Las veladas del tropero/Cuerocurtido

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Cuerocurtido

Lo único que quería doña Serapia era que de una vez se cristianara a ese chico.

-Así no puede quedar -decía ella-: ¡Infiel, a los ocho meses! Ya es tiempo de hacerlo cristiano.

Don Anacleto no decía que no, pero postergaba la ceremonia por no haber podido todavía encontrar un compadre a su gusto. Ya tenía de compadres a todos los hacendados y puesteros medio pudientes de la vecindad, y no quedaban más que los paisanos pobres, los que no «hacían cuenta». Y todos los días, era la misma pelea con su mujer, ella apurando, nombrando a Fulano, a Zutano y a Mengano como candidatos aceptables, y don Anacleto desechándolos.

-Buena gente -decía él-, buenos compañeros, para pagar, así, de pasada, una copa o dos, pero para compadre se necesita otra cosa, gente formal, de fundamento, que tenga siquiera algo que regalar al chico.

Y pasaban los meses.

Una noche, después de cenar y de acostar a la ya numerosa caterva de criaturas con que los había favorecido la suerte, don Anacleto y su mujer, sentados en la cocina, cerca del fogón, rebatían, entre mate y mate, el tema de siempre, cuando llamaron en el palenque.

-¡Buenas noches! -gritó una voz desconocida; y don Anacleto, levantándose, entreabrió la puerta, salió por la rendija, volvió a cerrar ligero, se agachó y, a pesar de la oscuridad, alcanzó a divisar dos jinetes parados que esperaban la venia.

-¿Quiénes son? -preguntó.

-Reseros, señor, que venimos a pedir licencia para hacer noche.

-Bájense -contestó inmediatamente don Anacleto-, y pasen, nomás, sin cumplimiento.

Bien sabía que un resero siempre es hombre con plata, propia o ajena, y aunque no tuviera él nada que vender, porque sus animales estaban flacos, de puro instinto se le alegraba el corazón. Al que trae plata, amigo, hay que tratarlo bien: ya que de fijo no viene a pechar y que, al contrario, puede ser que...

Habiendo desensillado los dos jinetes, alzaron los recados y con don Anacleto entraron en la cocina. Eran dos paisanos, de buena presencia ambos, pero cuyas prendas de vestir señalaban marcada diferencia, como de patrón y de capataz.

Uno, de facciones muy finas, con la tez morena, los ojos vivos y relucientes, la nariz algo más que aguileña y los labios de rojo intenso entre la barba renegrida, llevaba blusa y chiripá negros y en la cintura un ancho tirador todo cubierto de monedas de oro y de plata. Su modo de ser y de tratar a su compañero no dejaban duda: era él el patrón.

El otro, aunque de traje muy decente también, no lucía tanto lujo y guardaba con el primero cierto respeto.

Doña Serapia les preparó un asadito, sólo para que no fueran a dormir de mal humor, les dijo ella, excusándose de que fuera tan poco el agasajo; y mientras se asaba la carne y circulaba el mate, se entretuvieron conversando con don Anacleto.

Éste, siempre en acecho de lo que le podía traer alguna ventaja, parecía haberles tomado un olorcito a posible provecho, y, con todo disimulo, andaba indagando quiénes eran, de dónde venían, a dónde iban, si eran de muy lejos, y mil cosas por el estilo que podían ayudarle en sus propósitos o hacerlo batir en retirada.

Las respuestas eran bastante evasivas, pero dadas con franqueza bonachona, y tales, que don Anacleto no dudó ya de haber encontrado al compadre de sus ensueños.

Dio justamente la casualidad que, en ese momento, se despertó la criatura en el cuarto vecino y empezó a llorar.

-Pobre -dijo la madre-; no es extraño que tenga pesadillas, infiel como está todavía, a los ocho meses.

Y pasó al dormitorio a tratar de hacerlo dormir.

Don Anacleto aprovechó la ocasión para tantear el terreno, sin fijarse en cierto movimiento, como de rabia reprimida de los forasteros, y especialmente del patrón, a esa palabra «infiel». Sin ver que éste había fruncido las cejas como al oír una injuria personal, don Anacleto, con la obcecación de su idea fija, le dijo que, efectivamente, tenía que cristianar un chiquillo, un varoncito muy mono -una preciosura, el muchacho-, y que si consintiera el señor en ser su padrino, lo podrían ir a bautizar el día siguiente; que quedaría muy honrado de que tan distinguido huésped aceptara de ser su compadre...

Pero ahí quedó cortado, y hasta todo asustado, al ver levantarse llenos de ira, al distinguido huésped y al compañero; y el primero le dijo:

-Para compadre, amigo, no sirvo yo, sépalo, y todo lo que puedo hacer por su hijo, ya que a usted se le ocurrió que debía ser su padrino, ¡es desearle que reciba más golpes y porrazos de todas clases, que cualquier hombre que haya existido y exista jamás en el mundo entero!

Y sin decir más, salió furioso de la pieza y se dirigió hacia el palenque, llevándose el recado y seguido por el compañero.

Don Anacleto se quería morir de aflicción, y mientras quedaba mirando la puerta como petrificado, oyó en el dormitorio el ruido de una caída; era su mujer que dejaba caer al chico en el suelo, y los gritos de la criatura confirmaron al desgraciado padre en el temor que ya lo tenía poseído, de habérselas habido con Mandinga y de haberlo hecho enojar con hablarle de cristianar y de bautizar, cosas que lo ponen siempre, por supuesto, fuera de sí.

Todavía estaba sin moverse don Anacleto, cuando volvió a entrar en la cocina el capataz del misterioso forastero. Venía a buscar el rebenque de su patrón que éste había dejado en la mesa, y don Anacleto se lo iba a entregar, cuando, acordándose, el muy astuto, que debía de ser el rebenque ese una prenda de inestimable valor para el que lo tuviera en su poder, lo agarró resueltamente y, echándose atrás, se lo negó al hombre.

El gaucho, entonces, humildemente, le suplicó que se lo devolviera, pues, de otro modo, su patrón lo iba a matar o hacer con él cosa peor.

-Bueno -le dijo Anacleto-, se lo devuelvo si me indica el medio de destruir el hechizo de que su patrón hizo víctima a mi hijo.

-No puedo, no puedo -contestó el gaucho, temblando.

-Entonces, salga de aquí, maldito -exclamó don Anacleto, blandiendo el rebenque, y esto bastó para que, en el acto, se dejase caer de rodillas en el suelo el infeliz, sabedor, probablemente, de lo que pesaba en las espaldas esa lonjita.

-Mire, señor -dijo-, destruir del todo el poder de las palabras de mi amo, no se puede; pero tóquelo despacio al niño con el rebenque y aunque sufra en su vida, como no lo puede ya evitar, más golpes y porrazos que cualquier hombre en la tierra, le puedo asegurar que será sin sentirlos.

Don Anacleto entró en el dormitorio, tomó de brazos de su mujer al muchacho que todavía gritaba bastante y lo tocó despacio con el rebenque. En el acto dejó de llorar la criatura y don Anacleto no pudo menos que admirarse; pero desconfiaba todavía, cuando, al darse vuelta para colocar al chico en la cuna, le pegó, sin querer, un golpe bárbaro en la cabeza contra la pared, y en vez de llorar, se rió la criatura, como pidiendo otro.

Don Anacleto y su mujer se quedaron estupefactos, aunque nada supiera todavía doña Serapia; pero el otro gaucho, apurado para irse a juntar con el amo que ya lo estaba llamando, empezaba a reclamar a gritos el rebenque; don Anacleto se lo entregó y corriendo detrás de él hasta la puerta, la cerró con estrépito, haciendo «cruz-diablo» a los huéspedes aquellos.

Y después le contó todo a doña Serapia, quien, por supuesto, se santiguó durante una hora, pensando con dolor que ya le sería imposible hacer cristianar a su hijo. Don Anacleto, él, tomaba las cosas con más filosofía, calculaba que al fin y al cabo, no venía a ser tan malo para el chico el terrible regalo del padrino improvisado, enmendado de modo tan feliz por el incidente del rebenque olvidado.

Y a medida que el muchacho crecía, más se hacían ver los admirables efectos de la providencial combinación. Como se lo había prometido el diabólico forastero, todo era para él ocasión para porrazos y golpes, y su vida hubiera sido un martirio sin igual, a no ser la compostura milagrosa producida por la indicación del capataz.

No pasaba la criatura cerca de una mesa sin pegarse en la cabeza; no salía al patio sin enredarse en el umbral, y sin caer al suelo; pero lo que a cualquier otro le hubiera roto la cabeza, o por lo menos hecho salir algún enorme chichón, a él no le dejaba siquiera moretón, y cada susto de sus padres por las caídas, o por los golpes que se daba, le causaba la mayor alegría; tan bien, que a falta de poderle llamar, según el calendario, Visitación o Guadalupe, Calasanz o Deogracias, le llamaron Cuerocurtido.

Esto de ver que ningún golpe le hacía mal, por supuesto, no tardó en hacer de él un muchacho atrevido como él solo. Más de una vez, don Anacleto lo quiso corregir, sin acordarse de que ni coscorrón, ni paliza le podían hacer nada. Los coscorrones sólo hacían doler los dedos que se le pegaban en la cabeza, y los palos se rompían en sus espaldas sin más resultados que hacerle reír a carcajadas.

Cuando peleaba con otros muchachos, siempre acababa por salir victorioso; no que pegara él muy fuerte, pues no pasaba de travieso y no era malo, pero por poco que se defendiera, pronto se cansaban los otros de recibir golpes; sin que los que le devolvían produjeran ningún efecto. Y todos los muchachos, por numerosos que fueran, se retiraban de la contienda, con los miembros machucados, la nariz hinchada, un ojo negro, una oreja ensangrentada o los dientes flojos, mientras que él seguía muy orondo y fresquito como una flor.

Desde chico, como cualquier otro gauchito, Cuerocurtido había empezado a andar a caballo, y desde el primer día hubo para él un surtido de porrazos y de golpes lo más variado. Cualquier espantada del caballo, cualquier tropezón, que para otros hubiera pasado inadvertido, con él, daba resultado completo, gracias al malévolo forastero, su maldito padrino; pero era por fin poco el inconveniente, ya que el caer no era para Cuerocurtido, gracias al roce del famoso rebenque, más que una pequeña sacudida, quizá agradable, pues siempre se levantaba riéndose. Sin contar que la domada del potro más bellaco no pasaba para él de un juego; como no sentía los golpes, no los temía y se le sentaba a cualquier animal sin recelo; y quizá suponiendo que, ya que los golpes no le hacían nada, tampoco los sentía el potro, con tantas ganas se los menudeaba, que el animal siempre acababa pronto por aflojar y darse por vencido.

Más de veinte veces, pues no era muy parador, efecto probablemente de la maldición, había rodado con tan mala suerte, que se le había venido encima el mancarrón, apretándolo. Cualquier otro hubiera quedado aplastado, y con las costillas rotas; él no; si no podía librarse solo, lo que más de una vez le sucedió, esperaba que lo viniesen a sacar, y nada más.

Una vez estaba tirando agua, cuando se le desmoronó el jagüel tan repentinamente, que cayó en él con caballo, manga y todo. El caballo se mató, pero Cuerocurtido, ¡cuándo no!, risueñito, salió de allí.

En el corral y en el rodeo era muy bárbaro para trabajar, y parecía que nada hiciera para evitar cornadas, rodadas o apretaduras; más bien era como si las buscara. Fue, un día, cogido y levantado diez veces seguidas por un toro bravo. Por supuesto, todos lo creyeron muerto, y cuando, enlazado el toro, lo fueron a levantar, creyendo que iba a ser de a pedacitos, se sentó en el suelo y con toda tranquilidad armó un cigarro, contentándose con decir:

-¡Toro loco!

En otra ocasión, la armada de su lazo, habiéndose cerrado en una sola asta de un novillo, resbaló y, cimbrando, vino la argolla con una fuerza terrible a darle derecho en el ojo.

-¡Pobre! -gritó al verle recibir el golpe el dueño de la hacienda, que estaba allí cerca.

-No es nada, patrón, no se asuste; si es de goma.

Y aunque hubiera sido de goma, a cualquier otro le saca el ojo; pero Cuerocurtido ni la sintió siquiera.

Aunque, por suerte, no fuera peleador, no siempre podía evitar encontrarse, en la pulpería, metido en algún barullo; y decimos por suerte, porque si le hubiera dado el genio por buscar camorra y hacer armas por un sí o por un no, como a tantos paisanos, hubiera dejado el tendal, pues pudo comprobar en varias ocasiones que no le entraban los cuchillos ni los facones y que los tajos sólo alcanzaban a hacerle trizas la ropa.

Una vez, al entremeterse para separar dos gauchos armados que querían pelear, recibió en la misma cabeza una bala de revólver. Fue un grito de espanto; lo creían muerto; ni siquiera un chichón; la bala aplastada había caído en el suelo.

Y un gaucho viejo que allí estaba y había servido en el ejército, no pudo menos de decirle:

-Pero amigo, ¿por qué no se hace usted soldado? Es el oficio que mejor le pueda convenir.

Y lo pensó Cuerocurtido. Y, al mes, estaba de milico en la frontera. Allí, peleó con tanto coraje, que se volvió el terror de los indios, haciendo la admiración de sus jefes y de sus compañeros.

De los más terribles entreveros, a lanza y sable, salta siempre ileso, sin que se pudiera saber cómo. Se cansaba de matar indios, sin que una gota de su sangre fuera vertida jamás, y pronto fue bastante que lo vieran ellos adelantarse, para disparar despavoridos, creyéndole hijo de Mandinga, cuando no era más que su ahijado.

Cuando la guerra del Paraguay, era ya capitán; hizo toda la campaña, cargando siempre al frente de sus hombres, y haciéndolos matar, por lo demás, con la desenvoltura del que se sabe invulnerable: era de la escuela antigua.

Subió, de grado en grado, hasta llegar a coronel, lo que casi era poco para un hombre sobre el cual se aplastaban las balas como en placa de tiro al blanco; pero desgraciadamente, no sabía leer ni escribir y no pudo alcanzar a general.