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Las tres horas del día

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Las tres horas del día

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Los gallos han cantado; del fondo del galpón, donde duermen los carneros, ha salido el cocorico ronco, rezongón, acatarrado del gallo más viejo de la estancia; y de todas partes, le han contestado los cocoricos vibrantes de todos los gallos diseminados por el monte; sonando como clarines, dianas alegres, unos, o retumbantes como trompetas de victoria; como de voz adormecida, otros, vacilante y cabeceando, en titubeos de sueño; algunos, tartamudeados por pichones que también quieren ser gallos; cruzándose, llamándose, incitándose unos a otros, como apostando a quién cante el último; y sería cosa de nunca acabar, si el gallo viejo no volviese a llamar a sosiego, con su voz grave. Se calma el bullicio, y parece más silenciosa la noche... Impaciente, volvió a tocar dianas, un gallo joven, por la segunda vez; y aunque afirme el viejo que todavía no es hora, estridentes y precipitados, se vuelven a cruzar los cantos, contestándose sin cesar, del galpón al monte, de los techos a los árboles.

Una puerta se abre; reluce un fósforo, y en la luz fugitiva aparece, por un momento, la figura, envuelta en pañuelos, de un hombre emponchado, que prende el cigarro; al rato chilla en la obscuridad, la cadena del pozo. Se oye en el corral el ruido que, al rumiar, hacen las ovejas; y un caballo atado en el patio, hace crujir entre los dientes, restos de alfalfa seca. El horizonte se va poniendo vagamente blancuzco. Las estrellas, una por una, se apagan; las nubes matutinas se estrían en largas rayas, pintadas de todos colores y alumbradas de abajo por la divina lámpara oculta; los objetos vuelven a tomar su color, y de nuevo estalla el discordante concierto de las cien voces alegres, celebrando la cotidiana resurrección de la naturaleza.

Resopla el caballo, al ver que se le viene acercando el amo, con el pesado recado. Los perros bostezan, se sacuden, se estiran; y antes que haya asomado el sol, en el horizonte, el gaucho recorre con ellos la llanura, adivinando en las últimas sombras de la noche vencida, en los primeros albores matutinos, los caballos que busca, y a los cuales ya relinchó el pingo en que galopa. El tiritón pasajero con que recompensa a sus admiradores, el sol naciente, les hace más intenso el placer de sentirse poco a poco empapados en luz y en calor. Ha subido majestuosamente el astro radiante, bebiendo a traguitos el rocío, con sus rayos; ahuyentó las tinieblas, y en ellas arrolló a las alimañas errantes que entre ellas viven, vergonzosas y dañinas; espantó las pesadillas, el frío, la muerte en acecho. Renace la vida: de los corrales han salido las majadas; la sonoridad matutina del campo repercute los gritos de los peones que arrean las haciendas al rodeo, y con su clamoreo montan, al cielo, los balidos, en alegre rumor de vida exuberante.

Y mientras que en el campo, virilmente atareado, el hombre se entrega a sus violentas faenas, la mujer, en las casas, se conforma con desempeñar el único y exquisito papel, grandioso en su sencillez, que parece haberle confiado a la naturaleza, de criar sus hijos y de hacerse amar, dedicando sus afanes a preparar lo que, después del rudo trabajo, pueda reparar las fuerzas exhaustas del esposo y proporcionarle momentos de voluptuosa quietud.

El sol, engreído quizás, por haber llegado tan alto, deja caer ahora sus rayos ardientes sobre la pampa desnuda. Atrae hacia sí los vapores del suelo, formando con ellos, en el horizonte, paisajes de ensueño, con grandes montes ilusorios que se reflejan en lagunas imaginarias. Las ovejas, cabizbajas, sacuden el hocico para espantar los gegenes, y la que recibe todo el sol en las costillas, se va, dando despacito vuelta al grupo compacto, para ponerse al reparo, dejando así desabrigada a otra que, pronto, también la sigue; y todas, incesantemente, se mueven y remolinean, fatigadas, caminando siempre en círculo, sin otro anhelo que de conseguir el alivio momentáneo de un poco de sombra.

Las casas están cerradas: las paredes arden, los techos de paja humean; todo trabajo es imposible y sólo se puede vivir inmóvil, y respirar donde no penetra el sol. Las gallinas, con el pico abierto y las alas levantadas, jadean. Poco a poco, el sol va bajando; sus rayos oblicuos agrandan las sombras; la majada se extiende y vuelve a pacer; se ensillan los caballos, después que, a largos tragos, han tomado agua y se reanudan los trabajos de la mañana, pero con menos empeño, y como si la siesta, en vez de reanimar las fuerzas, las hubiera disminuido.

Hasta que el sol, cansado, él también, de tan largo paseo, apura su retirada; suelta en grandes nubarrones blancos, orlados de oro y de seda violeta, ribeteados de anchas bandas anaranjadas y purpúreas, los vapores que a sí atrajo durante el día, y poco a poco, desaparece entre mil hermosos juegos de luz, dejando embelesado al hombre, maravillado de tanta hermosura.

La tierra se adormece; parece hundirse en la obscuridad creciente, con todo lo que lleva; las estrellas, silenciosamente, van saliendo. Los animales soñolientos entran despacio al corral y se echan; el gaucho desensilla.

Mañana será otro día.