Las veladas del tropero/El sobrante
El sobrante
Es algo difícil, muchas veces, hacer con absoluta exactitud una mensura grande en la pampa inmensa y despoblada; y no tenía nada de particular que en la mensura de quinientas leguas cuadradas hecha por orden del superior gobierno, hubiera señalado el agrimensor, al rematar su trabajo, un pequeño sobrante de mil metros de frente a un arroyito por dos mil de fondo.
Doscientas hectáreas, poca cosa en esa inmensidad donde abundan propiedades de diez y de veinte leguas; pero área tentadora para un pobre gaucho como Ciriaco, que, siempre vagando y changando por el campo, nunca había podido edificar un rancho estable para la familia. Cuando muchacho, había servido en la frontera, había peleado contra los indios y pasado mil miserias, contribuyendo a asegurar al país la posesión tranquila de las fértiles regiones que hoy se iban a repartir; había trabajado muchos años de peón, de baqueano, de tropero, ganándose escasamente la vida y la de sus hijos, y cuando, por la mensura en la cual lo habían ocupado en llevar jalones, vio que sobraba ese lote, juró que de él iba a ser, y de nadie más, pensando que bien lo tenía merecido.
El lotecito era lindo, con su frente de mil metros a un arroyito cantor y sus dos mil de fondo, con su pastizal mixturado de trébol de olor y cola de zorro, de altamisa y de gramilla. Ciriaco, sin perder un día, fue en busca de la familia, y trajo a la vez sus escasos animales, los cuatro trastos y algunos tirantes. Eligió un sitio alto, paró el toldo y se encontró como un rey. No habiendo vecinos, abundaba el campo, y su pequeña majada y sus pocas vacas prosperaron tanto que, en muy pocos años, tenía hacienda para poblar mucho más que el sobrante.
Pero no hay felicidad que dure toda la vida. A medida que los dueños iban ocupando sus campos, hacían desalojar las familias en ellos establecidas; y cuando se supo que el campo donde había poblado Ciriaco era del Estado, muchos pensaron que, lo mismo que él, bien podían establecerse allí. Cada cual busca su alivio; y como nunca falta gente para aprovechar lo que no es de nadie, y como Ciriaco no tenía títulos, pronto hubiera podido haber doscientos ranchos en las doscientas hectáreas.
Varios intrusos habían instalado ya sus toldos, y como no tenían en qué caerse muertos, no había duda que pronto se iban a mantener de la haciendita de Ciriaco, lo que muy poca gracia le hacía, cuando le aconsejó su mujer que fuese a contar el caso a un tío que ella tenía, bastante distante de allí, y que, según aseguraba, era muy diablo para ciertas cosas. No decía que fuese brujo, ni había motivo para que nadie pensara semejante cosa; pero tenía a su disposición -de esto no cabía duda- medios insólitos y muy particulares de manejar a la gente y de hacerla hacer lo que él quería, a las buenas o a las malas.
Salió Ciriaco en busca del tío; y después de mucho galopar dio con él.
El viejo lo recibió muy bien, se enteró del asunto, lo pensó dos o tres días, y por fin entregó a Ciriaco cuatro estaquitas de una madera muy dura y desconocida, diciéndole que las plantara en los cuatro esquineros del sobrante, enterrándolas bastante para que nadie las descubriese. Ciriaco llegó de noche a su rancho, y en seguida fue, con todo sigilo, a plantar sus estaquitas, bien enterradas, cerquita de los mismos mojones colocados por el agrimensor.
Muchos eran los que, en su ausencia, habían venido a poblar; y cuando amaneció, vio Ciriaco, con asombro, el campo lleno de ranchos en todas partes, muchos de ellos con su respectiva majada; tanto que ya no había sitio para su hacienda y que era epidemia segura para el próximo invierno. Otros pobladores no tenían más que la tropilla, y éstos, por supuesto, eran los peores vecinos, porque también tenían qué comer, y para comer, había que carnear.
Ciriaco estaba muy desalentado, pero su mujer le infundió ánimo, asegurándole que se podía tener confianza en las estaquitas del tío, y que no tardarían en producir su efecto.
En un rincón del sobrante había cavado su cueva un matrero conocido; en ese momento estaba ensillando, y al rato lo vieron llegar al palenque, preguntando si no habían visto su tropilla. Ciriaco pataleaba de ganas de preguntarle cuánto pagaba de arrendamiento, pero hubiera sido fácil la respuesta y se contuvo, contestándole, no más, que no la había visto. Y el otro se fue a campear.
Se venía, mientras tanto, acercando al sobrante todo un arreo, arreo de pobre, por cierto, pero no por eso menos amenazador: un carrito lleno de muebles y de cachivaches, guiado por un mozo robusto, con cara de pocos amigos, armado de un gran facón y con revólver en el cinto; dos mujeres venían sentadas entre la carga; seguía una manada numerosa como para talar en dos días las doscientas hectáreas, conducida por un viejo y dos muchachos, hombrecitos ya; y por detrás arreaban una majada y algunas lecheras otros tres gauchos.
Al verlos, Ciriaco, enfadado, gritó a su mujer:
-¡Y las estacas de tu tío, che!, ¿qué hacen?
-Esperáte, hijo; hay que darles tiempo -contestó ella.
Desdeñosamente, se sonreía Ciriaco y seguía mirando. Pero, cuando llegó el carro justito a la línea del sobrante, se le cortó la cincha al caballo de varas, y antes que nadie lo hubiese podido remediar, se empinó el carro, volcando con estrépito en el pasto la mitad de su carga, muebles y mujeres, todo revuelto... ¡Un susto jefe! Como pudieron, compusieron las cosas con la ayuda de los que venían arreando los animales, pero, habiendo quedado éstos sólo con dos muchachos para cuidarlos, aprovecharon la ocasión, la majada para mixturarse con la de otro poblador del sobrante, y las yeguas para disparar para la querencia. Vuelto a cargar el carro, quisieron hacerlo entrar en el campo para llegar al sitio que de antemano habían señalado para establecerse; pero no les fue posible; se empacó el caballo de tal modo, que no hubo forma de hacerle dar un paso; lo castigaron; se desprendió la huasca del látigo; le metieron cuarta; se cortó el lazo tres veces; ataron dos laderos; se les resbalaba el recado, o se cortaba la cincha, o no querían tirar, y todo, todo fue inútil; no pudieron pasar la línea del campo; tuvieron que desensillar allí mismo, y acampar a dos cuadras de lo que habían creído ser el término de su viaje.
De los compañeros, habían vuelto algunos sobre sus pasos, en busca de la hacienda perdida, mientras que los otros se ocupaban en apartar la majada mixturada.
Ciriaco ya no renegaba; gozaba, y le decía la mujer:
-No ves si serán buenas las estaquitas de mi tío. ¡Si nunca ha salido chiflado el viejo con sus cosas!
Con todo, era muy incómodo cuidar los intereses en medio de tanta población; había que estar siempre pastoreando las ovejas para evitar mixturas, a pesar de aprovechar lo más posible los campos linderos, aun apenas poblados, y Ciriaco pensaba que si algo era que no pudiese entrar más gente en el sobrante, mejor hubiera sido ver también salir de una vez a los que en él estaban.
-Paciencia -le decía su mujer-, que así ha de ser.
Pasaron algunos días; el matrero de la tropilla extraviada no había vuelto; los que habían ido a traer otra vez la yeguada, tampoco; los del carro allí estaban, esperando no se sabe bien qué, y los que cuidaban la majada no la dejaban ni un rato, temiendo otro entrevero. Empezó entonces a llover y llovió tanto, que todos los bajos se anegaron, quedando inundados los ranchos, menos el de Ciriaco, el único que estuviese en una loma.
Después de la lluvia nacieron en los charcos tantos mosquitos y jejenes que empezó a hacerse imposible la vida en el sobrante; las haciendas disparaban de noche y se mandaban mudar, o se quedaban rodeadas y sin comer, enflaqueciendo que daba lástima. Por una casualidad singular, no había más que las de Ciriaco que parecían indemnes de todo aquello, lo que no dejaba de sorprender a los demás pobladores; y empezaban todos a pensar que habían tenido poca suerte en venir a meterse en lo que realmente parecía la Loma del Diablo.
Algunos se fueron a otra parte, sin pedir más; otros porfiaron, pero se seguían de tal modo las plagas que cada día iba renunciando alguno.
Como no volvían los que habían salido a campear, el carrito acabó por emprender la marcha del retorno en busca de ellos, seguido por la majada, mermada, flaca, sarnosa y manca.
La mayor parte de los ranchos ya quedaban taperas, y después de una epidemia que mató a casi todas las haciendas de los pobladores que todavía quedaban en el sobrante, acabaron por irse las últimas familias.
Ciriaco bendecía las estaquitas; volvía a prosperar lo mismo que antes, y más que nunca, parecía realmente dueño único del campo.
Y no dejaba, sin embargo, acordándose de lo que él mismo había sufrido, de tenerles también alguna lástima a estos pobres criollos, condenados a vagar siempre con sus familias, sin poder conseguir, en tanta intensidad de campo, algún pequeño lote en propiedad, que para ellos hubiera sido la quieta felicidad del pan asegurado, y para el país la verdadera base del progreso y de la riqueza.
Otras pruebas, por lo demás, le iban a hacer para quitarle el sobrante; y no ya pequeños pobretes y buscavidas perseguidos por la insaciable rapacidad de los grandes propietarios, sino algunos de estos mismos que, porque tienen mucho, quieren tenerlo todo. Después de los chimangos, el gavilán.
Primero fueron dos de los linderos. Cada uno de ellos tenía veinticinco mil hectáreas; pero faltándoles las doscientas de Ciriaco, parecía faltarles la misma vida. Y sea por la virtud de las estaquitas, o sea simplemente porque eran testarudos, empezaron a pleitear entre sí; y duró la cuestión tantos años, que cuando murieron no se había acabado y Ciriaco seguía gozando del sobrante.
Pero, si la codicia descansa, nunca muere; y vinieron otros sigilosamente, bien armados con papel sellado a montones, firmas, garabatos y rúbricas como para mandar a la cárcel al mismo juez, y sin que Ciriaco hubiese sospechado nada, llegó un día, de la capital, al juzgado de paz, la orden de desalojamiento.
Hacía veintinueve años que con su familia, siempre más numerosa, ocupaba el sobrante. Las doscientas hectáreas habían cambiado de aspecto; no quedaba más rastro de lo que eran antes que una gran mata de paja cortadera con sus hermosos penachos plateados, dejada adrede como recuerdo a la vez y adorno. El trigo, el lino, el maíz, la alfalfa y otros cultivos, los árboles frutales y hasta plantas de lujo cubrían todo el terreno. Como eran muchos los hijos de Ciriaco y cada cual quería como propio este retazo de tierra, en el cual había nacido, todos se empeñaban en hacer de él el paraíso terrenal con que sueña cada hombre, y el resultado era que estas doscientas hectáreas daban para vivir a numerosas personas, más holgadamente que las cincuenta mil linderas a unos cuantos infelices y a sus dueños que nunca siquiera las habían visto.
Y llegó el alguacil con su oficio. Llegó... No llegó: quiso llegar y no pudo. Al franquear la línea del sobrante, rodó.
De las casas, pues ya no eran ranchos, vino a socorrerlo uno de los hijos de don Ciriaco, y como el alguacil le tendiera la orden de desalojamiento, el viento se la arrancó de las manos y se la llevó quién sabe dónde.
El hombre volvió al pueblo y dio cuenta de lo ocurrido; mandaron a otro. Frente a uno de los esquineros empezó su caballo, un mancarrón siempre manso, a bailar como loco. El hombre era jinete, como buen argentino, pero no pensaba tener que domar, ese día, y menos semejante animal.
No lo pudo apaciguar sino dando las espaldas al sobrante y mandándose mudar sin haber podido entrar.
El juez de paz mandó, una tras otra, cinco comisiones; volvieron todas deshechas, sin que nadie, sin embargo, les hubiese resistido; piernas rotas, cabezas contusas, narices hinchadas, caballos mancos, la mar, sin más motivos aparentes que comunes accidentes, rodadas, coces, disparadas o corcovos inesperados, todo siempre al querer franquear la línea del sobrante.
El juez no se atrevía a ir él mismo, pero dio parte detallado del caso al ministro de Gobierno, llamando su atención sobre lo que allí pasaba.
El ministro, por sus numerosas ocupaciones, dejó pasar algún tiempo antes de tomar medidas; pero como él mismo tenía por aquellos pagos un gran campo que poca plata le había costado, aprovechó la ocasión para ir a visitarlo. Llegó con numerosa y brillante comitiva de autoridades, soldados y convidados, al famoso sobrante. Cuando Ciriaco divisó semejante séquito de jinetes y volantas, con tanta gente y tantos caballos, a pesar de su fe en las estaquitas, creyó que ya había sonado la hora y que, esta vez, los echaban sin remedio.
Su mujer le aseguró que no; que no les podían hacer nada, mientras estuvieran en su sitio las estaquitas del tío, y que cualquiera que viniese, tendría que renunciar y dejarlos en paz.
El ministro venía algo intranquilo por todo lo que le habían contado del sobrante y de sus moradores, pero con la confianza que da el ejercicio del poder, hizo dirigir sin titubear su carruaje hacia la casa de Ciriaco. Toda la comitiva siguió, poniéndose prudentemente a retaguardia, sin decir nada, los que ya habían venido antes con alguna misión.
Ciriaco, por su lado, se adelantó hacia la gente, rodeado de toda su familia: lo acompañaban su mujer, sus diez hijos, sus tres yernos y sus dos nueras, con sus veinte nietos.
Cuando llegó la volanta a la línea del campo, se produjo, sin saberse por qué, un barquinazo bárbaro que despidió del pescante al cochero, y los caballos, asustados, iban a darse vuelta y disparar, cuando uno de los hijos de Ciriaco los detuvo y les hizo entrar en el campo sin mayor dificultad. Y siguieron todos los de la comitiva, penetrando admirados en ese campito tan bien cultivado que parecía un parque.
El ministro no decía nada, pero miraba todo con atención profunda, maravillado, como si hubiera entrado en un mundo desconocido.
Quiso visitarlo todo, cultivos y casas, pesebres y galpones, animales y tambos, montes y praderas, y al ver el resultado de abundancia, de felicidad y de progreso, conseguido en un miserable sobrante de doscientas hectáreas, por el lento esfuerzo de un pobre gaucho, antes andariego, hoy jefe de una familia numerosa de ciudadanos y de productores, tuvo la atormentada visión de lo que sería la República Argentina, si sus antecesores... y él mismo, hubiesen repartido entre miles de criollos pobres los millones de hectáreas regaladas a un centenar de parásitos.
Llamó a Ciriaco y le dijo:
-Hace treinta años, amigo, que usted ocupa esta tierra; es suya, por la ley. No solamente vivirá usted en paz en ella, sino que el gobierno quiere que cada uno de sus hijos y de sus nietos tenga en propiedad doscientas hectáreas de las tierras incultas que rodean su chacra, para que cada cual haga en ellas lo que usted tan bien ha sabido hacer en las suyas.
Y mientras Ciriaco y toda su familia se confundían en manifestaciones de agradecimiento, el ministro dio orden de que fueran en busca de los actuales dueños de las cincuenta mil hectáreas incultas que pensaba expropiar en parte, a cualquier precio que fuese, para cumplir su promesa. Se proponía aprovechar la ocasión para avergonzarlos de su antipatriótica dejadez; pero el juez de paz detuvo el chasque, diciendo:
-Están en París, señor.