Tropa de carretas
Tropa de carretas
[editar]La lana está apilada, desde dos meses, en el galpón de la estancia, y los acopiadores han andado dando vueltas, tanteándolo a don Matías, ofreciéndole precios liberales; pero don Matías ha quedado inquebrantable en su resolución de mandar, como siempre, su lana a plaza, y de un día al otro, espera la tropa de carretas de don Bernardo Zurutuá.
El ferrocarril llega ya al Azul, y podría hacer don Matías, como muchos otros: mandar su lana enlienzada, en carros de caballos, hasta la estación, para cargarla allí en los vagones; pues así, en menos de ocho días -¡sí, señor-, a veces, está la lana en Constitución. Pero a don Matías le gustan poco todas esas cosas nuevas. Con el ferrocarril y los carros de caballos, dice que la lana corre muchos peligros: primero, que para ponerla en los lienzos, se desatan a mentido vellones y se ensucian; la lana pierde en su condición y en su peso; después, los carros al llegar al Azul, tienen que esperar vagones, semanas enteras; si se deposita la lana, hay que pagar almacenaje; si no se deposita, hay que pagar estadía. En los vagones, estropean los lienzos y la lana; el viaje dura lo mismo un mes que ocho días; en el mercado Constitución, los depósitos están atestados de pilas; cobran una barbaridad por el depósito, y los compradores hacen lo que quieren, porque la lana ha perdido toda su vista, y que ellos aprovechan. Si todavía, en el flete, hubiera ventaja, pero ¿cuándo? No; nada de tren y vengan las carretas, las carretas de bueyes, lentas, es cierto, pero seguras, que conservan a la lana toda su vista. Echarán dos meses, puede ser, pero ¿qué importa? no le corre prisa por los pesos a don Matías, y los precios quizás suban.
Y quince días después, o quizás un mes, surgieron en el horizonte altas siluetas, recortadas sobre el límpido cielo crepuscular del otoño, las ocho carretas de don Bernardo Zurutuá, en larga procesión, majestuosas, en la solemne lentitud de la marcha acompasada de sus bueyes graves. Los collares anchos vienen cargados de campanillas que, con su tintirintín melodioso, acompañan el canto de los boyeros, sentados en el pértigo; las paredes de las carretas, pintadas con colores llamativos como los de un juego de barajas, llevan el ingenuo lema: «soy de Bernardo Zurutuá» y de la lanza del techo, cuelgan los adornos de perlas multicoloras que, por su complicación, revelan cuán largas son las horas de ocio del tropero.
Don Bernardo Zurutuá, que viene sentado en la primera carreta, ha pegado el grito de ¡alto! a sus bueyes, y estos, sentándose, se han detenido. Don Matías se adelantó hasta el palenque, a recibir al tropero, conocido viejo, que desde muchos años, lo tiene de cliente fiel; y mientras pasan ambos a tomar mate y a charlar, una por una, vienen llegando y se paran las otras carretas, en dos líneas bien rectas.
Pronto, los bueyes, desuncidos, son llevados a la aguada por uno de los peones; han traído carne de las casas, el fuego ya crepita, el asador se para, la olla se llena, se ceba el mate, y no deja de hacer ya bordonear sordamente la guitarra, un aficionado empedernido, de quien la música apacigua el hambre.
Es oficio aquerenciador el de tropero: la carreta es para él, como el buque para el marinero, el hogar que, siempre y en todas partes, lo sigue, lo lleva. Largos son y muchos sus días de reposo, pero también tiene sus horas de recio trabajo, de enérgico empeño, de labor seguida y constante, de sufrimientos y de penurias.
Los cañadones son, a veces, anchos y pantanosos, los arroyos hondos y barrancosos, y si trabajan fuerte los bueyes en ellos, tampoco descansan mucho los boyeros, a picanazos y gritos, salpicados y mojados; siempre aguijoneados por la inquietud de ver encajarse o volcarse la carreta.
«¡Chicoo! ¡Lindoo! ¡Palomioo!» Y picanean con rabia, haciendo retumbar, en la llanura, juramentos tan enérgicamente sonoros y tan poderosamente expresivos que parecen con ellos, soliviar la rueda, enderezar la carreta que bambolea, e impedir la catástrofe.
Se cargaron las ocho carretas. Hacía mucho calor y fue obra de cuatro días de rudo y penoso trabajo, el pisar bien y acomodar la lana, vellón por vellón, en esas cajas angostas, cubiertas de un zinc que quema. Y con los cueros de potro mojados, se prepararon los buches de atrás y de adelante, que se tragan arrobas y más arrobas, hasta quedar retobados como un tercio de yerba.
Por una mañana preciosa, alegre, sonó el grito: «¡A uncir, muchachos!» y las largas coyundas de cuero fijaron con sus repetidas y simétricas vueltas, los yugos encorvados en la sumisa frente de los bueyes; y una vez todo listo, empezó el largo desfile de las moles, enormes ahora y pesadas, arrancada, una tras otra, por el esfuerzo poderoso de sus cuatro yuntas, estirándose, como para reventar, los largos tiros de cuero crudo, en un crujir inquietante de las ruedas en los ejes, suavizado por el melodioso tintirintín de las campanillas.
Don Matías queda, mucho rato, recostado en la tranquera, contemplando la tropa que se va perdiendo en los vapores de la lontananza, cual escuadrilla en el mar, y mentalmente calcula cuanto le producirá la lana. Los peones, sentados en el pértigo, picanean y gritan, apurando los bueyes; tratarán de llegar pronto al término del viaje, la plaza Constitución, al rededor de la cual, una vez llevados los bueyes a alguna chacra, y libres de toda preocupación, podrán encontrar los mil medios paradisiacos de gastar su plata, con que sueñan voluptuosamente, durante el largo viaje de la vuelta, los marineros, en el mar, el boyero, en el camino. ¿Alcanzarán para saciar sus deseos sobrexcitados por larga privación, los boliches, garitos y fondines, con sus despachos de bebidas, de azar y de amor?
Don Bernardo Zurutuá, él, fuma melancólicamente: no se acuerda siquiera de suputar cuanto importará el flete de su carga, ni de repasar en su memoria la lista de los almacenes por mayor que le han prometido flete para sus clientes de la campaña. En pensamientos más graves está absorto: la Municipalidad de Buenos Aires ha decretado la clausura del mercado de la plaza Constitución, y este sera probablemente el último viaje que, con su tropa, pueda hacer a la ciudad. El mundo, para don Bernardo, se está estremeciendo en sus bases: piensa con tristeza en lo que será de él, cuando, vendidos los bueyes, podrirán lentamente las ocho carretas, que son parte de su vida; dirige a los ferrocarriles destructores de su industria secular, maldiciones enérgicas, y asegura, convencido, que «se acabó la América».