a las naciones enarbolando en su báculo la bandera del Progreso. Oír esto el canónigo y soltar la risa estúpida, grosera y provocativa, fue todo uno. «¡Vaya, que será linda cosa un Papa progresista!... ¡La Iglesia dando el brazo a los hijos de la Viuda!... ¡Cristo entre masones... ja, ja, ja... y la Santísima Virgen bordando banderas liberales como la Mariana Pineda!...». Así desembuchaba sus salvajes burlas el sacerdote bizarro que había entrado en Sigüenza once años antes, viribus et armis, asolando el país y llevándose cincuenta mil reales como botín de guerra. Y luego siguió: «¡Pero este Pepito, qué ruedas de molino se trae de Roma para comulgarnos! Listo eres, hijo; pero no afiles tanto, que te vemos la intención chancera. A Roma fuiste con ínfulas de sabio, que debía tragarse el mundo, y nos vuelves acá con juegos de cubilete para embaucar a estos pobres patanes. No nos creas más tontos de lo que somos, y si vas a Madrid llévate allá los chismes de titiritero, y ponte en las plazas a predicar toda esa monserga del Papa liberal y de la Iglesia metida con los ateos. Aquí somos brutos, y no entendemos de fililíes romanos ni de obeliscos, ni de cardenales que visten capita corta y calzón a la rodilla; pero tenemos los sesos en su sitio, y debajo del paño pardo guardamos el discernimiento español, que da quince y raya a todo lo de extranjis».

Respondí que no intentaba yo convencerle, porque él era como Dios le había hecho, un clérigo de caballería, de los que defienden el dogma a sablazo limpio. Contradiciéndole le puse tan desaforado y nervioso, que no hacía más que morder el cigarro, echar salivazos en el corro, y dar resoplidos como un flatulento a quien se le atraviesan en el buche los gases. Intervino Cuevas en la contienda con sus opiniones emolientes, y mi padre sacó todo el espíritu de conciliación que comúnmente usa, asegurando que no hay que tomar a chacota mis ideas, pues vengo yo de donde las guisan; que él no da ni quita liberalismo al Papa, pero que si éste se liberaliza, habrá de ser siempre moderado. Con esto y con llegar la hora en que a cada cual le llamaban las sopas de ajo de la cena, terminó la gran disputa. Era el desvaído rumor con que llegaba a mi rústico pueblo la grave cuestión que entonces inquietaba a todos los pensadores de Italia.

30 de Noviembre.- He aquí que mi hermano Agustín, el gallito de la familia, que desde Madrid dirige nuestros asuntos encaramado en su posición política, comunicó por carta felices nuevas de su valimiento en el Ministerio de la Gobernación, gracias al amparo que le dispensa el nuevo Ministro D. Luis Sartorius. Extranjero en mi patria, era la primera vez que oía yo tal nombre. Púsome en autos mi padre refiriéndome que este Sartorius es un mozo andaluz tan agudo y con tal don de simpatía que se lleva de calle a la gente joven. Ha brillado en el periodismo; plumeando en las columnas de El Heraldo se hizo fácilmente un nombre, y... periodista te vean mis ojos, que ministro como tenerlo en la mano. Con sólo este breve informe me fue muy simpático el tal Sartorius, y me entraron ganas de conocerle. Añadía mi hermano en la carta que era llegada la ocasión de colocarme, toda vez que no había para mí, después del desengaño de mi viaje a Italia, mejor arrimo que el de la Administración Pública, sin perjuicio de aplicarme a cualquier carrerita de las que en Madrid están abiertas para todo muchacho que tenga alguna sal en el caletre. Quedó, pues, determinado que para no perder tan dichosa coyuntura partiese yo a la Corte sin dilación, llevándome toda la balumba de mis libros, los cuales habían de ser mi mejor ornamento, y mi garantía más segura de que no se me volvieran humo las esperanzas cortesanas.

1.º de Diciembre.- Mi buena y santa madre, mientras estibaba con delicado esmero en el baúl mi provisión de ropa, añadiendo no pocas prendas, obra reciente de sus hábiles manos, me dio estos consejos que así demostraban su cariño como su bendita inocencia: «Hijo mío, vas a un pueblo muy grande, donde todo cuidado será poco para precaverte de los peligros que te cercaran. Mas tú eres bueno, y tu alma paréceme que está cerrada a piedra y barro para las malas tentaciones. Pero Madrid no es Roma; en la ciudad que llaman Eterna, creo yo que no habrás visto más que ejemplos de virtud y buenas costumbres, pues otra cosa no puede ser viviendo entre tantísimo sacerdote y personas consagradas al servicio de Dios. Madrid no es lo mismo, y los ejemplos que allí encuentres serán de corrupción y escándalo, así en mujeres como en hombres. Te recomiendo y encargo, hijo mío, que contra las innumerables incitaciones al pecado que has de sentir, ver y escuchar, te fortalezcas con el temor de Dios y con el recuerdo de las virtudes que habrás observado siempre en tu familia. Y no insisto sobre punto tan delicado, pues, como dijo el otro, 'peor es meneallo'... Yo confío en tu buen juicio y en la limpieza de tus pensamientos». Respondile muy conmovido que ya cavilaba yo en la manera de sortear esos peligros, pues conocía bastante la sociedad para distinguir el bien del mal; y que el refrán a Roma por todo quiere decir que allá van los hombres a enterarse de cuanto en lo humano existe, y a doctorarse en la ciencia del mundo como en todas las ciencias.

«Bien, hijo mío -dijo entonces mi madre con dulce conformidad-. Pero hay otro peligro en el cual quiero que fijes tu atención, y es que en Madrid abundan los envidiosos; y como tú despuntas por una capacidad y sabidurías tan extraordinarias, no dejarán de caer sobre ti las malas voluntades y peores lenguas para cerrarte los caminos de la gloria. Mucho cuidado con esto, Pepe mío. No hagas alardes de ciencia, y tus razones te acrediten más de modesto que de jactancioso, para que la envidia tenga menos abrazaderas por donde cogerte... Verdad que casi está de más este consejo, pues de Roma has vuelto ocultando tu ciencia más que ostentándola sin ton ni son, como hacías cuando fuiste. Ya no te pones a recitar la retahíla de cánones y decretales; ya no hablas de la Summa de Santo Tomás ni de lo que escribieron Aristóteles y Belarmino; ya no nos hablas en griego para mayor claridad; y como no puedo pensar que sabes ahora menos, pienso que eres más precavido y mejor guardador de tu ciencia, a fin de no dar resquemores a la envidia y vivir en paz con tanto majadero.

-Algo hay de eso, señora madre -repliqué yo-; pero el principal motivo de mi reserva del saber es que ahora sé mucho más que antes, y cuanto más se sabe más se ignora, y más miedo tenemos de incurrir en el error que de continuo nos acecha. Estudiando y aprendiendo he llegado a medir la extensión de lo que aún no ha entrado en mi entendimiento, y sabiendo cada día más voy hacia el término a que llegó el gran filósofo que dijo: 'Sólo sé que no sé nada.' Vea usted por qué parece que sé menos sabiendo más. No compare usted, señora madre, la ciencia de un niño con la de un hombre».

Muy complacida de mi explicación, añadió este último consejo, dándome a entender con su sonrisa que lo estimaba por muy práctico: «No te cuides, hijo de mi alma, de lucirte entre los necios, cuyo aplauso para nada ha de servirte, ni de enseñar a los ignorantes, ni de desasnar a los torpes. Para divertir y admirar a cuatro gansos no has estado tú quemándote las cejas desde que eras tamaño así. Toda Sigüenza sabe que prontitud como la tuya para el conocimiento no se ha visto jamás, pues aún estabas mamando y las primeras voces que dabas rompiendo a hablar parecía que eran en latín... Digo que te contengas, y que guardes toda tu ciencia para las buenas ocasiones, desembuchándola como un torrente cuando te halles en presencia de personas que sepan apreciarla, pongo por caso, el señor De Sartorius, que dicen es tan sagaz y tan buen catador de los talentos. Tengo por indudable que le deslumbrarás, y el hombre no sabrá qué hacer contigo... Para mí, y como si lo estuviera viendo, es seguro que te pondrá en alguna de las grandes bibliotecas que hay allá, o en la mismísima Gaceta, para que escribas todo lo que se ordena, manda y dispone, y hasta lo que la Reina le dice a las Cortes, o a otros Reyes, o al mismo Papa».

Encantado de su sancta simplicitas y estimando ésta como un bien muy grande, corona de las virtudes de mi madre en su patriarcal vejez, corroboré aquellas ideas, y para fortalecer su inocencia hermosa me fingí convencido de que Madrid y Sartorius me subirían a los cuernos de la luna. Lloraba la pobrecita oyéndome, y yo, traspasado de pena, hice mental juramento de conservar siempre a mi madre en aquel ideal ensueño que aseguraba la felicidad de sus últimos días.

Partí aquella noche en el coche correo.