Las tormentas del 48/VII

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VII

14 de enero del 48.- Carguen con Madrid y su vecindario todos los demonios, y permita Dios que sobre esta villa, emporio de la confusión y maestra de los enredos, caigan todas las plagas faraónicas y algunas más. Rayos arroje el Cielo contra Madrid, pestes la tierra, y queden pronto hechas polvo casas y personas. Hágase luego gigante el enano Manzanares, para que con revueltas aguas borre hasta el último vestigio de la capital, y quede el suelo de ésta convertido en inmenso charco donde se establezca un pueblo de ranas que cante noche y día el himno de la garrulería...

No tuvo la Villa y Corte mis simpatías cuando en ella entré: pareciome un hormiguero, sus calles, estrechas y sucias; su gente, bulliciosa, entrometida y charlatana; los señores, ignorantes; el pueblo, desmandado; las casas, feísimas y con olor de pobreza. Pero no proviene de esto el odio que hoy siento, sino de positivas desdichas que en esta Babilonia de cuarta clase me ocurrieron a poco de mi llegada. Dos familias, la de mi hermano Agustín y la de mi hermano Gregorio, se disputaron desde el primer momento la honra de albergarme, y ésta tiraba de mí por un brazo, aquélla por otro, y en poco estuvo que me descuartizaran. De una parte a otra iban mis baúles y maletas. Por la mañana se decidía que mi casa fuera la de Gregorio; por la tarde venía la mujer de Agustín, cargaba con mi ropa, y era forzoso meterlo todo a puñados en los baúles. Tres días estuve de mazo en calabazo, comiendo en una casa, cenando en otra, y a lo mejor me hallaba sin corbata, que se había quedado allá, o me faltaba la levita, el sombrero, los guantes... Y cuando tras tantas fatigas, triunfante Gregorio, me vi definitivamente instalado en casa de éste, ¡oh inmensa desventura!, eché de ver que en los trasiegos de mi persona y de mis cosas entre una y otra vivienda, se había perdido el manuscrito de mis Memorias, todo lo que escribí desde Vinaroz a Sigüenza, mi vida en Italia... ¿Hay mayor desdicha, ni más estúpido contratiempo? En vano lo he buscado en las dos casas, preguntando a los aturdidos amos y a las cerriles criadas. Nadie lo ha visto, nadie da razón de aquellas hojas en que vertí la verdad de mis sentimientos y los secretos más graves... Y la idea de que mis apuntes hayan ido a parar a indiscretas manos me vuelve loco. ¡Escriba usted confesiones con el fin de deleitar e instruir a la juventud, ponga usted en ellas toda su alma, para que caigan en manos de un zafio que haga de ellas chacota, o de una maritornes que las emplee para encender la lumbre!

Aunque las diversas personas a quienes pregunté por mis papeles me negaban con notoria ingenuidad haberlos visto, yo sospechaba de mi cuñada, la mujer de Agustín, sin que pudiera decir en qué fundaba mi sospecha, pues con la mayor serenidad me ayudaba a buscar el tesoro perdido y lamentábase con desconsuelo verdadero o falso de la inutilidad de mis investigaciones. Y hoy, cuando ya he perdido la esperanza de recobrar mi tesoro, persisto en creer que ella lo guarda como un feliz hallazgo, sin duda con la idea de variar los nombres de personas, alterar algún incidente y publicarlo como novela de su invención. Porque ha de saberse que mi cuñada Sofía es lo que llamamos politicómona, con sus perfiles de literata, pues aunque alardea modestamente de no escribir, presume de buen gusto y promulga juicios sentenciosos sobre toda obra poética o narrativa que cae en sus manos. Comúnmente le sorbe los sesos la batalladora política más que las pacíficas letras, y toda la mañana la veis en su cuarto, con bata encarnada y una cofia en la cabeza, devorando periódicos. ¡Y la casa sin barrer! ¡Y la señora no se peina hasta media tarde!

Permitid que me ensañe en ella, pues le tengo odio y mala voluntad desde que se me metió en la cabeza que es ladrona de mi manuscrito. Si mi hermano la supera en discreción, ella le gana en edad; no tiene hijos, pero sí un bigotillo con más lozano vello que el que a su sexo corresponde. Por las mañanas, a la hora en que se halla en todo el furor de su loco entretenimiento, las greñas se le salen por debajo de la cofia, las uñas guardan todavía luto y las manos le huelen a tinta de periódico; su gordura fofa se escapa por uno y otro lado, evadiéndose del presidio de un destartalado corsé, cuyas ballenas no son más que un andamiaje en ruinas.

Y también digo que a zalamera y engañadora no le gana nadie. Se precia de quererme mucho y de tratarme como a un hijo. Me riñe con suavidad cariñosa, si es menester, y me colma de elogios cuando a su parecer lo merezco. Ella fue quien me notificó, a los ocho días de mi llegada, mi nombramiento para una plaza en la Gaceta. Éste era el veni vidi vici, y pocos podrían alabarse de tanta prontitud en el logro de sus esperanzas. «Como ahora no se nos niega nada -me dijo azotándome la cara con el número de El Clamor-, te hemos sacado ese destinito con ocho mil reales, que no es mal principio de carrera. Luego se verá. Me ha dicho Agustín que no tendrás nada que hacer en la Gaceta, y que te recomendará al director para que te perdone la asistencia a la oficina los más de los días». A ella y a mi hermano di las gracias, añadiendo que no me conformo con tan denigrante ociosidad; que pediría trabajo, si no me lo diesen, para devolver a la Nación en honrado servicio la pitanza modesta que pone en mi boca. Y éste no fue ciertamente un vano propósito, pues al tomar posesión de mi destino hube de protestar contra la holganza, a lo que me contestó el director, hombre amabilísimo, y el más zalamero, creo yo, que existe en el mundo: «Ya sé por su hermano que es usted un prodigio de talento y erudición. Sería imperdonable que por exigirle a usted la debida puntualidad en esta oficina, le apartara yo de sus profundos estudios, privándole de consagrar las más de sus horas a revolver libros y compulsar códices en las bibliotecas públicas». Creía, en conciencia, servir al Estado y al país declarándome vagabundo erudito. Afortunadamente, la Gaceta tenía personal de sobra, y muchos iban allí a escribir comedias o a componer sonetos de pie forzado. No insistí. ¡Delicioso jefe, fantástica oficina, sabrosa y dulce nómina!

12 de Enero.- En cuanto llegó a Sigüenza la noticia de mi nombramiento, me escribió mi buena madre vertiendo en las cláusulas de su epístola todo el cariño y la inocencia de su alma seráfica. Conocía yo la magnitud de su alborozo por el temblor de su nada correcta escritura. Todo había resultado tal como ella lo pensara: llegar yo un viernes a Madrid, y al siguiente viernes, ¡pum!, el destino. Estas brevas no caen más que para los hombres escogidos, en cuyas molleras ha puesto el divino Criador toda su sal y pimienta... Ya le había contado a ella un pajarito que el Sr. Sartorius me recibió poco menos que con palio, y que yo me puse muy colorado con las alabanzas que tanto el señor Ministro como los otros señores presentes habían echado por aquellas bocas... «Nadie me ha dicho esto -añadía con candorosa persuasión-, pero lo sé. No puede haber sucedido de otro modo... Al mandarte a la Gaceta, claro es que se ha fijado Su Excelencia en que el desempeño de aquellas plazas exige las cabezas mejores, y allá vas tú para poner en buena consonancia de frase todo lo del Procomún y demás cosas que en tales hojas se estampan. Ya, ya saben esos señores a qué árbol se arriman... Te recomiendo, hijo mío, que no trabajes demasiado. Ya estoy viendo que muchos de tus compañeros se aliviarán de su faena recargando la tuya, fiados en que para tu entendimiento grandísimo son juguete de chico las dificultades que a ellos les agobian. No seas tan bonachón como sueles, ni tengas lástima de holgazanes y torpes, que de esos se compone, según me dicen, la turbamulta de las oficinas... Por aquí se corre que has empezado a escribir una magnífica obra sobre el Papado y... no sé qué otras cosas, la cual no tendrá menos de quince tomos. Date prisa, no vaya yo a morirme sin poder leer aunque sea sólo el título. Dime si es verdad esto, y cuántos pliegos llevas escritos ya... Adiós, Pepe mío: cuídate mucho, abrígate, y que en esos trajines no se te olvide la obligación de tus oraciones de mañana y noche. Siempre que puedas, oye misa toditos los días. Yo no ceso de pedir al Señor que te ilumine y no te deje de su mano. Recibe todos los pensamientos, el alma toda, y la bendición de tu madre. -Librada».

En mi contestación, todas las ternezas me parecieron pocas, y poniendo especial cuidado en no ajar sus ilusiones, le dije cuanto pudiera conservarla en aquel sonrosado cielo donde su espíritu encontraba la felicidad. Su vida era un dulce sueño. Antes muriera yo que despertarla.

28 de Enero.- Dejo pasar muchas noches sin añadir una línea a la Segunda Parte de mis Memorias, porque el desconsuelo de haber perdido la Primera enfría mis entusiasmos de cronista y biógrafo, llenándome de crueles dudas respecto al futuro destino de lo que escribo. ¿Quién me asegura que mis confidencias salvarán el largo espacio que desde la hora presente de mi vida se extiende hasta el reino oscuro de lo que llamamos Posteridad, la vida y sucesos de los que aún no han nacido o están todavía mamando? Para que estos renglones lleguen a su destino, hago firme propósito de resguardarlos de curiosas miradas, y de trazarles un caminito subterráneo por donde lleguen salvos a manos de un discreto historiador del próximo siglo, que los acoja, los ordene y utilice de ellos lo que bien le parezca.

Voy a contarte ahora, oh tú, mi futuro compilador, la vida y milagros de mi hermano Gregorio, con quien vivo, y verás que, si por el talle y rostro se distingue de mi hermano Agustín, mayor diferencia has de encontrar entre uno y otro por los hábitos, gustos y ambiciones. El primogénito es alto, airoso, elegante, de seductor trato, y cifra toda su existencia presente y futura en la política; Gregorio es de mediana estatura, achaparrado, de mal color, aunque de complexión recia; y desengañado de la poca sustancia que se saca del trajín de la cosa pública, adulando a poderosos sin ningún valor, o sentando plaza en el bullicioso escuadrón de majaderos o malvados, ha querido llevar su existencia por mejores rumbos.

Si diferentes son mis buenos hermanos, mayor desemejanza hay entre sus respectivas mujeres, pues la de Gregorio no es politicastra, ni bigotuda, ni gordinflona, sino muy bella y elegante, aunque, dicho sea en secreto, un poquito retocada con sutiles afeites; sabe cumplir con su casa y con la sociedad, gobernando muy bien la primera, y atendiendo a las buenas relaciones, tan necesarias al género de vida que hoy lleva su activo esposo. Si Sofía estanca a su marido en la charca pantanosa del politiqueo, Segismunda dirige los pasos del suyo por caminos penosos y difíciles, pero de sólido piso, y que pueden conducir a las zonas más fructíferas de la existencia. A poco de tratar a esta segunda cuñada mía, la tuve por mujer de entendimiento y de voluntad firme. En vez de afligirse ante las necesidades, busca medios seguros de atender a ellas, y mirando al porvenir tanto como al presente, fijo el pensamiento en sus dos hijos y en los que aún pudiera tener, lanza valerosa y cruelmente a su marido a un trabajo rudo, no de gabinete, sino de actividad febril, mañana, tarde y noche, por las anchuras y estrecheces de Madrid.

Y ella por su lado y en su femenil esfera, trabaja también ayudando al hombre, suavizándole asperezas o allanándole obstáculos. Viste bien, recibe y paga visitas, aparenta holgada posición, no deja traslucir al exterior las ascéticas economías que practica en su vivienda. Sonríe cuando por dentro le andan terribles procesiones; en su pintado rostro bonito se revela la mujer audaz y codiciosa que desea la buena vida para sí y para los suyos, y sabiendo dónde lo hay, pone en juego todos los recursos para traerlo a casa. Anda el pobre Gregorio todo el día como un azacán, y a marcadas horas recibe mucha gente en su despacho: señores y aun damas entran y salen sin cesar. Algunos días veo traslucir el contento tras de la fatiga: los negocios van bien, y el hombre saca de su cansancio nuevas fuerzas para seguir en tan terrible zarandeo. Ama tiernamente a su mujer, que ha sido, según puedo colegir, su musa, su Minerva, y ella también le ama, viéndole realizar con gallardo tesón cuantos pensamientos ha sabido sugerirle.

Una tarde que estaba yo en el comedor jugando con los chiquillos, Segismunda se lamentaba de que Gregorio no hubiera tenido aquel día un rato libre para comer con sosiego. «Pero no hay más remedio -me dijo-, y en este vértigo hemos de vivir hasta que llegue el descanso. Seremos ricos, Pepe, tú lo has de ver, y nuestra posición desahogada la debemos a nosotros mismos, es decir, Gregorio me la debe a mí... Te contaré: al año de casarme vi yo bien clarito que lo de la política es una guasa indecente. Tres meses o seis con un mezquino sueldo, y luego cesantías largas, angustiosas. 'Esto no puede ser, me dije yo, y buen tonto será el que lo sufra'. Gregorio no tenía las necesarias agallas para lanzarse a los negocios; yo discurría por él; concluimos por discurrir los dos, y al fin, el hombre se penetró bien de mis ideas, y... ¡a trabajar!... ¡Qué comienzos tan penosos, hijo! Yo me consumía, y Gregorio se despernaba. Pero al fin empezó la suerte a ponerse a nuestro lado. Cuando él quería achicarse, yo me engrandecía, haciendo papeles superiores a nuestros medios. Esto precisamente, la figuración bien sostenida, nos acrecentaba la buena suerte, y al fin, ya ves... vamos prosperando, y ya no hay desaliento, sino esperanza: los asuntos marchan a pedir de boca...».

Aquí cerró el pico. Más poderosa mi discreción que mi curiosidad, no me atreví a pedirle explicación clara de tan estupenda granjería.