Las veladas del tropero/Don Calixto, el dadivoso
Don Calixto, el dadivoso
Don Calixto había nacido generoso. Pobre, gran cosa no podía dar, pero se complacía en regalar al que lo pidiese, algo de lo poco que por casualidad tuviese. Algunos -de los mismos, por supuesto, que más lo aprovechaban- lo trataban de infeliz, incapaces de sospechar que su satisfacción en dar era algo igual, si no mayor, a la del pulpero que logra cobrar una cuenta dudosa.
No tenía más que su puestito -intruso en campo del Estado- una manada de yeguas y algunos caballos, y vivía de changas: algún arreo, una hierra, un aparte, la esquila; también vendía algunos bozales trenzados, y sembraba un retazo de maíz para mantener a la familia con mazamorra cuando faltaba la carne.
Una tarde, sentado en el umbral de su rancho, gozaba el suave calor del tibio sol de mayo, saboreando un cimarrón. Contemplaba, no sin cierto orgullo, el conjunto de sus riquezas: en el desplayado que formaba patio al rancho, se erguía una troje, granero de pobre, improvisado con seis álamos, alambre y chala, pero relleno hasta el tope de su tranquilizadora opulencia de largas y gruesas espigas de maíz, doradas como sueños de fortuna... y como ellos, resbaladizas.
En el rastrojo que, mas allá, extendía su manto rotoso de chalas amarillas y quebrajeadas, entre los verdes parches del pasto otoñal que luchaba para tapar las manchas negras de la tierra desnuda, devolvían al sol su nota alegre los zapallos Angola y los criollos, haciendo relumbrar en el suelo el barniz de su verdeobscuro realzado de ribetes y salpicaduras de oro.
Y del armónico esplendor de tantos colores, suavemente amortiguado por el vaho azulado que se levantaba de la tierra húmeda y caliente, de la inefable quietud de la atmósfera, subían hasta el corazón bondadoso de don Calixto las ganas de tener a quien ofrecer parte de todo aquello, de su pequeña cosecha y del inmenso bienestar de que se sentía invadido.
Como para hacerle el gusto, vino justamente de visita, en ese momento, uno de sus vecinos, hombre viejo, que vivía solo en su choza, de lo que le daban los demás, pues estaba imposibilitado por la edad para ganarse la vida; y tan luego como después de haber atado al palenque su caballo, se le hubo acercado a don Calixto, éste se levantó, cediéndole el banquito en el cual estaba sentado, y tomó para sí -asiento, por lo demás, bastante incómodo- uno de los zapallos que se estaban oreando encima del techo.
La conversación entre estos dos gauchos, aunque fueran ambos pobres de solemnidad, pronto versó, tan naturalmente como la de cualquier capitalista, sobre los bienes de la tierra y su mejor empleo.
-¡Zapallos lindos! -exclamó el viejo-. ¡Tan sazonados, tan grandes! ¡Y qué cantidad había tenido, don Calixto! ¡Quién tuviera una carrada de ellos, curándose en el techo, con las heladas, para hacer sabroso el puchero!
-¿Quiere algunos, don?...
Calixto no dijo el nombre de la visita, por la sencilla razón de que nunca lo había sabido; y cosa rara, tampoco se acordaba habérselo oído a nadie, nunca.
-Hombre -contestó el viejo-, si no fuera mucho pedir...
-¡Qué esperanza, señor! Si a mí me sobran. ¿Qué voy a hacer yo con tantos zapallos?
-La verdad, que sería mejor para usted que fueran ovejas.
-Pues no -dijo, riéndose, don Calixto-; más que los zapallos, haría una majada el puchero sabroso, ¿no es cierto? Pero para qué se va a acordar uno de lo que no puede tener.
Y levantándose, ató a la cincha de su mancarrón un cuero de potro todo arrugado que, desde mucho tiempo ya, le servía de carretilla, lo acercó al rastrojo, y lo cargó hasta más no poder con los mejores zapallos que encontró. Los trajo a la rastra hasta el patio; allí, los amontonó y le dijo al viejo que, a la tarde, se los iba a mandar por un muchacho, en el carrito; y volviéndose a sentar en el zapallo, tomó de manos del viejo el mate. Se aprontaba a cebar cuando de repente corcoveó su asiento, y lo dejó tirado patas arriba como maturrango que se hubiese puesto a domar, disparando, el zapallo, hecho una grande y linda oveja, gorda y lanuda. Y mientras que entre risueño y renegando, se levantaba don Calixto y se sacudía el chiripa, vio disparar también, cambiado en punta de ovejas, el montón de zapallos que había traído para el visitante; y todas se dirigían hacia el rastrojo, donde impetuosamente y como asustados, se levantaban todos los demás zapallos, cambiados en otras tantas ovejas, capones, borregas y corderos, según su tamaño.
Don Calixto se quedó un rato asombrado de lo que veía, y dándose vuelta hacia el viejo, para cambiar con él impresiones, vio con estupefacción que había desaparecido con caballo y todo, como si se lo hubiese tragado la tierra.
Estaba en aquel momento solo en el puesto. Su mujer había ido, con sus hijos más chicos, a dos cuadras de allí, a una lagunita donde tenía perenne la batea de lavar, y los muchachos mayores estaban trabajando en la vecindad o paseando.
Montó, pues, a caballo, y de un galopito estuvo con la majada; la atajó, la miro bien y vio que era toda de una señal -muy bonita la señal, dos paletillas cerquita de la punta, de modo que cada oreja parecía una hoja de trébol-, y que pasaba de quinientos animales, y gordos todos, grandes, lanudos, sanos que daba gusto.
-¿De quién será esa señal? -pensaba don Calixto-. ¿Quién sabe si no será algún chasco del amigo Mandinga, y si mañana no me cae la policía a llevarme por cuatrero?
Creía don Calixto, lo mismo que la mayor parte de los paisanos -¡son tan ignorantes!- que de Mandinga no se puede esperar más que males y perjuicios... No sabía -nadie se lo había enseñado-, que al hombre servicial y bueno que le cae en gracia, dispensa éste, el día menos pensado, los más inesperados favores.
Arreó la majadita hasta donde estaba su mujer, se la enseñó, le contó el caso y le pidió su parecer. La mujer no era tonta; no se desconcertó por tan poco y le aconsejó tres cosas: dejar suelta la majada, como si fuese ajena y cuidarla desde lejos; apagar la vela que, ese día, le había puesto a la Virgen de Luján y colocar a ésta en el baúl en que guardaba la ropa, para que si realmente fuese la majada obsequio de Mandinga y la llegase Ella a ver, no tuviese la tentación de destruirla de algún modo-, y, por fin, ir al pueblo a averiguar en el juzgado de quién era esa señal para, si no era de nadie, asegurársela sacando la boleta. Se dispuso don Calixto a hacer lo indicado por su mujer, y había ensillado su mejor caballo con sus mejores aperos para ir al pueblo, cuando, al momento de montar, quiso ver si tenía en el tirador papel de fumar y se encontró con un documento que no era otra cosa que la boleta de propiedad a su nombre y perfectamente en regla, de la señal de «dos paletillas».
En vez de seguir para el pueblo, y después de consultar otra vez con la señora, arregló contra la pared del rancho un corralito improvisado con palas plantadas en el suelo, dos o tres postes que tenía tirados por allí y el arado, todo ligado con dos lazos estirados de punta a punta y de los cuales colgó todos los ponchos, cobijas y cueros que pudo hallar en la casa.
Tan mansitas eran las ovejas, que casi solas entraron en el corral sin asustarse por las colgaduras, y se disponía don Calixto a contarlas, cuando llegó al puesto otro conocido de él, otro pobre, por supuesto, que sabiendo lo que era de bueno, le venía a pedir un zapallo o dos.
Se quedó boquiabierto al ver las ovejas y preguntó a don Calixto de dónde le habían caído.
-Me las dieron por zapallos -contestó éste.
-¿Por zapallos? ¿Y quién?
-¡Ah! Esto, amigo, es secreto; cada zapallo, una oveja al corte; así fue. Y son como quinientas. Lo que sí, he quedado sin zapallos, lo cual no deja de ser una broma.
-¡Bah! Eso es lo de menos. Pero sabe que son más de lo que usted dice y que me contentaría muy bien con lo que sobrase de las quinientas.
-¡Pago! -gritó riéndose don Calixto, como si hubiese sido apuesta-. ¡Hombre!, ya que no tengo zapallos para darle, me ayuda usted a contar hasta quinientos, y le regalo el resto. ¿Para qué quiero más?
Y así fue, y como resultaran las ovejas quinientas sesenta, el otro vecino pobre, lleno de gozo, se llevó las sesenta. La mujer de don Calixto refunfuñaba un poco al ver a su marido tan generoso, pero, ¿qué iba a hacer?, ya que para él no tenía más objeto lo que le sobraba que llenar necesidades ajenas.
Por lo demás, para probar que no era ingrato, el vecino le mandó de regalo a don Calixto un rosario de contar hacienda.
Pronto cundió la voz por todos los ranchos de los intrusos poblados en el campo del Estado, de la suerte singular que le había tocado a don Calixto, y no había concluido el día cuando doña Liberata, una viuda, comadre de él, cargada de hijos, le había mandado pedir un poco de carne, un cuarto, aunque fuera, o un espinazo para hacer un puchero.
Don Calixto no vaciló un rato y despachó al muchacho para su casa con todo un capón gordo, bien atado de los tientos del recado.
-Y dile a tu mamá -le gritó- que se quede con el cuero para los vicios.
Dio la casualidad que estaba en casa de la viuda un resero; se quedó el hombre admirado de la gordura del capón, y al día siguiente, a la madrugada, antes que soltase la majada don Calixto, estaba en su palenque, llamándolo, a ver si hacían negocio. Don Calixto lo recibió con los agasajos debidos a quien trae plata, loco de contento al pensar que, por la primera vez en su vida, iba, como cualquier hacendado rico, a recibir pesos.
Lo que más le agradaba era que iba, con éstos, a poder cumplir con su compadre don Pedro, de quien tenía recibidos tantos servicios, en momentos de penuria, y pagar por él, a su vez, al pulpero con quien estaba empeñado hasta los ojos y que le había mandado el otro de regalo.
El resero vio la majada, calculó que de ella podía sacar unos cincuenta capones gordos y ofreció un precio halagador, que don Calixto aceptó. El aparte pronto estuvo hecho, y cuando se trató de contar, don Calixto quiso estrenar el rosario que le había el otro mandado de regalo.
Bien pensaba, a la verdad, que no necesitaba rosario para la única tarja de cincuenta que iba a tener que contar; y así se lo dijo el resero, pero don Calixto lo quería probar, de puro gusto. Empezaron a contar; y pasaban capones y capones, sin que pareciese mermar la chiquerada. Contaron una tarja, y contaron dos, y contaron tres, y saltan más y más capones y seguían contando. El resero, viendo que todos eran parejos en gordura, dejaba correr, no más, y contaba, y tarjaba, sin querer cortar el chorro, reservándose de manifestar su admiración para cuando se acabase. Y sólo se acabo cuando hubo cantado don Calixto la última de las veinte cuentas de que constaba el rosario. Lo felicitó el resero por su buena suerte, sin pedirle más explicaciones, sabiendo, como buen gaucho, que hay ciertas preguntas que no debe hacer el hombre discreto; le pagó los mil capones al mismo precio por cabeza que habían tratado para los cincuenta que había pensado comprar y se fue con su arreo.
Fueron los pesos de don Calixto como rocío celestial para todos los pobres gauchos del pago; quedaron saldadas, en la esquina, hasta las libretas que, de viejas, las había echado en olvido, casi, el mismo pulpero, y todos anduvieron, por un tiempo, con ropa nueva pagada al contadito.
Es que, burlándose de las observaciones de su mujer, no perdía ocasión don Calixto de regalar a sus vecinos pobres todo lo que le pedían, a pesar de ser algunos de ellos imprudentes y hasta voraces, y también de darles casi siempre mucho más de lo que solicitaban.
-¿Para qué quiero tanto? -era su refrán-. Lo que me sobra me estorba, y a otros les hace falta.
Tenía tanta más razón, cuanto, por inexplicables circunstancias, resultaba siempre pequeña la parte de los favorecidos, pues más les daba y más aumentaban los productos de su majada.
A uno de aquéllos se le ocurrió, una vez, mandarle pedir, no porque se muriese de necesidad, sino sencillamente porque era el día de su santo y lo quería festejar debidamente, un cordero gordo. Don Calixto fue al corral y eligió él mismo el cordero más grande y gordo de la majada, y el muchacho que lo había venido a pedir le prometió, en recompensa, que, el día de la señalada, su padre, sus hermanos y él le vendrían a ayudar. Y así lo hicieron.
La parición había sido abundante: el corderaje era lindo, alegre, retozador, y para facilitar el trabajo, lo apartaron todo junto en un chiquero especial. Y empezaron los cuchillos a trabajar fuerte y parejo, amontonándose las colitas, y seguían, sin cesar, disparando para la majada los corderos ensangrentados, balando lastimeramente por la madre. Pero más corderos alcanzaban los peones a los señaladores, más quedaban para señalar; parecía que manara el chiquero, y acabaron por cansarse todos, sin haber podido concluir, pues quedaban encerrados muchos animales todavía. Lo que viendo don Calixto hizo parar el trabajo, y regaló a los que habían venido a ayudarle todos los corderos que quedaban orejanos, a los cuales se agregaron, cuando los llevaban, las respectivas madres que ya andaban por el campo.
-¿Para qué quiero majada tan grande -decía-, si ya me sobran ovejas?
Ya que tan generoso era don Calixto, con razón pensó doña Encarnación, otra pobre de la vecindad, que no le negaría para cama de sus criaturas unos cuantos cueros de oveja; y se los mandó pedir. Por el mismo muchacho que le trajo la carta, don Calixto le mandó un caballo cargado con los cueros de consumo más grandes y más lanudos que tuviese en su galpón, siendo siempre su orgullo dar lo mejor de lo que tenía.
Cuando llegó la esquila, doña Encarnación mandó a todos sus hijos mayores a que ayudasen a don Calixto en su trabajo, no pudiendo ella misma ir, por tener que atender a los demás, todavía muy chicos. Las ovejas que a esos muchachos les tocó esquilar no eran mejores que las otras y sucedió entonces una cosa bien extraordinaria: todos los vellones que al latero entregaban, pesaban de diez kilos arriba, cada uno, siendo su lana sumamente fina, larga de medio metro y tan rizada que nunca se había visto lana igual en ninguna parte de la pampa.
Se amontonaron los compradores y con tal de conseguir los vellones maravillosos, pagaron por toda la partida un precio exorbitante.
¡Tenía una suerte ese don Calixto!
Fácil será comprender que con todo esto hubiese aumentado demasiado y casi a pesar suyo, su fortuna, si, por otro lado, no hubiese también crecido su generosidad. Pero se empeñaba el hombre en sembrar, con lo que le sobraba, en muchos humildes hogares, un poco de felicidad, tanto que consiguió, dicen, cosechar -de vez en cuando-, esa flor exquisita y rara: la gratitud.